Mi madre, que tenía esa piel blanca y pecosa, casi transparente, que yo he heredado, prefería no bajar a la playa hasta bien pasada la media tarde, para evitar quemarse. Se pasaba las mañanas encerrada en casa, a la sombra, leyendo un libro en su dormitorio, con el ventilador conectado a la máxima potencia.
Pero mi padre adoraba el Mediterráneo, los calamares fritos en los chiringuitos de la playa, las partidas de dominó que se organizaban espontáneamente en el patio central de la urbanización, el vocinglerío que armaban las marujas llamando a gritos a sus niños por la playa, TOÑI, DEJA YA DE COMERTE LA ARENA QUE TE VOY A CALENTAR EL CULO, DEMONIO CRíA.
Mi padre adoraba, sobre todo, los ojos y los cabellos negros de las andaluzas, el reflejo de sus propios ojos y su propio pelo, que sólo había heredado una de sus hijas, Cristina, la pequeña.
Porque las otras dos habíamos salido blancas y rubias como mi madre, lánguidas y pálidas, tan delicadas que parecíamos talladas en murano.
Quizá fuese por eso que Cristina se convirtió en la niña de sus ojos, en la preferida, en la única a la que levantaba en volandas y hacía carantoñas, en su pequeño juguetito de rizos acaracolados.
Y Cristina se pasaba el día gorgoteando risas frágiles, en tanto que las dos mayores parecíamos mucho más serias y modositas.
Entonces me resultaba imposible decidir si Cristina había nacido así o si era más feliz porque su padre la quería más.
Porque el cariño de mi madre, la verdad, servía para bien poco.
Mi madre nunca perdía su hierática compostura aristocrática que la convertía en una verdadera dama a ojos de los hombres, y que le granjeaba la antipatía de las mujeres. Pero si a mi madre le afectaba pasarse las vacaciones aislada, encerrada en su torre de marfil y en su literatura, jamás lo reveló.
De la misma forma que no revelaba nada. Debió de ser aquel cociente de inteligencia desmesurado lo que me hizo notar que las cosas no marchaban bien, que en la casa flotaba una tensión latente a pesar de que nunca hubiera una discusión, de que jamás se oyera una palabra en tono más alto que la otra.
Y precisamente esa misma frialdad presagiaba las peores catástrofes.
Era la calma que precedía a la tormenta. No era normal ese distanciamiento absoluto. No era normal que mi madre se pasase las mañanas leyendo y los atardeceres dando largos paseos solitarios por la orilla y que mi padre se pasase las mañanas en los chiringuitos, los mediodías de siesta, las tardes en la partida de dominó y las noches de jarana.
Nunca supe a qué hora llegaba mi padre por las noches, pero, desde luego, pocas eran las que aparecía para cenar.
Yo paseaba por la urbanización con mi cubo y mi palita preguntándome por qué mi padre, tan charlatán y dicharachero en el chiringuito, se refugiaba en el más helado de los mutismos cuando llegaba a casa.
A veces nos sacaba a las tres niñas a pasear en barco. Yo le escuchaba reír contra el viento y hacer bromas sobre las gaviotas.
¿Por qué no podía ser igual de divertido en casa, por qué apenas decía una palabra en la mesa?
Pasó aquel verano. Llegó el colegio y con él el uniforme de falda a cuadros y los libros de texto forrados de hule. Mi madre se pasaba el día en la farmacia, nosotras, en el colegio, y mi padre quién sabe dónde. Mi padre poseía una pequeña oficina de importación y exportación, no tenía horarios fijos y viajaba mucho. No le veíamos demasiado.
Y llegó la tarde en que a la vuelta del colegio encontré a mi madre llorando desconsolada, con la cabeza enterrada entre los brazos sobre la mesa del comedor. Parecía que los sollozos iban a partirle el pecho.
Nunca antes la había visto llorar. Nunca. Mi padre no estaba en casa, lo cual no era ninguna novedad. Pero tampoco estaban sus trajes ni sus camisas en el armarlo, ni su paquete de tabaco en la mesilla de noche, ni su brocha ni su jabón de afeitar en el estante del cuarto de baño grande. Se había ido. Había cogido sus cosas y se había ido. Nunca más se supo.
El mundo se derrumbó de repente, como un edificio dinamitado.
El timbre del teléfono irrumpe en mis recuerdos y me hace volver al salón negro.
Hay noches en que el teléfono llega a sonar hasta seis veces, desde las nueve, que es la hora a que suelo llegar a casa, hasta las doce y media aproximadamente, hora de la última llamada. No sé si se trata de alguien muy considerado, que decide dejarme dormir, o si el que llama también debe ir a trabajar a la mañana siguiente.
Por supuesto, yo echaba de menos a mi padre. Pero no mucho. Al fin y al cabo, por encantador que fuera tampoco se hacía notar tanto. Casi nunca estaba en casa, y, cuando estaba, todas las atenciones eran para Cristina.
