– No quería hablar con nadie.
– Entonces, ¿pretende decir al tribunal que no tenía motivo alguno para ir allí?
No se sabía cuál de los asesores cuidadosamente escogidos, uno de ellos blanco, otro lo bastante oscuro como para pasar por negro, había hablado: ambos permanecían sentados a cada lado del juez, silenciosos secuaces. La voz era lenta y poco fluida. Harald tuvo la extraña sensación de que procedía de un médium a través de cuya boca hablaba el público, la gente que llenaba la sala.
– Me encontré en el jardín, creo que necesitaba estar otra vez en el mismo lugar, en la puerta donde me había detenido.
Motsamai no permite ni un momento de silencio y afirma:
– De manera que usted cruzó el jardín en dirección a la casa para detenerse otra vez en el mismo lugar donde había visto a la pareja, a su antiguo amante y a la mujer, su amante actual, copulando en el sofá. ¿Y qué pasó cuando llegó a esa puerta?
Claudia sentía el olor de su sudor, no hay cosmético que pueda suprimir la angustia que sólo el cuerpo, mudo primitivo, puede expresar; la higiene es un convencionalismo cortés que disfraza el poder animal en la vida de la clase media. Se pregunta si Harald estará rezando, si es ése el otro tipo de emanación que surge de él; que se mezclen, lo animal y lo espiritual, si juntos pueden producir la solidaridad prometida hace tanto tiempo en el pacto con su hijo.
Duncan vuelve a hablar de memoria. Como si se le hubiera desconectado algo, un interruptor en alguna parte del cerebro.
– Jespersen estaba echado en el sofá.
– ¿Cuál fue la reacción de él cuando le vio?
– Sonrió.
– Sonrió. ¿Habló?
– Cari dijo: «Vaya, lo siento, bra.»
El juez formula la pregunta como si pudiera ser contestada tanto por el acusado como por su abogado.
– ¿Bra? ¿Qué significa bra?
– Es un diminutivo fraternal que utilizamos entre nosotros los negros, señoría, y se ha extendido también a los blancos con los que ahora los negros comparten lazos fraternales en un país unido. Significa que consideras que la persona a la que te diriges es como si fuera tu hermano.
Motsamai pasó con soltura del juez al acusado:
– Así pues, él consideraba que usted todavía era un hermano.
– Sí.
– ¿Qué contestó usted?
– Entonces pensé que había ido a verlo a él.
– ¿Le pidió una explicación por su actitud?¿Le pareció suficiente el intrascendente «lo siento», el tipo de excusa que dice un hombre cuando choca con alguien en la calle?
– Él empezó a hablar: no somos niños, acaso no pensamos lo mismo, no nos pertenecemos unos a otros, queremos vivir en libertad, ¿verdad? Se trate de sexo o de dar un largo paseo. Qué más da, dijo, el paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. ¿No había estado siempre muy claro entre él y yo? Había sido una lástima que él y Natalie hubieran sido tan impulsivos, era una chica que normalmente hacía las cosas de modo más discreto. Se reía con su risa afable. Me dijo: todos lo sabíamos, dijo que yo también lo sabía, y eso no había cambiado las cosas entre Natalie y yo en ocasiones anteriores. Me dijo, me explicó que no debería seguir nunca a la gente, ir a buscarla cuando vive su vida, eso es para la gente que construye una cárcel con sus sentimientos y encierra a alguien dentro. Dijo que era una gran chica y que ella no volvería a pensar en lo sucedido. Y, en cuanto a él, yo conocía sus gustos: nada de reproches, claro que no, había sido como una última copa algo loca, así lo llamó, parte de la agradable noche que habíamos pasado todos juntos, las copas y lo mucho que se habían reído juntos mientras recogían.
– ¿Qué le dijo usted?
– No lo sé. Hablaba, hablaba, hablaba, reía, como cuando nos contábamos las aventuras que habíamos tenido, era igual. No podía parar. Yo no podía pararlo.
– Y entonces, ¿qué sucedió?
– Quiso que bebiera con él, como hacíamos antes.
– ¿Y después?
Necesidad de encontrar la fórmula precisa.
– «Por qué no te sirves una copa.» Oí esas palabras entre un balbuceo que ya no podía seguir. Fue lo último que le oí decir. De repente, cogí el arma de la mesa. Y él se calló. El ruido cesó. Le había disparado.
La cabeza de Duncan ha ido cayendo hacia atrás. Los ojos cerrados para no ver a nadie, Motsamai, el juez, asesores, fiscal, funcionarios, el público, donde una mujer sofoca un sollozo teatral, madre y padre. Harald y Claudia no pueden estar allí para él, donde está él, solo con el hombre que ha muerto de un tiro en la cabeza, disparado con un arma que estaba al alcance de la mano.
Harald no tiene miedo, sino certeza. Ese hombre, el fiscal, está dispuesto a atrapar a su hijo, hacer que confiese que deseaba hacer daño a Cari Jespersen y se dirigió a la casa con esa intención. Y quizá, para detener las preguntas, detener el ruido, la voz que se dirigía sólo a él entre todo el estruendo que llenaba aquel espacio cerrado, Duncan podría decir sí, sí; ha confesado que ha matado, ¿qué más quieren de él? Y ese hombre, el fiscal, está sólo haciendo su trabajo, a él qué más le da que Jespersen esté muerto, que Duncan se haya destrozado a sí mismo; es su actuación. Para hacer su trabajo, debe conseguir la condena que quiere, eso es todo, como medida de su competencia, uno de los pasos diarios en el progreso de su carrera. Como ascender por la escalera profesional.
