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Yo escribía cosas típicas de una niña: «Estoy bien. ¿Cómo estás tú?» Ella respondía: «Hay dos pájaros posados en las ramas altas de un árbol. Juntos echan a volar por el cielo.» Yo escribía: «Hoy mamá me ha enseñado a preparar pasta de arroz envuelta en una hoja de taro.» Flor de Nieve contestaba: «Hoy he mirado por la celosía de mi habitación. He pensado en el fénix que sale en busca de un compañero, y entonces me he acordado de ti.» Yo escribía: «Ya han elegido una fecha propicia para la boda de Hermana Mayor.» Ella respondía: «Ahora tu hermana está en la segunda etapa de las ceremonias de la boda. Por fortuna, pasará unos cuantos años más contigo.» Yo escribía: «Quiero aprenderlo todo. Tú eres muy inteligente. ¿Podrías enseñarme?» Ella contestaba: «Yo también aprendo de ti. Eso es lo que nos convierte en un par de patos mandarines que anidan juntos.» Yo escribía: «Mis ideas no son profundas y mi escritura es torpe, pero me gustaría tenerte aquí para poder decirnos cosas al oído por la noche.» Su respuesta era: «Dos ruiseñores cantan en la oscuridad.»

Sus palabras me asustaban y estimulaban al mismo tiempo. Flor de Nieve era inteligente y mucho más instruida que yo, pero no era eso lo que me daba miedo. En todos sus mensajes hablaba de pájaros, de volar, de un mundo lejano. Ya entonces se rebelaba contra lo que se le ofrecía. Yo quería agarrarme a sus alas y elevarme, por muy intimidada que me sintiera.

Con excepción del abanico, que fue su primer regalo, Flor de Nieve nunca me envió nada sin que yo le hubiera mandado algo antes, pero eso no me importaba. Yo estaba mimándola. La regaba con mis cartas y ella siempre me recompensaba con un nuevo brote o un nuevo capullo. Pero había un obstáculo que desbarataba mis planes: yo estaba deseando que me invitara a su casa, pero esa invitación no llegaba.

Un día, la señora Wang nos visitó y trajo el abanico. Yo no lo abrí de golpe. Desplegué sólo los tres primeros pliegues, revelando el primer mensaje de Flor de Nieve, mi respuesta y un nuevo texto, que rezaba:

Si tu familia está de acuerdo, me gustaría ir a verte el undécimo mes. Nos sentaremos juntas, enhebraremos nuestras agujas, escogeremos los hilos de colores y cuchichearemos.

Flor de Nieve había dibujado otra delicada flor en la guirnalda de hojas.

Llegó el día elegido. Yo esperaba junto a la celosía a que el palanquín doblara la esquina. Cuando se detuvo delante de nuestra puerta, tuve ganas de bajar corriendo y salir a la calle para recibir a mi laotong, pero eso era imposible. Mi madre salió y se abrió la portezuela del palanquín, del que se apeó Flor de Nieve. Llevaba la misma túnica azul celeste con nubes bordadas. Con el tiempo deduje que ésa era su prenda de viaje y que se la ponía cada vez que nos visitaba para no avergonzar a mi familia luciendo ropas más lujosas.

No traía comida ni ropa; era lo habitual. La señora Wang le hizo la misma advertencia que la vez anterior: debía portarse bien, no protestar y aprender con los ojos y los oídos, para que su madre se enorgulleciera de ella. Flor de Nieve dijo: «Sí, tiíta», pero yo advertí que no le prestaba atención y que escudriñaba la celosía intentando atisbar mi cara tras ella.

Mi madre la acompañó al piso de arriba. Apenas mi alma gemela puso los pies en la habitación de las mujeres, empezó a hablar y ya no paró. Parloteaba, susurraba, bromeaba, hacía confidencias, consolaba, admiraba. No era la niña que me turbaba con sus ansias de echar a volar. Sólo quería jugar, divertirse, reír y hablar, hablar, hablar. Hablar de cosas de crías pequeñas.

