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Embarcarse en la tristeza es como deslizarse en patines por una pendiente: es imposible prever cuándo acabará la bajada, pero se sabe perfectamente que todo acabará en un trompazo. La niña de los patines soy yo, Anita, rubia y pequeña como siempre he sido, y bajo por la pendiente atiborrada de pastillas.

Las pastillas para dormir son redondas, pequeñas y azules, y las pastillas para despertarse son blancas y más pequeñas aún, y las pastillas para mantenerse feliz son cápsulas blancas y verdes, y hay otras cápsulas rojas que quitan todos los dolores, y unas pastillitas blancas que hacen desaparecer la ansiedad. Las llevo todas en el bolso, dentro de una caja de caramelos de violeta, donormiles, diacepanes, nolotiles, lexatines, y se han convertido en mi kit de salvamento, en mi fetiche, porque sé que nada serio puede pasarme mientras las tenga a mano.

Empecé tomando polaramines para dormir, pero al poco tiempo se acabó la caja. Entonces fui a la farmacia y le conté a la farmacéutica la primera excusa que se me ocurrió, que a mamá le habían detectado un tumor, que no se sabía si era serio hasta que no le hiciesen pruebas, pero que de momento yo andaba como muy nerviosa, que me había afectado mucho la noticia y que necesitaba pastillas para dormir. Y la farmacéutica, amiga del barrio de toda la vida, y miembro, como yo, de la asociación de antiguas alumnas del Sagrado Corazón, me pasó una caja de tranxilium y me explicó que es un medicamento que normalmente se adquiere con receta, pero que en este caso, y por ser yo quien era, haría una excepción. Y me dijo que con media cápsula conseguiría dormir. Y yo se lo agradecí y rogué en silencio que mamá nunca se pasara por aquella farmacia. La primera noche me tomé una y no conseguí gran cosa, porque seguía despertándome a ratos, así que a la noche siguiente me tragué cinco, y, claro, por la mañana fui incapaz de levantarme. Borja no hacía más que zarandearme, pero yo me negaba a salir del nido de algodón en que las pastillas me había puesto a dormir, bien tapadita y protegida, e intenté explicarle que me dolía mucho la cabeza y que me sentía incapaz de salir de la cama, pero tenía la lengua como si fuese de trapo y no acertaba a dar con las palabras, y Borja me hizo ver que él sólo no podía ocuparse del niño. Hablaba a gritos, cosa rara en mi Borja, que nunca grita, pero los gritos me llegaban amortiguados, como si tuviera la cabeza debajo de un almohadón de plumas. Y al final acabé por levantarme, pero me parecía que los pies no tocaban el suelo y que el niño pesaba quintales, y el niño lloraba, pero me daba igual que llorase, todo me daba igual, la verdad, y no sé cómo no se me cayó el niño de los brazos. Finalmente Borja se llevó al niño y volví a la cama. Fue maravilloso regresar a esa sensación cálida de no sentir nada. Seguí durmiendo hasta la noche.

Seguí tomando tranxillum una semana o así, y me pasaba el día medio dormida, pero me daba cuenta de que, por mucho que lo desease, no podía pasarme la vida durmiendo, y, claro, si me tomaba dos pastillas por la noche al día siguiente no podía funcionar, y si no me tomaba las dos pastillas no podía dormir. Entonces recordé unas pastillas amarillas que había tomado durante una temporada, para intentar perder los kilos que había ganado con el embarazo, que te aceleraban y te quitaban el hambre. En su momento las había dejado porque me parecía que me excitaban demasiado, pero entonces pensé que eran exactamente lo que me hacía falta. Tomaba tranxilium para dormir y por las mañanas tomaba dicel para superar el sueño que daba el tranxilium. Y cuando el dicel se acabó, empecé con el minilip, que me parece que es lo mismo pero con otro nombre. Y luego empecé a mezclarlas con alcohol, porque las pastillas, no sé, como que sientan mejor cuando las mezclas, y te pones contenta y como que ves la vida de otra manera, no sé, todo te da igual, nada es bueno ni malo. La verdad es que el alcohol nunca me ha gustado, a menos que sea muy dulce, así que me metía las pastillas con cassis, un licor francés de moras que Borja me había traído de París y que entra casi sin sentirlo, pero que sube muchísimo porque tiene una graduación como de cuarenta grados o así, y sin darme cuenta me acostumbré a tragar las pastillas con sorbitos de cassis, hasta que se terminó la botella y luego probé el whisky con cocacola y vi que no estaba tan mal y empecé a tomarme las pastillas con whisky y cocacola light, con un poco de reparo porque el alcohol engorda muchísimo, pero gracias a las pastillas casi no como, así que ese detalle ya no importa. Y después empecé a variarlas; cuando se acabó el tranxilium probé el donormil, y después del minilip vino el adofén, y el propio Borja me aconsejó el lexatín, y ahora creo que no hay pastilla que cambie el ánimo que yo no haya probado. Y me paso las mañanas sentada delante de la televisión, en trance, aunque en realidad no me importa excesivamente lo que pueda sucederle a las figuritas que veo en la pantalla, pero a pesar de eso me quedo fascinada, enganchada a la tele como si estuviera unida a ella por un invisible cordón umbilical hecho con ondas hertzianas, y no me levanto del sillón porque no encuentro ninguna razón para levantarme. Y a veces tengo ganas de llorar, pero ya no lloro, porque voy tan tan cargada de pastillas que creo que los lacrimales se me han obturado. Y me acurruco en el sofá, contraigo la cara y quiebro la voz en un débil gemidito, al borde del sollozo, pero las lágrimas no acuden. Me he quedado seca, como un árbol derrumbado que va camino de la serrería. Parece, no sé, como si las pastillas hubiesen bloqueado los receptores de mi cerebro, los puntos donde se conectan los hechos y los sentimientos. Y ahora floto en la nada y soy como una mujer encerrada en un bote de formol.

