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Mientras conducía de regreso al conjunto residencial, se sentía atormentada por lo que no había conseguido preguntarle. Por haber perdido una oportunidad que probablemente no se repetiría, no volvería a estar sola con él; una conexión que se había roto, pero que había llegado a establecerse brevemente, de manera irresistible, de eso no cabía duda. ¿Pensó él -no pensó- en las consecuencias? ¿Cómo podía no saber que estaría donde estaba ahora?

Quizá había tenido la intención de matarse, después de lo que había hecho. Nadie lo había pensado. Se tendió en la cama en la casita y esperó a que vinieran a buscarlo. La única resistencia era dormir o parecer dormido, como si no los hubiera oído cuando golpearon la puerta. ¿No pensó en lo que le sucedería a él? A ella. A Harald.

A la espera del juicio. Se ha retrasado la fecha.

Cuando Harald dice a su secretaria que no irá a trabajar esa tarde, en la compañía todo el mundo sabe que debe de ser el día de visita en la cárcel. Si su ausencia debe comentarse entre sus iguales -entre las formalidades rutinarias de las reuniones de la dirección está la lectura de las disculpas de los ausentes-, los rostros adoptan un aire solemne, como si observaran un respetuoso momento de silencio; las secretarias ante los ordenadores y los empleados ante los archivadores comentan que es una pena: nadie hace comentarios ofensivos sobre el señor Lindgard por el acto criminal de su hijo; expresan una mezcla de pesar y lamento contra lo injusto de que estas cosas puedan suceder a tan agradable caballero, a un mandarrias como él.

Harald y Claudia tenían amigos íntimos, antes. Aunque éstos están ansiosos por ser útiles, por prestar apoyo, no pueden hacerlo. Harald y Claudia saben que ahora tienen poco en común con ellos. Ella soporta con paciencia las llamadas telefónicas; sin necesidad de haberse puesto de acuerdo, ambos evitan las invitaciones, hechas con sincero cariño: esos pocos buenos amigos, sorprendidos y sinceramente preocupados por lo que ha sucedido, sienten que los excluyen de su responsabilidad en la vulnerabilidad humana, del instinto de agruparse para defenderse apiñándose en una especie de refugio construido entre todos, un sótano para otro tipo de guerra, contra las bombas de la existencia.

La única persona con la que tienen algo en común es el abogado Motsamai; Hamilton. Sin molestarse en pedirles permiso, ha empezado a tutearlos. En realidad, bastaba con que quisiera hacerlo: él tiene la autoridad, tiene autoridad sobre todo lo que incluye su situación. Motsamai, el desconocido procedente del otro lado de un pasado dividido. Están en la rosada palma de sus negras manos.

Los Lindgard no eran racistas, si por ello se entiende sentir repugnancia por la piel de otro color, creer o querer creer que cualquiera que no sea de tu mismo color, religión o nacionalidad es intelectual y moralmente inferior. Sin duda, Claudia encontraba pruebas de que la carne, la sangre y el sufrimiento son los mismos, bajo cualquier piel. Sin duda, Harald encontraba en la fe la prueba de que todos los seres humanos son criaturas de Dios, hechas a imagen de Cristo, sin que unas estén por encima de otras. Sin embargo, ninguno de los dos había formado parte de movimientos, había protestado, se había manifestado abiertamente, había alzado la voz en defensa de estas convicciones. Pensaban que no eran de esa clase de personas; como si se tratara de una determinación inmutable, como el grupo sanguíneo, y no de simple falta de valor.

