Él se daba cuenta de que él y ella pensaban en esas cosas como algo que sucede al autor del crimen, no a la víctima: como si el motivo, la voluntad, viniera del exterior. Pero venía de dentro. «El hombre es como desea ser, ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.»
Claudia fue sola a la cárcel. Harald asistía como delegado a una conferencia de banqueros y agentes de seguros convocada por el Ministro de Desarrollo Económico; no podía seguir subordinando su agenda a los susurros de su mente: sin el desempeño de las ocupaciones normales, la vida no podía mantenerse, ni siquiera materialmente. El abogado Hamilton Motsamai, el desconocido al que estaba unido en los procesos de la ley, costaría seis mil rands diarios cuando estuviera ante el tribunal y la mitad durante el tiempo que trabajara en el caso en su bufete.
Claudia dudaba sobre qué debía ponerse; como si, sin Harald, se produjera una concentración en su presencia por la que sus ropas revelaran una actitud -hacia su hijo-, su actitud. En invierno, llevaba pantalones, blusa y jersey bajo la bata blanca de los días laborables; en verano, una falda de algodón con lo que estuviera en las tiendas ese año, le gustaba seguir la moda, en tanto que su profesión era tan vieja como la historia humana. La persona dedicada a curar no tiene por qué carecer de estilo; los antiguos, como los sangomas y los chamanes de ahora, llevaban cuentas y plumas. Si iba a la cárcel en ropa de trabajo, en cierto sentido sería un disfraz; esa mañana no estaría en la consulta. Si se ponía el tipo de traje que llevaba cuando asistía a algún congreso (igual que Harald llevaba un traje negro para su conferencia) o iba a un restaurante con Harald, invitados por alguno de los colegas de éste, parecería dar muestras de un excesivo respeto hacia la autoridad del lúgubre lugar que retenía a su hijo. Si llevaba los téjanos de sus fines de semana de descanso (un eufemismo, su busca de médico podía hacer que los pacientes la reclamaran a cualquier hora del día o la noche), podría parecer un torpe recordatorio de que fuera de allí, más allá de los muros y puestos de vigilancia con vigilantes armados, la gente caminaba sobre la hierba y bajo los árboles, las aves del paraíso en flor colgaban sobre la terraza del adosado donde sus padres se sentaban en verano, el hombre llamado Petrus Ntuli estaba regando el macizo de helechos. Al final, se vistió sin darle mayor importancia, sólo para gustarle. Para ser el tipo de madre que él querría; sin representar los convencionalismos sentenciosos de la generación de sus padres ni intentando proyectarse en la suya, llegar hasta él intentando parecer más joven, ya que ella sabía que, en ocasiones, se aprovechaba de modo poco prudente del hecho de no aparentar los cuarenta y siete años que tenía para escoger ropa destinada a mujeres más jóvenes. Lo que llevaba debía confirmar: suceda lo que suceda, hagas lo que hagas, siempre puedes venir a mí.
Duncan no hizo ningún comentario sobre la ausencia de Harald; como si la esperara a ella. Claudia fue quien mencionó la circunstancia de que su padre se había visto obligado a asistir a la invitación de un ministerio. Te envía un abrazo. Era la línea garrapateada en último momento al final de una carta, aunque nadie hubiera pedido que se enviara el supuesto mensaje.
Él dijo que había oído algo sobre la conferencia, por la radio. Esta tenue conexión le pareció un poco desconcertante, como si alguien encerrado en una nave espacial recibiera una débil voz procedente de la tierra. No podía imaginarse cómo alguien podría estar sentado -no, no habría ninguna silla en una celda-, tendido sobre un colchón en el suelo y escuchar a los vivos en su rutina diaria. Fuera.
No se había dado cuenta, en las visitas previas a la cárcel, que Duncan abría y cerraba los párpados, lentamente, mientras los demás -ella y Harald- le hablaban. No era exactamente un parpadeo. Era un movimiento de abanico paciente, distante, estoico. Nos escucha atentamente, hasta el final. Claudia lo observaba con mayor atención y claridad que en las ocasiones precedentes. Cuando Harald estaba allí, ella y Harald tenían unos sensores invisibles extendidos entre ambos, como los pelos tiesos de algunos animales para captar los impulsos de otros hacia ellos, y eso hacía que no observaran a su hijo. Estaban tensos ante las posibles reacciones del otro hacia Duncan; había interferencias en la recepción de las señales procedentes del hijo.
Harald no estaba allí; tras varias visitas, como Motsamai había dicho, la presencia del vigilante era como la de la madera de la mesa marcada con cicatrices. Sobre ésta, Claudia, de repente, fue capaz de coger las manos de Duncan entre las suyas. Siempre había admirado sus manos, tan distintas de las suyas, con sus nudillos prominentes y la piel lavada de los médicos y las lavanderas; cuando él era un niño pequeño, ella le separaba los dedos, los largos pulgares, y se los enseñaba a Harald, mira, tiene tus manos (y reía orgullosa), me aseguré de que no tuviera las mías. Claudia les dio la vuelta, la palma hacia arriba, con el mismo gesto que antes, pero él las apartó y cerró los puños sobre la mesa, echando la cabeza hacia atrás.
Claudia se horrorizó ante la posibilidad de que él hubiera pensado que aquel gesto estaba destinado a recordarle lo que había hecho con aquellas manos. Allí, en ese lugar, no podía explicarle que era uno de esos recuerdos femeninos, sentimentales, indulgentes, que la progenie adulta considera, con razón, una atadura inoportuna y un fastidio. Era el momento de levantarse y salir de una habitación. Pero aquella habitación no era como las otras. Si salías, no podías volver a entrar. No podías volver hasta el siguiente día de visita. Esto no es casa, donde más tarde puedes encontrar alguna explicación para un malentendido.
