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Nos detuvimos cuando Flor de Nieve reconoció a tres familias de Jintian que habían encontrado un lugar relativamente protegido bajo un gran árbol. Al ver al carnicero cargado con un saco de arroz, se levantaron a toda prisa para hacernos sitio junto a la hoguera. Me senté y acerqué las manos y los pies a las llamas, y éstos empezaron aarderme, no por el calor del fuego, sino porque los huesos y la carne, helados, empezaban a descongelarse.

Flor de Nieve y yo frotamos las manos a sus hijos. Ellos lloraban en silencio, incluso el mayor. Sentamos a los tres niños juntos y los tapamos con una colcha. Nosotras nos acurrucamos bajo otra, mientras su suegra cogía otra colcha para ella sola. La última era para el carnicero, pero él la rechazó con un gesto. Se puso a hablar en voz baja con uno de los hombres de Jintian. Luego se arrodilló al lado de Flor de Nieve.

– Voy a buscar más leña -anunció.

Ella lo agarró del brazo y exclamó:

– ¡No te vayas! ¡No nos dejes aquí!

– Si no mantenemos encendida la hoguera, habremos muerto todos antes del amanecer -repuso él-. ¿No lo notas? Está a punto de nevar. -Separó con delicadeza de su brazo los dedos de su esposa-. Nuestros vecinos os vigilarán hasta que yo vuelva. No tengas miedo. Y, si es necesario -añadió bajando la voz-, aparta a esa gente del fuego y haz sitio para ti y para tu amiga. Tú puedes hacerlo.

Y yo pensé: «Quizá ella no se atreva, pero yo no pienso morir aquí sin mi familia.»

Pese a lo cansados que estábamos, teníamos tanto miedo que no podíamos dormir; ni siquiera nos atrevíamos a cerrar los ojos. Y teníamos hambre y sed. En el pequeño corro alrededor de la hoguera, las mujeres -luego supe que eran hermanas de juramento casadas- aliviaron nuestros temores cantando una historia. Es curioso que, aunque mi suegra dominaba el nu shu -quizá precisamente porque conocía a la perfección tanta variedad de caracteres-, para ella cantar no fuera muy importante. Valoraba más una carta redactada con primor o un precioso poema que una canción para distraer o consolar. Por eso mis cuñadas y yo habíamos renunciado a los viejos cantos con que habíamos crecido. Yo conocía el cuento que las mujeres cantaron esa noche, pero no lo oía desde la infancia. Hablaba del pueblo yao, de su primer hogar y de su valiente lucha por la independencia.

– Somos el pueblo yao -empezó Loto, que era unos diez años mayor que yo-. En la antigüedad Gao Xin, un emperador Han amable y benévolo, sufrió el ataque de un malvado y ambicioso general. Panhu, un perro sarnoso y abandonado, oyó hablar de los problemas que acuciaban al emperador y desafió al general. Lo venció y recibió como recompensa la mano de una hija del emperador. Panhu se sentía muy feliz, pero su prometida estaba avergonzada, porque no quería casarse con un perro. Sin embargo, su deber era obedecer a su padre, así que Panhu y ella se marcharon a las montañas, donde tuvieron doce hijos, que son los antepasados del pueblo yao. Cuando los niños crecieron, construyeron una ciudad llamada Qianjiandong, la gruta de las mil familias.

Terminada la primera parte de la historia, otra mujer, Sauce, siguió cantando. Flor de Nieve, sentada a mi lado, se estremeció. ¿Estaba recordando nuestros días de hija, cuando escuchábamos a Hermana Mayor y a sus hermanas de juramento, o a mi madre y mi tía, cantar esa historia que narra nuestros orígenes?

– No había otro lugar con tanta agua ni con una tierra tan fértil -continuó Sauce-. Estaba muy bien protegido de los intrusos, pues quedaba escondido y sólo se podía llegar a él a través de ün cavernoso túnel. Qianjiandong era un lugar mágico para el pueblo yao. Pero un paraíso como aquél no podía permanecer inalterado eternamente.

