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Un día, mientras daba una vuelta por la habitación, oí un crujido. Se me había roto un dedo del pie. Pensé que el sonido era algo interno de mi cuerpo, pero fue tan fuerte que lo oyeron todas las que estaban allí. Mi madre me clavó la mirada.

– ¡Muévete! -dijo-. ¡Por fin adelantamos algo!

Seguí caminando, pese a que me temblaba todo el cuerpo. Al anochecer ya se me habían roto los ocho dedos que tenían que romperse, pero seguían obligándome a andar. Notaba los dedos quebrados con cada paso que daba, porque bailaban dentro de los zapatos. El espacio recién creado donde antes había habido una articulación se había convertido en un gelatinoso infinito de tortura. El frío del invierno no había empezado a anestesiar las atroces sensaciones que atenazaban mi cuerpo. Aun así mi madre no estaba satisfecha con mi docilidad. Aquella noche, mandó a Hermano Mayor traer un junco cortado de la orilla del río. Durante los dos días siguientes me golpeó con él en la parte posterior de las piernas para que no parara. El día que me cambiaron los vendajes, sumergí los pies en el agua como de costumbre, pero esa vez el masaje para dar forma a los huesos fue más espantoso que nunca. Mi madre tiró de mis dedos rotos y los dobló hasta pegarlos por completo a la planta de los pies. En ningún otro momento percibí tan claramente el amor de mi madre.

– Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida -repetía una y otra vez para inculcármelo bien-. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú obtendrás la recompensa.

Los dedos de Luna Hermosa se rompieron unos días más tarde, pero los huesos de Hermana Tercera no se quebraban. Mi madre envió a Hermano Mayor a recoger piedrecitas para envolverlas contra aquellos dedos rebeldes a fin de aplicar más presión. Ya he dicho que mi hermana pequeña se resistía desde el principio, pero tras aquella medida sus gritos se hicieron aún más desgarradores, aunque pareciera imposible. Luna Hermosa y yo pensábamos que su reacción era una manera de pedir que le prestaran más atención. Al fin y al cabo, mi madre dedicaba casi todos sus esfuerzos a mí. Cuando nos quitaban las vendas, veíamos diferencias entre nuestros pies y los de Hermana Tercera. Sí, a través de nuestros vendajes se filtraba sangre y pus, lo cual era normal, pero los fluidos que supuraba el cuerpo de mi hermana pequeña habían adquirido un olor distinto. Además, mientras mi piel y la de Luna Hermosa se habían puesto mustias hasta adoptar la palidez de los muertos, la de Hermana Tercera tenía un rosa intenso, como de flor.

La señora Wang volvió a visitarnos. Examinó el trabajo hecho por mi madre y nos recomendó algunas hierbas que podíamos tomar en infusión para calmar el dolor. Yo no probé el amargo brebaje hasta que empezó a nevar todos los días y se me rompieron los huesos del empeine. Estaba aturdida por el dolor y el efecto de las hierbas, pero me di cuenta de que a Hermana Tercera le ocurría algo extraño. Le ardía la piel, tenía los ojos brillantes y deliraba, y su redondeado rostro adelgazó y empezó a mostrar ángulos afilados. Cuando mi madre y mi tía bajaron a preparar la comida, Hermana Mayor se compadeció de su afligida hermana y le permitió tumbarse en una cama. Luna Hermosa y yo dejamos de pasearnos por la habitación. Como temíamos que nos sorprendieran sentadas, nos quedamos de pie junto a Hermana Tercera. Hermana Mayor le frotaba las piernas para proporcionarle algo de alivio, pero estábamos en lo más crudo del invierno y todas llevábamos puestas nuestras prendas más gruesas. Con nuestra ayuda, Hermana Mayor enrolló hasta la rodilla la pernera del pantalón de Hermana Tercera para masajearle la pantorrilla. Fue entonces cuando vimos las terribles vetas rojas que salían de debajo de las vendas, ascendían por la pierna y desaparecían debajo de los pantalones. Nos miramos un momento y nos apresuramos a examinar la otra pierna. Allí también encontramos las mismas vetas rojas.

