Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Por la forma del paquete supe de inmediato qué era, pero no me explicaba por qué me había enviado el abanico en lugar de traérmelo personalmente. Me lo llevé arriba y esperé hasta que mis cuñadas salieron juntas a repartir pastelillos de luna entre nuestras vecinas. Les pedí que se llevaran a mi hija, que pronto no podría salir a corretear por ahí, y me senté en una silla junto a la celosía. Una débil luz se filtraba por ella y proyectaba un dibujo de hojas y enredaderas sobre mi mesa de trabajo. Me quedé largo rato contemplando el paquete; intuía que aquello no era un buen presagio. Al final abrí un extremo del envoltorio de seda verde y luego el otro, hasta que nuestro abanico quedó a la vista. Lo cogí y lo desplegué poco a poco. Junto a los caracteres que habíamos escrito con hollín la noche antes de nuestro descenso de las montañas, vi una nueva columna de caracteres.

«Tengo demasiados problemas», había escrito Flor de Nieve. Su caligrafía siempre había sido más pulcra que la mía; sus líneas como patas de mosquito eran tan finas y delicadas que los extremos se afilaban hasta desaparecer. «No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy. Escríbeme, no para consolarme como hasta ahora, sino para recordar los felices días de infancia que pasamos juntas.»

Nada más.

Sentí como si me hubieran traspasado con una espada. Mi estómago dio una sacudida y luego se contrajo hasta formar una dura pelota. ¿Amarla? ¿Cómo podía ser que estuviera hablando del amor de unas hermanas de juramento en nuestro abanico secreto? Releí las líneas, aturdida y confusa. «Tres hermanas de juramento han prometido amarme…» Flor de Nieve y yo éramos laotong y nuestra unión era lo bastante fuerte para superar grandes distancias y largas separaciones. Se suponía que el lazo que nos unía era más importante que el matrimonio con un hombre. Habíamos jurado ser sinceras y fieles hasta que la muerte nos separara. Que ella incumpliese sus promesas a cambio de una nueva relación con tres hermanas de juramento me dolía como ninguna otra cosa habría logrado hacerlo. No podía creer que estuviera insinuando que podíamos seguir siendo amigas y escribiéndonos. Para mí ese mensaje era diez mil veces más humillante que si mi esposo hubiera entrado en mi casa y hubiera anunciado que acababa de traer a su primera concubina. Además, yo había tenido la oportunidad de entrar a formar parte de una hermandad de mujeres casadas y había renunciado a ella. Mi suegra me había presionado mucho, pero yo había conspirado para mantener a Flor de Nieve en mi vida. Y de pronto me abandonaba. Por lo visto, aquella mujer por la que yo sentía verdadero amor, a la que valoraba y con la que me había comprometido de por vida, no me quería como yo a ella.

Cuando creía que mi desgracia no podía ser mayor, me di cuenta de que las tres hermanas de juramento de que hablaba Flor de Nieve tenían que ser las mujeres de su pueblo que habíamos conocido en las montañas. Recordé todo cuanto había sucedido el invierno anterior. ¿Se habían confabulado para robarme a mi laotong la primera noche, cuando se pusieron a cantar? ¿Se había sentido Flor de Nieve atraída por ellas, como un esposo por nuevas concubinas más jóvenes, más hermosas y más adorables que una esposa fiel? ¿Eran las camas de esas mujeres más cálidas, sus cuerpos más firmes, sus cuentos más originales? ¿Acaso ella contemplaba sus rostros y no veía en ellos expectativas ni responsabilidades?

Jamás había sentido un dolor parecido: intenso, desgarrador, insoportable, mucho peor que los dolores de parto. Entonces algo cambió dentro de mí. Empecé a reaccionar no como la niña pequeña que se había enamorado de Flor de Nieve, sino como la señora Lu, la mujer que creía que las reglas y convenciones podían proporcionar la paz mental. Me resultaba más fácil empezar a enumerar los defectos de Flor de Nieve que enfrentarme a las emociones que estaban surgiendo en mi interior.

El amor siempre me había hecho mostrarme indulgente con ella, pero cuando empecé a concentrarme en sus debilidades surgió toda una trama de engaños, falsedades y traiciones. Pensé en todas las veces que me había mentido: acerca de su familia, de su vida de casada, incluso de las palizas. No sólo no había sido unalaotong fiel, sino que ni siquiera había sido una buena amiga. Una amiga habría sido sincera y franca conmigo. Por si fuera poco, dejé que se apoderaran de mí los recuerdos de las últimas semanas. Flor de Nieve se había aprovechado de mi dinero y de mi posición para conseguir ropa, alimentos y una mejor situación para su hija, al tiempo que rechazaba mi ayuda y mis consejos. Me sentí engañada y necia.

Entonces ocurrió algo muy extraño. Surgió en mi mente la imagen de mi madre. Recordé que de niña yo siempre había anhelado que me expresara su amor. Creía que si yo hacía todo cuanto ella me ordenaba durante el vendado de mis pies me ganaría su afecto. Creía que lo había logrado, pero ella no sentía nada por mí. Igual que Flor de Nieve, mi madre sólo había perseguido sus propios intereses. Mi primera reacción ante sus mentiras y falta de consideración hacia mí había sido la rabia, y nunca la había perdonado, pero con el tiempo me había alejado cada vez más de ella, hasta que dejó de tener poder emocional sobre mí. Si quería proteger mi corazón, tendría que hacer lo mismo con Flor de Nieve. No podía permitir que nadie sospechara que me moría de angustia porque ella ya no me amara. Además, tenía que ocultar mi ira y mi desasosiego porque ésas no eran emociones propias de una mujer de mi categoría.