Lo irreparable hizo que se comportara de modo temerario.
– Le has dicho que eres culpable. Al abogado. No puedo creerte.
– Ya sé que no puedes. -Mueve la cabeza de un lado a otro, un lado a otro, midiendo las cuatro paredes, encerrándose en las paredes de la sala de visitas de los presos. Ella no ha visto nunca la celda donde está preso, pero él lleva sus dimensiones consigo.
– ¿Quieres que te crea?
– Algunas veces. Pero sé que es imposible. Otras veces no pienso en ello, porque lo aceptes o no…
Algo terrible ocurrió. No puede recordarle la carta que él escribió hace tanto tiempo y la promesa que ella -¿su padre?-, que ellos le hicieron.
– ¿No sería mejor que intentaras contarme algo ahora, en lugar de que Harald y yo lo oigamos, oigamos cosas, cuando tengas que contestar ante el tribunal? -Él sigue moviendo la cabeza y Claudia no lo puede soportar-. Ahora puedo decirte, te lo digo ahora, que no importa lo que haya sucedido, lo que hayas hecho, puedes acudir a nosotros.
Él la miró fijamente y una profunda tristeza inundó su semblante cambiando su expresión ante los ojos de Claudia, la nariz se afiló entre los surcos que cortaban las mejillas a ambos lados, hasta la boca. Mejor no me pidas nada, madre mía.
Duncan no necesitaba decirlo.
Despacio, con cuidado, ella le cogió de nuevo una de las manos.
– Recuérdalo, mientras estés encerrado aquí. Constantemente.
Él no retiró la mano.
– Puedes imaginar todo lo que queremos preguntarte. Harald y yo. -Evitó referirse a él como «tu padre»; cualquier recuerdo de esa identidad, con sus connotaciones autoritarias, llenas de juicios morales (Harald con Nuestro Padre que estás en los cielos) podía destruir aquel frágil contacto-. ¿Puedo decir algo sobre la chica?
– Natalie.
Más que apuntarle el nombre, lo afirmó. Como si dijera: ése es el nombre que la representa; y qué tiene que ver eso con lo que es.
– No tuve la sensación de que tu relación con ella fuera especialmente seria, me refiero a las pocas veces en que la vi contigo. Y puedo decirte que no me cayó muy bien. Pero, probablemente, ya lo viste. Mamá siendo cuidadosamente amable cuando, en realidad, no le gusta nada. Naturalmente. -Una leve sonrisa indica que la tensión entre ambos se relaja-. Me parecía que la otra, la anterior, se acercaba más al tipo de mujer adecuado para vivir contigo. Esta, la observé sin que lo notara y me di cuenta de que tenía los modales infantiloides de muchas mujeres promiscuas. Son cazadoras, ¿cómo lo diría? Depredadoras que parecen presas. Veo a muchas de ésas en mi trabajo, negras y blancas, todas tienen los mismos modales. No la desapruebo por lo de la promiscuidad, ya lo sabes. Mi única objeción se basaría en lo que ésta puede provocar en los cuerpos que tengo que tratar. Siempre he supuesto que has tenido muchas experiencias. Cuando Harald y yo éramos jóvenes, sólo había enfermedades que podían curarse con unas pocas inyecciones. Ahora existe una que no puedo curar con nada. Me traen crios a la consulta del hospital que han empezado a morir de ella en el mismo momento en que han nacido. Pero pensaba… bueno, supongo que todas las personas de clase media como Harald y yo tenemos esta idea clasista… Pensaba que te mezclarías con mujeres tan…, bueno, tan escrupulosas como tú. Cuidadosas con sus parejas. No fue la promiscuidad lo que me cayó mal, sino los modales, el disfraz, el aire infantil. Según mi experiencia, debajo hay algo muy distinto. Y debo decirte algo más. Harald la vio en el bufete de Motsamai y su personalidad salió a la luz. Y no era nada infantil.
– Qué quieres saber de ella.
– Cualquier cosa que me digas.
– Natalie tuvo un crío, no mío, y lo dio en adopción en cuanto nació; cuando intentó recuperarlo, fracasó y tuvo una crisis nerviosa. Entonces fue cuando yo la conocí. Se recuperó, estaba llena de alegría de vivir, de regreso a la vida. Vino a vivir conmigo a la casita. Tiene una energía que no puede contener, ni siquiera querría intentarlo.
– ¿Lo sabías?
– Supongo que sí. Lo sabía y no lo sabía. Pero si preguntas sobre ella, también tendrás que preguntar sobre mí.
El vigilante se movió como un perro guardián dormido. Nerviosa, alzó la mano para mirar la hora. ¿Había tiempo? ¿Había habido tiempo alguna vez para esto? Los años habían pasado y los habían separado, la sangre no cuenta para nada.
– Le dijiste al abogado que eras culpable.
– ¿Podrías traerme más libros? Pídeselos a Harald. No hace falta que esperéis a la semana que viene, podéis dejarlos en la oficina del comisario.
Pero la abrazó, a través de la mesa, ella se llevó en su mejilla el roce de lo que debía de ser la barba de varios días; encerrado allí, hacía lo que hacen los hombres para cambiar la imagen de sí mismos: se dejaba crecer la barba. No habría espejos en una cárcel, los fragmentos de cristal son un arma, pero podía alzar la mano y palpar la imagen.