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Llegó el siguiente verano y ya no éramos novios. Durante el invierno él no había contestado a una sola de mis cartas, hasta que yo, resignada, asumí que debía dejar de escribirle. Además, aquel verano nuestras pandillas ya no salían juntas. Antonio y yo coincidimos a veces comprando helados en el quiosco de la playa o paseando por el malecón, y entonces él me saludaba muy amablemente y me dedicaba una de sus sonrisas de anuncio, y poco más.

Cada tarde, antes de salir, yo me pintaba los ojos en honor de aquel Antonio que había dejado de prestarme atención, y me cepillaba la melena durante horas para que brillara. Si por casualidad me lo encontraba en un banco del parque, o en los futbolines, o en el bar de La Cepa, me parecía que la tarde había merecido la pena. Yo llegaba a casa todas las noches, a las diez en punto, y antes de dormir pensaba siempre en él, en su sonrisa blanca y su pelo blanco, escribía su nombre en la pared con un dedo y tinta imaginaria y luego un corazón, y luego Antonio y Ana, y luego otro corazón, porque para mí Antonio era, y siempre lo será, el chico más guapo de la playa de Gros.

Aquel verano pasó y llegó el siguiente, y yo regresé a Donosti con el pelo más corto y en la cara el rictus de escepticismo de la experiencia incipiente. Aquel invierno, en Madrid, yo había empezado a salir los fines de semana, y había ido al cine y a fiestas y a discobares, y me había dejado besar por otros chicos en rincones oscuros, y alguno me había tocado los pechos, e incluso hubo uno con el que llegué más allá de eso. Un chico de los Maristas con el que estuve saliendo dos meses, y con el que una noche de tormenta en que nos refugiamos en un soportal me dejé llevar y acabamos masturbándonos el uno al otro, o algo parecido, no sé; él me metía la mano entre las piernas e intentaba meterme un dedo por el agujero, y yo le toqué el sexo de la misma forma que se lo había tocado a Antonio dos veranos atrás, sin demasiado entusiasmo y como sin pensarlo mucho, y él eyaculó y yo volví a sentirme tan avergonzada como aquella primera vez. Evidentemente, eso era lo que ellos esperaban de mí. Aunque yo no consiguiera entender por qué.

Y así llegué a los diecisiete años, virgen de solemnidad. Aquél era mi quinto verano en Donosti, y seguía tan enamorada de Antonio como el primero, y aquel quinto verano ya podía salir por las noches, y salía con mis amigas a beber por los bares de Donosti aquellas mezclas dulzonas de vino y cocacola que bajaban rápido por el esófago y llegaban con prisa a la cabeza, y así fue como en una de mis primeras borracheras acabé besándome con Antonio en la barra de La Cepa. Salimos de aquel bar, montamos en su moto y él condujo hacia el monte. Chispeaba ligeramente, sirimiri, y llegamos a un bosquecillo en el camino de Orlo, cerca de la autopista, y él aparcó la moto y me llevó de la mano hacia los árboles, y yo sentía que la cabeza me daba vueltas, y notaba que me resultaba difícil mantener el equilibrio.

Cuando volví a casa eran las seis de la mañana. Mamá me esperaba levantada, hecha una furia, y me pegó un bofetón sin mediar palabra. Me fui a la cama hecha un mar de lágrimas y a la mañana siguiente, al ir al baño, me di cuenta de que había una mancha de sangre en mis braguitas. Las escondí como pude en el bolsillo del albornoz Y más tarde, cuando mamá se fue a hacer la compra y Rosa y Cristina a la playa, las lavé a mano, las sequé con el secador de pelo, las doblé cuidadosamente y las enterré en el fondo del cajón de la ropa interior. Nunca más volvería a ponérmelas. Nunca, nunca, nunca más.

Dos días más tarde me encontré con Antonio en el bar de La Cepa. Él tomaba vinos con sus amigos y yo iba acompañada de Nerea y Karmele, y él me dirigió una mirada fugaz y siguió bebiendo y, más tarde, pagó las consumiciones y se marchó. Todo lo que nos dijo fue «adiós, chicas›. Ni siquiera «adiós, Ana». Sólo «adiós, chicas».