Cerré el abanico y lo guardé. Flor de Nieve me había pedido que le contestara. Pasó una semana. No inicié el vendado de los pies de mi hija en la fecha que habíamos acordado. Pasó otra semana. Loto volvió a presentarse ante mi puerta, esta vez con una carta que Yonggang me llevó a la habitación de arriba. Desdoblé el papel y me quedé mirando los caracteres. Aquellos trazos siempre habían parecido caricias. Esa vez los leí como si fueran cuchilladas.

¿Por qué no me has escrito? ¿Estás enferma, o ha vuelto a sonreírte la buena suerte? Empecé a vendar los pies a mi hija el vigésimo cuarto día, el mismo día que empezaron a vendárnoslos a nosotras. ¿Empezaste tú también a vendar a tu hija ese día? Miro por mi celosía hacia la tuya. Mi corazón vuela hacia ti, cantando y deseándoles felicidad a nuestras hijas.

Leí la carta una vez y luego acerqué una esquina del papel a la llama de la lámpara de aceite. Observé cómo los bordes se enroscaban y cómo las palabras se convertían en humo. En los días siguientes, mientras el tiempo era cada vez más frío y empezaba con el vendado de mi hija, recibí otras cartas. También las quemé.

Yo tenía treinta y tres años. Podría considerarme afortunada si vivía otros siete. No soportaba la desagradable sensación que notaba en el estómago ni un minuto más, menos aún un año. Estaba muy atormentada, pero recurrí a la misma disciplina que me había ayudado a superar el vendado de los pies, la epidemia y el invierno en las montañas. Empecé a Arrancar la Enfermedad de mi Corazón. Cada vez que un recuerdo aparecía en mi mente, pintaba sobre él con tinta negra. Si mi mirada se detenía sobre algún recuerdo, lo apartaba de mi memoria cerrando los ojos. Si el recuerdo llegaba a mí en forma de aroma, acercaba la nariz a los pétalos de una flor, echaba más ajo de la cuenta en el wok o evocaba el olor a muerte que nos rodeaba en las montañas. Si el recuerdo me rozaba la piel -en forma de una caricia de mi hija, del aliento de mi esposo en mi oreja por la noche o del roce de la brisa en mis pechos cuando me bañaba-, me rascaba, me frotaba o me golpeaba para alejarlo de mí. Era implacable como el campesino después de la cosecha, que arranca cada resto de lo que la pasada temporada había sido su más preciado cultivo. Intentaba vaciar por completo mi mente, consciente de que ésa era la única forma de proteger mi herido corazón.

Como los recuerdos del amor de Flor de Nieve seguían atormentándome, construí una torre de flores como la que habíamos levantado para protegernos del fantasma de Luna Hermosa. Tenía que exorcizar a ese otro fantasma para impedir que entrara en mi mente y me atormentara con promesas rotas de amor verdadero. Vacié mis cestos, baúles, cajones y estantes y saqué todos los regalos que Flor de Nieve me había hecho a lo largo de los años. Busqué todas las cartas que me había escrito desde que nos conocíamos. Me costó trabajo buscarlo todo. No encontré nuestro abanico. Tampoco encontré… Bueno, digamos que faltaban muchas cosas. Puse todo lo que encontré en la torre de flores y a continuación redacté una carta:

Tú, que antes conocías mi corazón, ya no sabes nada de mí.

Quemo todas tus palabras y confío en que desaparezcan entre las nubes. Tú, que me traicionaste y me abandonaste, has salido para siempre de mi corazón. Por favor, déjame tranquila.

Doblé el papel y lo deslicé por la diminuta celosía de la habitación de arriba de la torre de flores. Entonces prendí fuego a la base, añadiendo aceite cuando era necesario para que ardieran todos los pañuelos, los tejidos y los bordados.

Sin embargo, Flor de Nieve seguía atormentándome. Cuando vendaba los pies a mi hija, era como si ella estuviera conmigo en la habitación, con una mano en mi hombro, susurrándome al oído: «Asegúrate de que no se forman pliegues en las vendas. Demuéstrale a tu hija tu amor maternal.» Yo cantaba para no oír sus palabras. Por la noche notaba a veces su mano sobre mi mejilla y no podía conciliar el sueño. Me quedaba despierta, furiosa conmigo misma y con ella, pensando: «Te odio, te odio, te odio. No cumpliste tu promesa de ser sincera. Me traicionaste.»

Hubo dos personas que pagaron las consecuencias de mi sufrimiento. Me avergüenza admitirlo, pero la primera fue mi hija. Y la segunda, lamento decirlo, fue la anciana señora Wang. Mi amor maternal era muy intenso y no podéis imaginar el cuidado que tenía cuando vendaba los pies a mi hija, recordando no sólo lo que le había pasado a Hermana Tercera, sino también las lecciones que me había inculcado mi suegra sobre cómo tenía que hacer ese trabajo para reducir el peligro de infecciones y deformidades que podían acarrear incluso la muerte. Sin embargo, también trasladé de mi cuerpo a los pies de mi hija el dolor que sentía por lo que me había hecho Flor de Nieve. ¿Acaso no eran mis lotos dorados el origen de todas mis penas y de todos mis logros?

Aunque mi hija tenía unos huesos blandos y un carácter dócil, lloraba desconsoladamente. Yo no soportaba oír sus sollozos, aunque no habíamos hecho más que empezar. Cogía mis sentimientos y los controlaba, y obligaba a mi hija a pasearse por la habitación de arriba; los días que tocaba cambiarle los vendajes, se los apretaba aún más y la atormentaba recitándole a gritos las palabras que mi madre me había dicho a mí: «Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú tendrás tu recompensa.» Confiaba en que mediante mis actos yo también arañaría un poco de esa recompensa y encontraría la paz que mi madre me había prometido.

51
{"b":"95874","o":1}