Las mujeres sentadas alrededor de otras hogueras empezaron a cantar los versos de aquella canción. Los hombres deberían habernos hecho callar, pues los rebeldes podían oírnos, pero la pureza de la voz de las mujeres nos infundía fuerza y valor a todos.

Sauce prosiguió:

– Muchas generaciones más tarde, durante la dinastía Yuan, un temerario explorador del gobierno local recorrió el túnel y encontró al pueblo yao. Los yao vestían ropas lujosas y estaban sanos y rollizos gracias a los frutos de aquella tierra tan fértil. Al oír hablar de aquel esplendoroso lugar, el emperador, codicioso e ingrato, exigió más impuestos al pueblo yao.

Cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer sobre nuestras caras y nuestro pelo, Flor de Nieve entrelazó su brazo con el mío y narró la siguiente parte de la historia.

– «¿Por qué vamos a pagar?», se preguntaba el pueblo yao. -La voz de mi alma gemela temblaba de frío-. En la cima de la montaña que protegía su ciudad de los intrusos, construyeron un parapeto de piedra. El emperador envió a tres recaudadores de impuestos a la caverna para negociar con el pueblo yao, pero no regresaron. El emperador envió a otros tres…

Las mujeres sentadas alrededor de nuestra hoguera cantaron con ella:

– No regresaron.

– El emperador envió a un tercer contingente. -La voz de Flor de Nieve cobraba fuerza. Jamás la había oído cantar así. Su voz flotaba, clara y hermosa, hacia las montañas. Si los rebeldes la hubieran oído, habrían huido tomándola por un fantasma de zorro.

– No regresaron -cantaron las otras mujeres.

– El emperador envió a sus soldados. Iniciaron un sangriento asedio. Murieron muchos yao, hombres, mujeres y niños. ¿Qué podían hacer? ¿Qué podían hacer? El caudillo cogió un cuerno de carabao y lo dividió en doce trozos. A continuación los repartió a diferentes grupos y les dijo que se dispersaran para salvar la vida.

– Que se dispersaran para salvar la vida -repitieron las otras mujeres.

– Fue así como el pueblo yao llegó a los valles y a las montañas, a esta provincia y a otras -prosiguió Flor de Nieve.

Flor de Ciruelo, la más joven del grupo, terminó de cantar el cuento.

– Dicen qué dentro de quinientos años el pueblo yao, esté donde esté, volverá a recorrer la caverna, juntará los trozos de cuerno y reconstruirá nuestro hogar encantado. Ese momento no tardará en llegar.

Hacía muchos años que había oído la historia y no sabía qué pensar. Los yao habían creído que estaban a salvo, protegidos por las montañas, su parapeto y la caverna secreta, pero se equivocaban. Me pregunté quién llegaría antes a la hondonada donde nos encontrábamos y qué pasaría entonces. Los taiping quizá intentaran conquistarnos para su causa, mientras que el gran ejército de Hunan quizá nos tomara por rebeldes. Tanto en un caso como en el otro, ¿perderíamos la batalla y nos pasaría lo mismo que a nuestros antepasados? ¿Podríamos regresar a nuestros hogares?

Pensé en los taiping, que, como el pueblo yao, se habían rebelado contra los elevados impuestos y el sistema feudal. ¿Tenían razón? ¿Debíamos unirnos a ellos? ¿Estábamos ofendiendo a nuestros antepasados al no reconocer sus derechos?

Esa noche nadie consiguió dormir.

Invierno

Las cuatro familias de Jintian siguieron juntas bajo la protección del gran árbol de largas ramas, pero sus sufrimientos no terminaron ni en dos noches ni en una semana. Ese año nevó más de lo que nadie recordaba haber visto nevar en nuestra provincia. Tuvimos que soportar temperaturas muy bajas, no sólo de noche, sino también de día. De nuestras bocas salían nubes de vaho que el viento de la montaña se tragaba. Pasábamos hambre. Las familias guardaban con celo sus provisiones, pues no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí. Por todo el campamento había gente con tos, resfriados y dolor de garganta. Seguían muriendo hombres, mujeres y niños a causa de la enfermedad y de las gélidas noches.