Acurrucada en posición fetal desearía estar en cualquier otra parte, excepto en el sofá. ¿Cómo me las voy a arreglar para mezclarme en toda esa vida que transcurre al otro lado del cristal de la ventana? El breve alivio que podría suponer el relacionarme con alguien se convierte en el terrible temor de que nunca tendré una amiga ni nadie a quien querer de verdad, de que toda la vida estaré sola en este mundo, porque ni siquiera soy capaz de ocuparme de mi propio hijo y tengo que llevarle a la guardería porque no sé enfrentarme a sus lloros y sus pataletas y no sé qué hacer cuando veo que va a meter directamente los dedos en el enchufe y me siento demasiado cansada para perseguirle por toda la casa.

Acurrucada en el sofá me invento otra vida, otro nombre, otra personalidad. Imagino que no me he casado. Y que he estudiado, que he estudiado una carrera seria, no esa tontería de secretariado internacional que no me sirvió para nada. Me veo como una mujer eficiente y segura, vestida con un elegante traje de chaqueta oscuro, que se mueve como un pez en un mar de pasillos y despachos, enarbolando un ataché negro lleno de valiosos documentos, como la abogada de la Ley de Los Ángeles, y los hombres me miran con respeto y las mujeres con envidia. No tengo a un hombre a mi lado ni lo necesito, porque no soy la señora de nadie y no dependo de ninguno. Me imagino que soy como mi hermana Rosa, que tengo un BMW y gano diez millones de pesetas al año. Si fuese Rosa, pienso, no estaría sumergida en este caos. Si fuese Rosa agarraría con fuerza las riendas de mi vida y la llevaría hacia donde yo quisiera; si fuese Rosa controlaría la velocidad, las curvas y los baches, viviría la vida a ritmo de vértigo, pero no me estrellaría.

Más tarde, cuando Borja padre duerma y Borja niño duerma también, cuando se me haya pasado el efecto del delgamed y comience el del donorino1, cuando mis pensamientos se diluyan y mi cabeza se convierta en un amasijo borroso, cogeré el teléfono y marcaré el número de Rosa, pero como no sé cómo decir estoy sola, estoy desesperada, quiero ser como tú y necesito ayuda, me limitaré a hacerle escuchar La hora fatal, convencida de que el desgarro de la canción expresa perfectamente el estado en que me siento y transmite cómo la idea de la muerte no me abandona en ningún momento, cómo vivo en una agonía opaca e ingrata, encenagada en el tedio, porque, Rosa, siempre habéis creído que yo era la tonta de la casa, una buena chica sin más, pero me temo que no era tan tonta, que soy demasiado lista, lo suficientemente lista, al menos, para darme cuenta de que esta vida que llevo no me dice nada, y que lo que yo querría es ser como tú, pero lo suficientemente tonta para no saber cómo arreglar este desaguisado en que yo misma me he metido.

Un día cualquiera en la vida siempre constituye una fecha señalada. Aunque no nos demos cuenta. Nos iremos a la cama con los ojos cansados y en la cabeza la idea de que hemos vivido un día exactamente igual a tantos otros. Sólo años más tarde nos daremos cuenta de la crucial importancia de aquella fecha en nuestras vidas.

El 17 de mayo de 1980, en MaccIesfield, a punto de partir hacia Estados Unidos con la primera gira americana de Joy Division, lan Curtis visitó por última vez la casa que había compartido con su mujer e hijo y, tras mirar en la televisión la amarga odisea de Bruno S. que su director favorito, Werner Herzog, narraba en Stroszek, se colgó, en la madrugada del día siguiente, del techo de la cocina.

El 17 de mayo de 1980, en Londres, Iain Bruton, que acababa de mirar Stroszek por televisión, se fue a la cama con el sufrimiento que expresaba la mirada de Bruno S. grabado en la retina. No conseguía dormir y pasó la noche bebiendo whisky y escuchando cómo las gotas de lluvia golpeaban contra el cristal de la ventana. Por fin, llegada la madrugada, cerró los ojos y el sueño le invadió. Y soñó con un ángel de enormes alas blancas que paseaba lenta, lentamente, arrastrando los pies desnudos sobre la hierba verde y fresca del cementerio, reflejando el mármol frío de las lápidas en sus ojos vencidos. A la mañana siguiente, cuando leyó en el periódico la noticia del suicidio de Curtis, comprendió que el ángel que había visto en su sueño era el espíritu de lan. Inmediatamente se dirigió a Tower Records con la intención de comprar todos los discos y los singles de Joy Division. El dependiente negro le hizo saber que se habían agotado apenas media hora después de que la tienda abriese las puertas. La muerte vende.

El 17 de mayo de 1980, en Madrid, Ana Gaena, mi hermana mayor, hacía girar en el dedo el anillo de oro que Borja, su novio le había regalado aquella misma tarde, para celebrar el año que llevaban saliendo juntos, y clavaba los ojos en los destellos del diamante, intentando imaginarse a sí misma toda vestida de blanco purísimo, arrastrando un largo velo por el pasillo central de la iglesia.

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