Como yo le había dicho que quería ser su pupila, Flor de Nieve empezó ese mismo día a instruirme en los preceptos de las Enseñanzas para mujeres; me dijo, por ejemplo, que no debía enseñar los dientes al sonreír ni alzar la voz cuando hablaba con un hombre. Pero ella también había manifestado en sus mensajes que quería aprender de mí, y me pidió que le enseñara a preparar aquellos pegajosos pastelillos de arroz. Además, me hizo preguntas extrañas: cómo se sacaba agua del pozo y cómo se daba de comer a los cerdos. Yo me reí, porque todas las niñas saben hacer esas cosas, y Flor de Nieve me juró que ella nunca las hacía. Deduje que se burlaba de mí, pero insistió en que nadie le había enseñado a hacer esas cosas. Entonces las otras mujeres empezaron a aguijonearme.

– ¡Tal vez eres tú la que no sabe sacar agua del pozo! -dijo Hermana Mayor.

– Tal vez no te acuerdas de cómo se da de comer a un cerdo -añadió mi tía-. Todo eso se te olvidó cuando te deshiciste de tus viejos zapatos.

Súbitamente enfadada, me levanté de un brinco, puse los brazos en jarras y las fulminé con la mirada, pero cuando vi su expresión risueña mi rabia desapareció y me entraron ganas de hacerlas reír aún más.

Empecé a ir de un lado para otro con paso inseguro, porque mis pies aún no estaban del todo curados, explicando lo que había que hacer para sacar agua del pozo y llevarla hasta la casa, y luego me agaché como si recogiera hierbas y las mezclara con las sobras de la cocina. Luna Hermosa reía a carcajadas y estuvo a punto de orinarse encima. Hasta Hermana Mayor, tan seria y enfrascada en la preparación de su ajuar, reía con disimulo. Flor de Nieve estaba exultante y daba palmas con verdadero regocijo. Veréis, ella tenía esa habilidad: entraba en la habitación de las mujeres y, con unas sencillas palabras, me movía a hacer cosas que a mí jamás se me habría ocurrido hacer. Y esa habitación, que para mí era un lugar de secretos, sufrimiento y duelo, se convertía gracias a ella en un oasis de alegría y diversión.

Pese a que Flor de Nieve me había indicado que debía hablar en voz baja cuando me dirigiera a un hombre, ella se dedicó a charlar con mi padre y mi tío durante la cena, y también a ellos los hizo reír. Hermano Menor subía y bajaba de sus rodillas como si fuera un mono y el regazo de ella, un nido construido en un árbol. Flor de Nieve rebosaba de vida. Donde quiera que fuese, siempre cautivaba a todos y los hacía felices. Era mejor que nosotros -de eso nos dábamos cuenta-, pero convertía esa diferencia en una aventura para nuestra familia. Para nosotros era como un pájaro exótico que había escapado de su jaula y correteaba por un patio lleno de vulgares gallinas. Nosotros nos divertíamos, pero ella también.

Llegó la hora de lavarse antes de ir a la cama. Recordé la turbación que había sentido la primera vez que Flor de Nieve durmió en nuestra casa. Le indiqué que se lavara ella primero, pero no quiso. Si yo me lavaba antes, el agua no estaría limpia cuando la usara ella. Entonces propuso: «Nos lavaremos la cara a la vez», y yo comprendí que mi labor de campesina y mi perseverancia habían dado el fruto deseado. Nos inclinamos juntas sobre la vasija, ahuecamos las manos y nos echamos agua a la cara. Flor de Nieve me dio un golpecito con el codo. Miré en la vasija y vi nuestras caras reflejadas en la ondulante superficie. El agua resbalaba por su piel, igual que por la mía. Ella rió y me salpicó un poco. Cuando compartimos aquella agua supe que mi laotong también me quería.