Pero había algo más. Una razón más para echarle de menos. En mi clase todas las niñas tenían papá y mamá. Todas y cada una. No había hijas de viuda ni de madre soltera. Era espantoso sentirse tan distinta.
Cuando iba a las casas de mis amigas siempre me encontraba con una situación parecida. Padres distantes, inabordables, trajeados, que muy de cuando en cuando hacían acto de presencia en el cuarto de las niñas para ofrecer ayuda con los deberes o para imponer disciplina. Madres que olían a Legrain, cariñosas y algo llenitas, puerilizadas a fuerza de pasarse el día encerradas en casa cuidando a los niños.
Aquellas madres siempre me parecieron algo tontas. Nada que ver con la mía, aquella walkiria de ojos de acero, helada y fría como un iceberg, que leía a Flaubert y escuchaba a Mozart.
Esa mujer a la que tanto me parezco. Me moría de vergüenza cada vez que me preguntaban por mi padre. No me gustaba ser diferente, más diferente todavía de lo que me había sentido siempre.
Siempre me había sentido distinta por muchas razones: porque me gustaban los libros y no me gustaban las muñecas, porque me gustaba Purcell y no me gustaba Fórmula V, porque prefería quedarme en casa leyendo que ir a jugar al club de tenis. Pero estos detalles nadie los apreciaba a primera vista. Yo los conocía, y punto.
Sin embargo, ahora se añadía una nueva circunstancia a la hora de distanciarme del resto de las niñas. Y ésta, al contrario de las otras, era visible.
En mi casa no había padre, y en las de las demás, si. Odiaba a mi padre por habernos hecho aquello, donde quiera que estuviese.
Teníamos que agradecer a Dios, al menos, que nunca hubiésemos dependido económicamente de él. Mi madre tenía la farmacia, de forma que la tragedia no alcanzaba proporciones catastróficas. En cualquier caso, resultaba difícil pagar todos los gastos ahora que faltaba un sueldo en casa, así que mi tía, la hermana de mi madre, que había enviudado un año antes o así, se trasladó a vivir a la casa, y con ella vino su hijo, Gonzalo.
Tía Carmen era amable y distraída. A mí me caía bien, aunque no sentía nada especial por ella. En realidad, la encontraba algo tonta y superficial.
Gonzalo era verdaderamente guapo. Nadie podría haber negado un hecho tan evidente. Alto, muy alto, el único chico que conocía que era mucho más alto que yo. De nariz recta y mirada penetrante. Sus ojos parecían dos lagos grises separados por un promontorio, su nariz, y daban la impresión de que, en su fondo, el agua debía de estar insoportablemente fría.
Me enamoré inmediatamente de él. Él tenía quince años. Yo, diez. No era la única. Gonzalo devastaba corazones a su paso. Prácticamente desde que llegó a la casa el aire se llenó de constantes campanilleos. El teléfono sonaba sin cesar. Parecía como si todas las chicas de Madrid se hubieran puesto de acuerdo para llamar a la vez a Gonzalo.
Él nunca cogía el teléfono. Era un axioma. Las féminas de la casa éramos las encargadas de indagar la identidad de la llamadora y comunicársela a Gonzalo. Es Laura. Dile que no estoy. Es Margarita. Joder, qué pesada. Bueno, me pongo. A veces Gonzalo comunicaba órdenes estrictas. Si llama una tal Anabel, no estoy. ¿Habéis entendido? No estoy.
Suena el teléfono. Y no es para Gonzalo. No me siento tentada de contestar. Bajo la tecla del volumen al mínimo y dejo que se haga cargo el contestador. Sé que no puede ser otro que el llamador anónimo.
Nadie más me llama últimamente. Gonzalo se pasaba las tardes encerrado en su cuarto, que antaño había sido el cuarto de la plancha, escuchando música. Pero la música que Gonzalo oía no tenía nada que ver con la que yo había conocido hasta entonces.
La música que yo había conocido y amado era dulce y tranquila, metódica, pausada, con un orden interior y una razón de ser. Las notas se dividían en redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. Una redonda equivalía a dos tiempos de blanca, una blanca a dos tiempos de negra y así sucesivamente. El pentagrama se dividía en compases que sólo podían albergar un número exacto de tiempos y estaba presidido por una clave, de sol o de fa, que determinaba la manera de ser de las notas.
Todo poseía un orden estricto, una razón de ser clara, una lógica.
Pero la música que Gonzalo escuchaba no se podía transcribir a un pentagrama. El compás era fácil de identificar, cuatro por cuatro. Todo lo demás era el caos. Las voces desafinaban y se iban de tono, las guitarras distorsionaban y chirriaban, el bajo se salía de compás. A veces no había melodía, y en otras la melodía se repetía con machacona insistencia hasta hacerse insufrible.