El no arriesgó su posición en la empresa. Claudia trabajó en la consulta del hospital para restañar las heridas que abría el racismo; ella no arriesgó la piel con el contacto, fuera del íntimo trato profesional, con los hombres y mujeres negros que trataba, ni siquiera ofreciéndoles asilo cuando había deducido que eran activistas que huían de la policía, ni actuando como conducto entre revolucionarios, cosa que sus idas y venidas entre distintas comunidades habría hecho posible. Reconocía la necesidad de lo que esa gente llamaba la lucha, reconocía su coraje cuando leía en los periódicos noticias sobre sus acciones; pero se mantenía lejos de ellos fuera del hospital y las horas de consulta. Estaba centrada en su propia lucha contra la enfermedad y contra el daño que causaban otras personas; sin embargo, eran esas otras personas las que lanzaban gases lacrimógenos y echaban a los perros sobre los negros, los desalojaban de sus casas y los arrojaban a casuchas desde las que le traían ancianos muriendo de neumonía y niños que no crecían debido a la desnutrición. También se había mantenido alejada de estos otros.

Los domingos por la mañana, Harald la dejaba durmiendo y se iba a la catedral a comulgar. Estaba situada en el extremo oriental de la ciudad, ahí donde la zona comercial se mezclaba con los clubes de puertas cerradas donde se vendía droga y los hoteles de aire viciado que alquilaban habitaciones por horas. En la congregación no había nadie que lo pudiera reconocer con las comprensivas sonrisas de saludo que habría tenido que recibir en la iglesia de la parroquia de su zona residencial. Estaba solo con su Dios. No era asunto de Claudia. No era culpa de nadie, sino sólo suya, que no se diera cuenta, cuando se casaron, de que ella no podría cambiar nunca, de que era ignorante, con un analfabetismo congénito en esa dimensión de la vida en la que ahora podrían estar juntos ante una catástrofe imprevista. La congregación anónima contenía toda la gradación de color y rasgos. Señoras ancianas, blancas como el papel, venidas de hogares de jubilados; chicas adolescentes con ojos negros como la cáscara del mejillón y mejillas tersas y oscuras como bellotas; delgados hombres negros, perdidos dentro de ropas procedentes de centros de caridad; mujeres de pesados pechos vestidas de negro para ir a la iglesia; hombres jóvenes de la calle con cabezas afro como representaciones medievales del sol. Febo enmarcado por enmarañadas aureolas de cabello y barba. Se puso en la fila tras un hombre de la edad de su hijo cuyo aliento olía a la bebida de la noche anterior y que se rascaba el cuero cabelludo cubierto con fieltro. Cogió la hostia humedecida en vino, igual que ese otro hombre al que la creación había dado lo que, hasta hacía poco, era una desgracia, cuando la ley maldecía la mezcla de ambas pieles, el sufrimiento del negro y la apostasía del blanco.

La religión de Harald lo protegía del pecado de la discriminación. Era cierto que nunca había hecho nada para cuestionar a los que discriminaban; por lo menos, hasta que la ley cambió la sociedad haciendo que eso fuera seguro y legal para él. Había dedicado todos esos años, tal como dice la frase de encomio de la empresa privada, «a ascender en la escala profesional», había aceptado sin preguntas que no podían concederse créditos hipotecarios a los negros; no podían hacer frente a los pagos. Un riesgo excesivo. Así eran las cosas. El gobierno del momento debía darles casa: de modo que votó contra ese gobierno porque no cumplía con su obligación. Hasta ahí llegaba su responsabilidad. Ahora, las nuevas leyes estaban corrigiendo muchos de los factores que habían hecho de la pobreza la condición de los negros, de la misma manera que lo era el color de su piel. Él se contaba entre los que no iniciaron el proceso, pero pudo reaccionar; era un personaje destacado entre los miembros de las compañías de seguros y las financieras que trabajaban con bancos; éstos se encontraban bajo una obligación similar de aceptar el riesgo de poner un techo sobre las cabezas de unas personas cuya única garantía era la necesidad. Le producía cierta satisfacción pensar que podía ser útil para mejorar la vida de su prójimo, aunque no hubiera sido capaz de seguir las enseñanzas de Cristo en lo que respecta a la destrucción de los templos de su sufrimiento. Formaba parte de una comisión integrada por representantes del nuevo Gobierno y del mundo de las finanzas. Entre sus miembros había negros y blancos, naturalmente; ahora compartían el riesgo. Por lo menos, en el caso de que nada más los uniera, coincidían en su filosofía de los negocios.