Durante la huida me había lastimado los pies, y lo mismo le había pasado a la mayoría de las mujeres que se habían refugiado en aquellas montañas. Privadas de intimidad, teníamos que quitarnos los vendajes, lavarnos los pies y volver a vendarlos delante de los hombres. También teníamos que superar la vergüenza respecto a otras necesidades fisiológicas, y aprendimos a aliviarnos detrás de un árbol o en la letrina comunitaria, cuando la excavaron. Pero, a diferencia de las otras mujeres, yo no estaba con mi familia. Me consumía de preocupación por mi esposo, sus hermanos, mis cuñadas, sus hijos y hasta las criadas, pues no sabía si habrían conseguido refugiarse en Yongming.

Mis pies tardaron casi un mes en curarse lo suficiente para permitirme caminar sin que volvieran a sangrar. A principios del duodécimo mes lunar decidí que todos los días iría en busca de mis hermanos y sus familias y de Hermana Mayor y su familia. Esperaba que estuvieran a salvo no lejos de donde nos encontrábamos nosotros, pero ¿cómo podía localizarlos, si éramos diez mil personas esparcidas por las montañas? Todos los días me echaba una colcha sobre los hombros y me ponía en marcha, marcando siempre el camino, consciente de que perecería si no lograba regresar hasta la familia de Flor de Nieve.

Un día, cuando llevaba unas dos semanas buscando, encontré a un grupo de Getan acurrucado bajo un saliente de roca. Les pregunté si conocían a Hermana Mayor.

– ¡Sí, sí, la conocemos! -contestó una mujer.

– Nos separamos de ella la primera noche -explicó su amiga-. Si la encuentras, dile que venga con nosotros. Podemos dar cobijo a una familia más.

Otra mujer, que parecía la cabecilla del grupo, me advirtió que sólo tenían sitio para gente de Getan, por si se me había ocurrido alguna idea.

– Lo comprendo -dije-. De todas formas, si la veis, ¿podríais decirle que la estoy buscando? Soy su hermana.

– ¿Su hermana? Entonces, ¿eres la señora Lu?

– Sí -respondí con cierto recelo. Si creían que tenía algo para darles, se equivocaban.

– Vinieron unos hombres buscándote.

Al oír esas palabras me dio un vuelco el corazón.

– ¿Quiénes eran? ¿Mis hermanos?

Las mujeres se miraron y luego me observaron con desconfianza. La cabecilla volvió a tomar la palabra.

– No quisieron decir quiénes eran. Ya sabes lo que pasa aquí arriba. Entre ellos había uno que era el jefe. Creo recordar que era corpulento. Llevaba ropa y zapatos de calidad. Un mechón de cabello le tapaba la frente, así.

¡Mi esposo! ¡Tenía que ser mi esposo!

– ¿Qué dijo? ¿Dónde está? ¿Cómo…?

– No tenemos ni idea, pero, si de verdad eres la señora Lu, debes saber que hay un hombre que te busca. No te preocupes. -La mujer me dio unas palmaditas en la mano-. Dijo que regresaría.

Seguí buscando, pero no volví a oír ninguna historia parecida. Acabé pensando que aquellas mujeres se habían burlado de mí. Cuando regresé al lugar donde las había encontrado, había otra familia acurrucada bajo el saliente de roca. Tras ese descubrimiento regresé a mi campamento con una profunda desesperación. Nadie que me viera creería que era la señora Lu. Mi seda azul lavanda con los crisantemos primorosamente bordados estaba sucia y desgarrada, y mis zapatos estaban manchados de sangre y desgastados de tanto andar. Además, no quería ni imaginar cómo debían de estar estropeándome la cara el sol, el viento y el frío. Ahora que tengo ochenta años, al recordar aquellos días puedo afirmar con certeza que era una joven frívola y estúpida por pensar en esas cosas, cuando las verdaderas amenazas eran la escasez de alimentos y el frío implacable.

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