Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Bien, quiero que conozcáis a mi mujer y a mi hijo: hemos pedido plaza para él en la facultad de medicina, no sé si vale para eso, ¿podrías darnos algún consejo, Claudia? ¿Qué os parece este viernes por la noche? Espero que la cena sea buena. Yo vendré del Tribunal de Apelación de Bloemfontein, así que podemos quedar hacia las ocho y media, más o menos.

El aplomo quitaba importancia con amabilidad a lo delicado de su situación; él sabía por lo que estaban pasando; seguramente, cada vez veían menos a sus amigos, cuyos rostros comprensivos sólo servían para alejarlos de aquello en lo que se basaba la vieja amistad, ahora que ya no compartían circunstancias. No siempre era necesario o deseable mantener la relación con los clientes en un plano de formalidad. Ocuparse de un caso implica afirmar la confianza en los sentimientos humanos, una especie de toma y daca con la familia de la vida que hay que defender, incluso mientras se mantiene la objetividad profesional. Aquella pareja blanca no tenía la resistencia que los negros han adquirido durante generaciones padeciendo dificultades por la naturaleza de su piel. Sabe cómo manejar a esos dos: tendrán la sensación de que pueden hacer algo por él porque les ha pedido consejo para la carrera de un hijo ambicioso.

Cuando están en la sala de visitas, ninguno de los dos deja traslucir su preocupación por las desconocidas deliberaciones del Tribunal Constitucional. No es la primera vez que tienen que actuar con tacto; hay tantos temas y reacciones que resulta inadecuado exhibir ante alguien que vive de modo inimaginable, a quien ves sólo durante media hora entre dos vigilantes. El preso es un desconocido al que no debe enfrentarse con lo que sólo puede tratarse desde la familiaridad de la libertad. Sin duda, Duncan sabe cuál es el tema que trata el Tribunal Constitucional en su primera sesión; tiene acceso a los periódicos, pero -también por tacto, todos han de poner de su parte si quieren hacer posibles esas visitas- tampoco habla de ello. O quizá es porque ni siquiera pueden empezar a comprender lo que deben de haber significado para él las actuaciones de ese Tribunal mientras seguía las noticias. Un hombre que se declara culpable, ¿está declarándose dispuesto a morir? ¿O se ve ya, como sólo él puede hacerlo, en las celdas de los condenados a muerte, junto con Makwanyane y Mchunu, afirmando su derecho a la vida, al margen de lo que haya hecho?

En lugar de hablar de esto, le preguntan si puede trabajar en los planos que está dibujando, y dice que sí, que sí, el trabajo va bastante bien.

– Es impresionante que lo hagas. -Harald está admirado; ésta es una forma de estímulo admisible.

– El único problema es que no puedo comentar las dificultades que surgen. Con los del estudio, como hacemos normalmente. De manera que el trabajo será sólo mío… a lo mejor de un modo un poco excéntrico, quién sabe.

– Quizá alguien de la empresa podría venir para comentarlo contigo. Por qué no. -Harald está dispuesto a pedir a los jefes que lo hagan (si su joven colega, Verster, hubiera sido la persona adecuada, seguramente Duncan lo habría mencionado); la cárcel no es una enfermedad, no hay nada infeccioso que uno deba evitar en esa sala de visitas.

– No merece la pena. Cuando termine el plano de borrador, Motsamai se lo llevará y alguien lo mirará.

Lo que dice, en realidad, es que entiende que si el Juicio Final va a decantarse a su favor y a garantizar que su vida no termina ahora, todavía tiene que soportarla: volver al tablero de dibujo. Pero lo que significa para él, que sacrificó una vida ordenada para entregarse al caos, no puede expresarse.

Cuando se retiran por los pasillos tras las nalgas del vigilante habitual, Claudia -y tal vez también Harald- siente envidia de una mujer que sigue su mismo camino y que, humildemente, intenta esconder el rostro en una bufanda mientras rebuzna, como una bestia de carga, entre lágrimas.

Claudia consideró que no podían rechazar la invitación. Esos días preferían estar en casa juntos. Estaban mejor así.

Hacía poco, Harald había comprado entradas para un concierto de música de cámara, con César Frank en el programa, su compositor favorito, pero los senderos que toma la música son tan vitales, a diferencia de las percepciones que entretienen en una película o en una obra de teatro, que ésta contribuyó a aislarlos todavía más.

Motsamai lo hace con buena intención. Harald estaba familiarizado con la combinación de interés profesional y cierto aprecio personal que inspiraba este tipo de invitaciones.

Harald y Claudia no habían estado nunca en la casa de un negro. Este tipo de gesto -por ambas partes: la invitación del hombre negro, la aceptación del blanco- era propio de los círculos de izquierdas a los que ellos no habían pertenecido durante el antiguo régimen, y de los círculos formados a toda prisa de nuevos liberales, sobre cuya conversión eran escépticos. Si, en el pasado, no habían tenido valor para actuar contra los horrores diarios, como hacía la izquierda yendo más allá de las invitaciones a cenar, arriesgando sus profesiones y sus vidas, por lo menos no disimulaban esta carencia (de agallas: Harald lo reconoció, igual que ahora reconocía otras tibias opciones morales que había tomado) cenando y bebiendo. Compañeros negros en la junta directiva; bueno, ya no se contentaban con ser nombres en un membrete; ahora planteaban temas e influían en las decisiones, ¿tenía alguna importancia que lo reconociera? Y Claudia -ella tenía un conocimiento muy distinto al suyo, una familiaridad con el contacto y el roce con la carne de los negros, la conciencia de que era como la suya, lo había sabido siempre- constituía una acusación por todo lo que ella no había llegado a hacer, en otro tiempo, aunque ahora representaba una baza a su favor; Claudia no necesitaba el gesto de pasar la sal sobre la mesa.