En cambio, con Motsamai es muy diferente. Hamilton.

Los amos llamaban a los criados por su nombre de pila y, ahora, todo el mundo sabe que era algo intrínsecamente despectivo. No obstante, esta utilización del nombre de pila de un hombre negro no es un signo de igualdad, eso no basta, sino señal de aceptación, de que él te da permiso para que accedas a su poder sin sentirte intimidado. Una vez comprendido el vocabulario adecuado y las referencias comunes, han dado por hecho la igualdad entre ellos y la relación ha llegado a un equilibrio cómodo, pero todavía es sensible a los ecos del pasado: les asusta saber que están en sus manos. Hamilton. Todo lo que existe, en los silencios entre Harald y Claudia, es el hecho de la vida de su hijo. Cualquier otra circunstancia de la existencia es mecánica (excepto en lo que respecta a las oraciones de Harald; al resentimiento escéptico que siente Claudia cuando advierte que está rezando). Debido a los viejos condicionamientos, al fantasma que surge de algún lado, tienen la sensación de que la posición que se estableció en los primeros días de su existencia se ha invertido: uno de esos marginados desconocidos procedentes del Otro Lado ha pasado al suyo y dependen de él. El hombre negro actuará, hablará en su lugar. Y son ellos quienes se han convertido en los que no pueden hablar, actuar por sí mismos.

La relación entre el abogado y sus clientes no se parece a ninguna relación profesional que Harald haya conocido, si bien el mejor abogado disponible está muy bien pagado por sus servicios. Claudia debería entenderlo mejor; ha de ser parecida a la que existe entre un paciente y un médico cuando a aquél lo amenaza algún tipo de invalidez. En cambio, se quedó consternada ante la sugerencia del abogado de que Harald y ella fueran a su casa: para hablar con tranquilidad, le repitió Harald.

No podía contarle lo que le había dicho Hamilton.

– Me parece que la doctora Lindgard, Claudia, y yo, todavía no nos llevamos del todo bien. Mira, no veo que confíe en lo que estamos haciendo los abogados. Ejeee… Sí. Quiero que me conozca fuera de aquí, esta habitación le recuerda lo que le está sucediendo a Duncan, este sitio huele a tribunal, ¿verdad? ¿Neee…? Quiero hablar con ella relajadamente, conseguir que me diga el tipo de cosas que las mujeres saben sobre sus hijos y que nosotros no sabemos, amigo mío… Lo veo con mis chicos. Corren hacia su madre. Nosotros, los hombres, nos llevamos el trabajo a casa en la cabeza, incluso cuando no lo llevamos en la cartera; no parecemos tan comprensivos, ya me entiendes. Cualquier trauma infantil me es útil en este tipo de defensa, en la que no se trata de demostrar la inocencia en un crimen, no tenemos opción, sino de demostrar por qué el acusado fue empujado más allá de lo que podía soportar. Sí. Hasta cometer un acto contrario a su naturaleza. Ejeee… Cualquier cosa. Cualquier cosa que recuerde la madre que pueda respaldar, por decirlo así, que el acusado posee un carácter afectuoso y leal. Cualquier cosa que demuestre hasta qué punto le ha hecho daño esa mujer llamada Natalie. Cómo ella traicionó estos atributos y destruyó deliberadamente los controles naturales de su conducta: ¡piensa en la escena del sofá! ¡Pero bueno, es que ni siquiera se fueron a una habitación! Ella sabía que podía entrar cualquiera y ver lo que era capaz de hacer; sabía, estoy convencido, que él podía volver a buscarla ¡y encontrarse con aquello!

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