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En los años anteriores nuestras visitas al templo habían sido muy breves: hacíamos reverencias ante la diosa y tocábamos el suelo con la frente mientras rezábamos. Esa vez, en cambio, entramos orgullosas, sin disimular nuestra redondez, mirando a las otras futuras madres para ver quién estaba más gorda, quién tenía la barriga alta y quién la tenía baja, y al mismo tiempo procurando controlar nuestra mente y nuestra lengua para no transmitir a nuestro hijo ninguna idea innoble.

Avanzamos hacia el altar, donde había un centenar de pares de zapatos de recién nacido. Ambas habíamos escrito poemas en sendos abanicos que íbamos a ofrecer a la diosa. El mío expresaba mis deseos de tener un hijo varón que prolongara el linaje de los Lu y honrara a sus antepasados. Terminaba con estas palabras: «Diosa, tu bondad es una bendición. Vienen muchas mujeres a suplicarte que les des un hijo varón, pero espero que escuches mis ruegos. Por favor, concédeme mi deseo.» Cuando lo redacté me pareció adecuado, pero ahora imaginé qué habría escrito Flor de Nieve en su abanico. Seguro que estaba lleno de palabras cariñosas y memorables decoraciones. Recé para que la diosa no se dejara impresionar demasiado por la ofrenda de Flor de Nieve. «Por favor, escúchame a mí, escúchame a mí, escúchame a mí», suplicaba para mis adentros.

Mi laotong y yo dejamos los abanicos en el altar con la mano derecha, mientras con la izquierda cogíamos uno de los pares de zapatos de niño y los escondíamos en una manga de la túnica. Luego salimos rápidamente del templo, confiando en que no nos pillaran. En el condado de Yongming las mujeres que quieren tener un hijo sano roban un par de zapatos del altar de la diosa. Lo hacen sin ningún reparo, pero fingiendo que no quieren que las descubran. Como sabéis, en nuestro dialecto las palabras «zapato» y «niño» se pronuncian igual. Cuando nacen nuestros hijos, llevamos otro par al altar -eso explica que siempre haya zapatos para robar- y hacemos ofrendas para dar las gracias a la diosa.

Salimos del templo y nos dirigimos a la tienda de hilos. Como hacíamos desde hacía doce años, buscamos colores adecuados para elaborar los bordados que habíamos imaginado. Flor de Nieve me mostró una selección de verdes para que yo los examinara. Había verdes tan brillantes como la primavera, pálidos como la hierba marchita, parduscos como las hojas a finales de verano, intensos como el musgo después de la lluvia, apagados como el momento antes de que los amarillos y los rojos del otoño empiecen a adueñarse del paisaje.

– Mañana -dijo Flor de Nieve-, antes de regresar a casa, nos detendremos junto al río. Nos sentaremos y contemplaremos cómo las nubes pasan por el cielo, oiremos cómo el agua acaricia las piedras y bordaremos y cantaremos juntas. Así nuestros hijos nacerán con un gusto elegante y refinado.

La besé en la mejilla. Cuando no estaba con Flor de Nieve, a veces dejaba que mi mente divagara hacia regiones oscuras, pero en ese momento la amaba como siempre la había amado. ¡Cuánto había echado de menos a mi laotong!

La visita al templo de Gupo habría quedado incompleta sin una parada en el puesto de taro. El anciano Zuo sonrió exhibiendo sus encías desdentadas cuando nos vio llegar embarazadas. Nos preparó una comida especial, cuidando de seguir todas las normas que exigía nuestra dieta. Saboreamos cada bocado. Al final nos sirvió nuestro plato preferido, el taro frito cubierto de azúcar caramelizado. Flor de Nieve y yo éramos como dos niñitas risueñas; no parecíamos dos mujeres casadas a punto de dar a luz.

Esa noche, en la posada, después de ponernos las camisas de dormir, Flor de Nieve y yo nos tumbamos en la cama, cara a cara. Era la última noche que pasaríamos juntas antes de ser madres. Habíamos aprendido muchas lecciones sobre lo que debíamos y no debíamos hacer y sobre cómo esas cosas podían afectar a los bebés que estaban a punto de nacer. Si a mi hijo podía afectarle oír palabras vulgares o sentir el roce del jade blanco sobre mi piel, seguro que también podía percibir en su cuerpecito el amor que yo sentía por mi laotong.

Flor de Nieve me puso las manos en el vientre. Yo puse las mías sobre el suyo. Estaba acostumbrada a notar las patadas de mi hijo contra mi piel, sobre todo por la noche. Ahora sentí cómo el bebé de Flor de Nieve se movía dentro de ella. No habríamos podido estar más cerca la una de la otra.

– Me alegro de estar contigo -dijo, y pasó un dedo por el sitio donde mi bebé empujaba con un codo o con una rodilla.

– Yo también me alegro.

– Siento a tu hijo. Es fuerte como su madre.

Sus palabras me hicieron sentir llena de orgullo y de vida. Su dedo se detuvo, y una vez más posó sus tibias manos sobre mi vientre.

– Lo querré tanto como te quiero a ti -agregó. Entonces, como solía hacer desde que éramos niñas, me puso una mano en la mejilla y la dejó descansar allí hasta que ambas nos quedamos dormidas.

Faltaban dos semanas para que yo cumpliera veinte años, mi hijo no tardaría en nacer y la vida real estaba a punto de empezar.

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