Aprendizaje

En los tres años siguientes Flor de Nieve me visitó cada dos meses. Ya no llevaba la túnica azul celeste con las nubes bordadas, sino otra de seda azul lavanda con un ribete blanco, una combinación de colores inusual para una niña. Tan pronto entraba en la habitación del piso de arriba, se la quitaba y se ponía las prendas que le había confeccionado mi madre. De esa forma éramos almas gemelas por dentro y también por fuera.

Yo no había ido todavía a su pueblo natal, Tongkou. No preguntaba por qué, y tampoco oía a los adultos de mi casa hablar de lo extraño del caso. Hasta que un día, cuando tenía nueve años, oí a mi madre interrogar a la señora Wang acerca de esa circunstancia. Estaban de pie en el umbral, y su conversación me llegaba a través de la celosía.

– Mi esposo protesta porque siempre somos nosotros los que alimentamos a Flor de Nieve -explicó mi madre en voz baja para que nadie la oyera-. Y cuando viene a visitarnos hay que sacar más agua de la cuenta para beber, cocinar y lavar. Quiere saber cuándo irá Lirio Blanco a Tongkou, como dicta la tradición.

– La tradición dicta que los ocho caracteres estén en armonía -le recordó la señora Wang;-, pero tú y yo sabemos que hay uno muy importante que no encaja. Flor de Nieve ha llegado a una familia que está por debajo de la suya. -Hizo una pausa y añadió-: No recuerdo que te quejaras de esto la primera vez que me dirigí a ti.

– Sí, pero…

– Ya veo que no entiendes cómo funcionan las cosas -continuó la casamentera, indignada-. Te dije que esperaba conseguir un esposo para Lirio Blanco en Tongkou, pero el matrimonio nunca podría tener lugar si por casualidad el novio viera a tu hija antes del día de la boda. Además, la familia de Flor de Nieve sufre a causa de las diferencias sociales de las niñas. Deberías agradecer que no hayan exigido que pongamos fin a la relación de laotong. Desde luego, nunca es demasiado tarde para rectificar, si eso es lo que de verdad desea tu esposo. Lo único que pasará será que yo tendré más problemas.

Mi madre no tuvo más remedio que decir:

– Señora Wang, he hablado sin pensar. Entra, por favor. ¿Te apetece un poco de té?

Ese día percibí la vergüenza y el miedo que sentía mi madre. No podía poner en peligro ningún aspecto de la relación, aunque ésta significara una carga añadida para nuestra familia.

Supongo que os preguntaréis cómo me sentí al oír que la familia de Flor de Nieve no me consideraba digna de su hija. No me importó, porque sabía que no era merecedora del cariño de Flor de Nieve. Me esforzaba mucho todos los días para conseguir que me quisiera del mismo modo que yo a ella. Me compadecía -o, mejor dicho, me avergonzaba- de mi madre, porque había quedado muy mal con la señora Wang, pero la verdad es que me traían sin cuidado las preocupaciones de mi padre, el malestar de mi madre, la testarudez de la señora Wang y el peculiar diseño de mi relación con Flor de Nieve, porque, aunque hubiera podido visitar Tongkou sin que me viera mi futuro esposo, tenía la impresión de que no necesitaba ir allí para saber más cosas sobre la vida de mi laotong. Ella me había hablado largo y tendido de su pueblo, de su familia y su hermoso hogar, y yo consideraba que ya tenía suficiente información. Pero el asunto no terminó ahí.

La señora Wang y la señora Gao siempre se peleaban por cuestiones territoriales. Ésta, que era la casamentera de las familias de Puwei, había negociado una buena boda para Hermana Mayor y encontrado una muchacha adecuada en otro pueblo para Hermano Mayor. Y también esperaba concertar mi boda y la de Luna Hermosa. Sin embargo, la señora Wang, que tenía sus propias ideas acerca de mi destino, no sólo había alterado mi vida y la de Luna Hermosa, sino también la de la señora Gao, que iba a perder los beneficios de esas dos bodas. Y, como decimos nosotros, una mujer mezquina siempre busca venganza.

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