– Ese viernes 19 de enero, ¿lo pasó entero acostado, dando vueltas a lo sucedido la noche anterior?
– Pensando.
– Es lo mismo, ¿no? Dando vueltas una y otra vez al daño que le habían hecho. A lo que usted deseaba hacer en relación con todo eso. ¿No es así?
– No. Porque no se podía hacer nada.
– Sin embargo, al final del día se dirigió a la casa. ¿No era eso hacer algo? Entre las seis y las siete de la tarde, era muy probable que Jespersen hubiera vuelto a casa de su trabajo. Lo sabía ¿no?
– Me encontré en el jardín. No pensé en quién podría estar en la casa.
– «Se encontró en el jardín», y creo que fue entonces cuando también se dio cuenta de que había llegado el momento de que hiciera lo que había estado pensando, planeando, durante todo el día: buscar a Jespersen, vengarse por el daño que usted sentía que le había hecho, aunque no era el primer hombre con el que la mujer con quien usted convivía le había sido infiel. Creo que lo que estuvo pensando, durante todo el día, no fue más que un dar vueltas y vueltas a los celos, y que se dirigió a la casa en el consiguiente estado de agresividad con la intención de enfrentarse a Jespersen con violencia.
La tarea del fiscal consiste en convertir al acusado en mentiroso: así es como Harald y Claudia ven su proceso. Claudia se agita en su asiento, como si fuera incapaz de permanecer sentada allí por más tiempo, y él oprime los nudillos de ella, en un gesto de consuelo que surge de su propio resentimiento.
Pero si supieran… quizá lo saben en parte; Duncan no está seguro de lo que saben, de lo que están enterándose sobre él: es un mentiroso. Mentiroso por omisión. Porque el fiscal no puede saberlo, no se lo ha dicho, es imposible contarle el conflicto de sus sentimientos hacia Cari Jespersen, hacia Natalie, su confusión ante sus traiciones, su dolorida repugnancia; en eso pensaba en la casita. Venganza: si Natalie hubiera vuelto ese día, ¿habría pensado en matarla?
Pero ella -oh, Natalie- ha sufrido ya suficiente venganza por ser ella misma.
El arma está en la sala. Se ha convertido en la prueba principal. Un flujo de curiosidad hace que las demás personas del público se inclinen hacia delante para intentar echarle un vistazo.
No es más que un trozo de metal al que se le ha dado forma; Harald y Claudia no tienen necesidad de verlo. Las huellas dactilares de la mano izquierda del acusado, dice el fiscal, se descubrieron en ella mediante pruebas forenses, sus huellas dactilares, que sólo posee él en toda la humanidad, de la misma manera que es único para ellos, como único hijo.
– ¿Conoce usted esta arma?
– Sí.
– ¿Es suya?
– No.
– ¿De quién es?
– No sé a nombre de quién está la licencia. Era el arma que se guardaba en casa por si alguien era atacado o entraban intrusos, para que quien estuviera allí pudiera defenderse. Cualquiera de nosotros.
– ¿Sabía usted dónde se guardaba?
– Sí. Normalmente, en un cajón de la habitación de David y Cari.
– Usted vivía en la casita, no en la casa. ¿Cómo lo sabía?
– Lo sabíamos todos. Vivimos… vivíamos juntos en la misma finca. Si los otros estaban fuera y yo oía algo sospechoso, sería yo quien la necesitara.
– Usted sabía manejar un arma.
– Esa pistola sí. Es la única que he tocado en mi vida. En el ejército, los soldados se entrenan con rifles. David nos enseñó a hacerlo, cuando se la compró.
– La noche del 18 de enero, la pistola se llevó al cuarto de estar para mostrarla a uno de los invitados, que tenía intención de comprar una. ¿Le enseñó usted cómo manejarla?
– No. No recuerdo quién lo hizo; probablemente, David.
– ¿Se dio usted cuenta de que el arma no se había guardado otra vez en el cajón de otra habitación, ahí donde se guardaba habitualmente?
– No, me fui mientras los demás recogían.
– ¿Pero usted vio el arma antes de irse, en la mesa situada junto al sofá?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– Estaba todo lleno de vasos y platos, supongo que estaba por ahí, entre todo aquello.
– De modo que, cuando usted entró en la habitación la tarde siguiente, ¿vio por primera vez que el arma había quedado ahí fuera, en la mesa?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– No miré a ningún sitio, sólo vi a Cari.
– ¿Y en qué momento vio usted el arma?
– No podría decirlo.
– ¿Fue antes de que él dijera «Sírvete una copa», corno si fueran un par de amigos bebiendo juntos?
– Supongo, no lo sé.
– ¿Sabía si el arma estaba cargada?
– No lo sabía.
– ¿Pero no estaba usted presente cuando se enseñó al invitado cómo usar un arma?; Y no se le enseñó cómo cargarla?
– No lo vi. Supongo que sí. Estaba hablando con otras personas.
– De manera que cuando usted entró en el cuarto de estar la tarde siguiente, vio el arma sobre la mesa, sabía perfectamente que estaba cargada y tomó la decisión de aprovechar la oportunidad para amenazar a Cari Jespersen con ella, ¿no es cierto?