Hermana Mayor fue a buscar a mi madre. Para explicar lo que había descubierto tendría que confesar que había incumplido sus obligaciones, así que mi prima y yo supusimos que pronto oiríamos la bofetada que mi madre le daría, pero nos equivocamos. Mi madre y mi tía subieron por la escalera a toda prisa, se detuvieron en el rellano y contemplaron la escena: Hermana Tercera tenía las delgadas piernas al descubierto y miraba el techo; mi prima y yo esperábamos dócilmente nuestro castigo, y mi abuela dormía bajo sus colchas. Tras echar un rápido vistazo, mi tía bajó a hervir agua.

Mi madre fue hasta la cama. No llevaba el bastón, de modo que cruzó la habitación agitando los brazos, como un pájaro con las alas rotas, impedida de ayudar a su hija. En cuanto mi tía regresó, mi madre empezó a retirar las vendas. Un olor repugnante se extendió por la habitación. A mi tía le dieron arcadas. Pese a que estaba nevando, Hermana Mayor arrancó el papel de arroz que cubría las ventanas para que saliera el hedor. Los pies de Hermana Tercera quedaron por fin al descubierto. El pus verde oscuro y la sangre coagulada formaban una especie de barro fétido. La ayudaron a incorporarse y le metieron los pies, ya sin vendas, en un cubo de agua hirviendo. Mi hermana estaba tan ida que ni siquiera chilló.

Los gritos que Hermana Tercera había proferido en las semanas anteriores adquirieron un nuevo significado. ¿Sabía desde el primer día que iba a pasarle algo malo? ¿Por eso había opuesto tanta resistencia? ¿Acaso mi madre, con las prisas, había cometido algún terrible error? ¿La infección de mi hermana se debía a que se le habían formado arrugas en las vendas? ¿Estaba débil por culpa de una mala alimentación, como la señora Wang aseguraba que era mi caso? ¿Qué había hecho en su vida anterior para merecer semejante castigo?

Mi madre le frotaba los pies para mitigar la infección. De pronto Hermana Tercera se desmayó. El agua se había vuelto turbia con las nocivas secreciones. Mi madre sacó del cubo aquellos pies destrozados y los secó con cuidado.

– Madre -dijo a su suegra-, tú tienes más experiencia que yo. Ayúdame, por favor.

Mi abuela, que seguía arrebujada bajo las colchas, ni siquiera se movió. Mi madre y mi tía no se ponían de acuerdo en qué hacer a continuación.

– Deberíamos dejarle los pies al aire -propuso mi madre.

– Eso es lo peor que podríamos hacer -replicó mi tía-. Ya se le han roto varios huesos. Si no le vendas los pies, nunca le soldarán bien. Quedará lisiada y no podrá casarse.

– Prefiero que siga en este mundo, aunque no se case, a perderla para siempre.

– Entonces no tendrá ningún valor ni objetivo en la vida -razonó mi tía-. Tu amor maternal debería decirte que ése no es futuro para una hija.

Mientras discutían, Hermana Tercera permanecía inmóvil. Le frotaron los pies con alumbre y volvieron a vendárselos.

Al día siguiente seguía nevando y mi hermana había empeorado. Aunque no éramos ricos, mi padre salió en plena tormenta y volvió con el médico del pueblo, que miró a Hermana Tercera y meneó la cabeza. Era la primera vez que yo veía aquel gesto, que significa que no podemos impedir que el alma de un ser querido se marche al mundo de los espíritus. Estamos indefensos ante los designios del más allá. El médico se ofreció a preparar una cataplasma y una infusión, pero era un hombre bueno y sincero. Entendía la situación en que nos encontrábamos.