La dirección que aparecía en la tarjeta que les dio la secretaria de Motsamai se encontraba en una zona residencial de las afueras construida en los años treinta y cuarenta por hombres de negocios blancos pertenecientes a la segunda generación con dinero. Sus padres habían inmigrado en los años en que la minería del oro estaba pasando de los cedazos de los aventureros a convertirse en una industria que producía beneficios a sus accionistas y creaba una ciudad de consumidores; había vendedores ambulantes y tenderos -que se convirtieron en procesadores de maíz, sin el cual no podían subsistir los millones de negros que habían perdido las tierras donde cultivaban su alimento-, fabricantes de materiales de construcción, ropa, muebles, importadores de tabaco, radios, joyas, alfombras. Sus educados hijos contaron con los medios que les facilitaba el éxito de sus padres para permitirse la construcción de casas que consideraron capaces de expresar la distinción de la riqueza rancia: moradas como las que sus padres tal vez vieron desde sus cottages e isbas en otros países: las mansiones de los condes, las casas solariegas de los caballeros. Los arquitectos que contrataron interpretaron estas ideas de acuerdo con su propio concepto del prestigio y la fortuna, con las columnas de las casas de las plantaciones del Sur de Estados Unidos y los sólidos balcones adornados desde los que los fascistas italianos de la época lanzaban sus discursos. En los jardines, lo habitual eran las piscinas y pistas de tenis.

Algunas de las fortunas habían declinado, de modo que parte de las tierras se habían vendido, algunos de los hijos habían emigrado, a su vez, a Canadá o a Australia. Algunos nietos habían reaccionado contra el materialismo, tal como pueden permitirse los miembros de la tercera generación, y habían abandonado las zonas residenciales para vivir y trabajar de acuerdo con una conciencia social. Se produjo un intervalo durante el cual las casas resultaron inadecuadas para el gusto de los tiempos; se consideraban reliquias del nuevo rico, mientras que el dinero fresco se mostraba partidario de las fincas en el campo con establos, fuera de la ciudad; las casas se demolerían y la zona se convertiría en el emplazamiento de los complejos de las compañías multinacionales.

Sin embargo, parecía como si fuera a salvarla la inesperada solución ofrecida por el fin de la segregación racial. Llegó una nueva generación de dinero todavía más fresco, y ésos no eran inmigrantes de otro país. Eran los que siempre habían estado allí, pero se limitaban a mirar las columnas y balcones desde las casuchas y los distritos segregados en los que estaban confinados. Motsamai había comprado una de esas casas. Admirara o no esa arquitectura (los padres no tenían el criterio de sus hijos para juzgar el gusto de la gente), proporcionaba un espacio confortable para un hombre de éxito y su familia, y contaba ahora con el equipamiento habitual: portones controlados eléctricamente para defender su seguridad contra los que seguían viviendo en barrios segregados y campamentos ocupados.

La charla entusiasta del televisor formaba parte de la compañía, sus niveles de brillo cambiantes eran otro rostro entre los suyos. Estaban reunidos en una zona, como reacción natural a las enormes dimensiones del salón donde se agrupaban islas de sillones y frágiles mesillas. Hamilton Motsamai se había quitado la americana, de la misma manera que se había despojado del personaje desempeñado durante todo el día, yendo y viniendo de defender a alguien en el Tribunal de Apelación en Bloemfontein.

– ¡Estás en tu casa, Harald!

Un mueble bar, que debía de formar parte del equipo original de la casa, estaba lleno de las mejores marcas; un hombre joven, que parecía menudo en comparación con la firme vivacidad de su padre, fue animado a ofrecer bebidas, entre una presentación y otra a los distintos invitados: un cuñado, la hermana de alguien, el amigo de otro; no estaba claro si todos ellos eran invitados o más o menos vivían en la casa. Motsamai pasó a su lengua materna para regañar, con tono de enfado, a varios jóvenes que estaban tendidos boca abajo sobre la alfombra, agitando las piernas con regocijo ante el grupo de pop que actuaba en la televisión, y no se habían levantado para saludar a los invitados.

La esposa y una hija -tantas presentaciones simultáneas- habían entrado con cuencos llenos de patatas fritas y cacahuetes. La esposa de Motsamai era una mujer de una belleza pasada de moda, de pecho amplio y cabello estirado y vuelto a rizar siguiendo la costumbre de las matronas europeas, pero la hija era alta y esbelta y, en ella, el antiguo y obligado énfasis que la naturaleza ponía en la fuente de alimentación, los pechos, se había atenuado conviniéndolos en algo insignificante bajo ropas anchas; llevaba los largos cabellos a lo rasta, recogidos como un perfil de Nefertiti, los sabios ojos de su padre emergían en una afirmación almendrada bajo unos párpados maquillados, y la delicada prominencia de la mandíbula señalaba rechazo a todo lo que habría determinado su vida en otros tiempos.

30
{"b":"95897","o":1}