– Eso es lo único que puedo hacer por vuestra hijita -dijo a mi padre-, pero sería gastar el dinero en una causa perdida.

Sin embargo, aquélla no fue la única mala noticia del día. Mientras hacíamos las reverencias de rigor ante el médico, éste miró alrededor y vio a mi abuela bajo las colchas. Se acercó a ella, le tocó la frente y escuchó los latidos secretos que medían su chi. Luego miró a mi padre y dijo:

– Tu honorable madre está muy enferma. ¿Por qué no me lo has dicho?

¿Cómo podía mi padre contestar a la pregunta sin quedar mal ante el médico? Era un buen hijo, pero también un hombre, y aquel asunto pertenecía al reino interior de las mujeres. Con todo, el bienestar de mi abuela era el más importante de sus deberes filiales. Mientras estaba abajo fumando en pipa con su hermano y esperando a que terminara el invierno, en el piso de arriba dos personas habían caído bajo el hechizo de los fantasmas.

Una vez más, la familia al completo se dedicó a hacer cabalas. ¿Habían consagrado demasiado tiempo a unas niñas inútiles y dejado que enfermara la única mujer de valor y estima de la casa? ¿Había derrochado mi abuela sus últimos pasos dando vueltas por la habitación con Hermana Tercera? ¿Había interrumpido mi abuela, cansada de los gritos de Hermana Tercera, su emisión de chi para no oír aquel fastidioso ruido? ¿Acaso a los fantasmas que habían ido a cazar a Hermana Tercera les había tentado la posibilidad de llevarse otra víctima?

Durante las últimas semanas sólo habíamos prestado atención a Hermana Tercera, pero a partir de entonces nos volcamos en mi abuela. Mi padre y mi tío únicamente se apartaban de su lado para fumar, comer o hacer sus necesidades. Mi tía se encargaba de las tareas domésticas: preparaba las comidas, lavaba y nos atendía a todos. Nunca vi dormir a mi madre. Como primera nuera, tenía dos objetivos en la vida: engendrar hijos que mantuvieran a la familia y cuidar de la madre de su esposo. Debería haberse preocupado más por la salud de mi abuela, pero había dejado que una ambición propia de los hombres penetrara en su mente al trasladar sus afanes hacia mí y mi afortunado futuro. Con la férrea determinación nacida de su anterior negligencia, realizaba todos los rituales prescritos: presentaba ofrendas especiales a los dioses y a nuestros antepasados, rezaba, cantaba e incluso preparaba sopa con su propia sangre para restituir la energía vital de mi abuela.

Como todos estaban ocupados con mi abuela, a Luna Hermosa y a mí nos encargaron que vigiláramos a Hermana Tercera. Sólo teníamos siete años y no sabíamos qué decir o hacer para consolarla. Su sufrimiento era tremendo, pero no era el peor que yo tendría ocasión de presenciar en el futuro. Mi hermana murió al cabo de cuatro días, tras soportar un tormento y un dolor injustos para una criatura de tan tierna edad. Mi abuela falleció un día después. Nadie la vio sufrir. Se fue enroscando y haciéndose cada vez más pequeña, como una oruga bajo un manto de hojas secas en otoño.

La tierra estaba demasiado dura para cavar una tumba. Las dos hermanas de juramento que le quedaban a mi abuela se ocuparon de ella, entonaron los cantos de duelo, envolvieron su cuerpo en muselina y la vistieron para la vida en el más allá. Era una anciana que había vivido una larga existencia, de modo que su atuendo para la eternidad tenía muchas capas. Hermana Tercera sólo contaba seis años. Su vida había sido tan corta que no había tenido mucha ropa con que calentarse ni muchos amigos con que encontrarse en el más allá. Llevaba puestos su traje de verano y su traje de invierno, y hasta esas prendas las había heredado de Hermana Mayor y de mí. Mi abuela y Hermana Tercera pasaron el resto del invierno bajo un sudario de nieve.

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