Durante el resto del verano apenas cruzamos tres palabras. El invierno pasó como una exhalación. Como correspondía a la mayor de tres hermanas en una casa sin padre, yo tenía que ocuparme de mantener limpia la casa y de llevar al día las facturas y las reparaciones, porque mamá se pasaba el día metida en la farmacia para dar de comer a sus hijas, y yo, la verdad, prefería trabajar y no pensar y hacer todos los esfuerzos posibles para borrar de mi cabeza cualquier referencia a Antonio. Apenas salía. Se acabaron los cines y los discobares, las cocacolas y las palomitas, los flirteos con los chicos de los Maristas. Adelgacé. Me miraba en el espejo y me sorprendía al pensar cómo había cambiado. A los dieciséis años yo tenía una carita aniñada, mofletuda, adornada por dos hoyuelos pícaros y un par de relucientes manchas sonrosadas que parecían manzanitas, y ahora, sin embargo, veía a una mujer de tez aceitunada, con las cuencas de los ojos ligeramente hundidas y rematadas en la parte inferior por dos ojeras violáceas, del mismo color que los escapularlos de las monjas, y dos pómulos huesudos, prominentes, que conferían a su rostro cierto aire de resignada determinación, y, aunque sólo tenía diecisiete años, me sentía vieja, siglos más mayor que el resto de las chicas de la clase, y, por tanto, me parecía natural que ninguna de ellas pudiera comprenderme.

Hasta que un día, haciendo compras en El Corte Inglés, me di de narices con Borja. Borja se había trasladado a Madrid a estudiar ingeniería y vivía en un colegio mayor, y a pesar de que yo no me atreví a preguntar directamente por Antonio, el tema no tardó en salir a colación. A través de Borja me enteré de que Antonio había empezado a estudiar derecho en Deusto, pero no le iba muy bien, y Borja me dijo que Antonio salía con lo peor de Bilbao, bebía como un cosaco y las malas lenguas aseguraban que también le daba a las drogas, y Borja y él aún se veían, pero ya no tanto como antes, porque Borja, el niño bien por antonomasia, el exponente más claro de lo mejorcito de Donosti, no veía con muy buenos ojos las actividades de Antonio. Es un pena, decía Borja, los caminos tan distintos que pueden llegar a tomar dos personas que han sido amigas desde la infancia. Y yo asentía sin decir nada, ¿qué iba a decir?

Borja y yo empezamos a salir casi sin darnos cuenta. Quedamos alguna vez para ir al cine y pasear por el Retiro, y una noche me acompañó a casa, y a la entrada del portal me preguntó si podía besarme. A mí nunca antes me lo habían preguntado, siempre habían dado por hecho que diría que sí, y el gesto me conmovió tanto que a punto estuve de echarme a reír, y juntamos nuestros labios y nuestros dientes entrechocaron y me resultó evidente que Borja no tenía ni idea de besar, no como Antonio, y después me miró fijamente y, aunque a mi me parecio que tenía cierto aire bovino, me sentí orgullosa de verme reflejada en esa mirada que oficializaba nuestra relación, me sentí orgullosa de mí misma.

Llevaba un año sin experimentar esa sensación. Estuvimos saliendo durante cinco años, y prácticamente desde el principio se dio por hecho que nos casaríamos en cuanto Borja acabara la carrera, y yo, que sabía muy bien que nunca haría otra cosa que dedicarme a mi casa y a mis niños de la misma manera que llevaba dedicándome a la casa y a mis hermanas desde que se había marchado mi padre, decidí estudiar secretariado porque algo había que hacer, porque no podía pasarme el día metida en casa fregando y planchando y ordenando, por mucho que eso fuera lo único que me apeteciera hacer.

Siempre temí que Borja notara que yo no era virgen, pero cuando llegó el momento ni siquiera mencionó el tema; no sé, quizá no le había importado, quizá ni siquiera se había dado cuenta.

Es cierto, para qué vamos a engañarnos, que nunca sentí por Borja lo que sentí por Antonio, aquella angustia perpetua, aquella ansiedad que no me permitía dormir, aquella especie de corriente de lava ardiente que había notado ascender por mi columna con los primeros besos de Antonio, pero siempre supe que Borja era alguien de quien podía estar orgullosa: guapo, ingeniero, de buena familia, educado, amable y loco por mí, el tipo de chico que le gustaría a cualquier madre. Y había una razón más que yo no me atrevía a reconocer, ni siquiera, creo, ante mí misma: el hecho de que Borja fuera amigo de toda la vida de Antonio, el saber que Antonio acabaría por enterarse que había quien valoraba lo que él había despreciado, que me valoraba hasta el punto de querer hacerme la madre de sus hijos, de querer reconocer ante Dios y ante los hombres que yo valía la pena. Y probablemente ésa fuese la razón de que yo insistiera en casarme por la Iglesia, a pesar de que no iba a misa desde los dieciséis años, a pesar de que mamá, amargada por el fracaso de su propio matrimonio, me dijo que aquello del velo blanco, de las arras y los anillos, de las damitas de honor y la madrina, e incluso la propia institución del matrimonio, le parecía una solemne tontería. Pero yo insistí y tuve lo que quería: boda con traje y velo blanco en San Fermín de los Navarros, con damitas de honor y banquete de boda en el Mayte Conmodore.

Durante aquellos cinco años de noviazgo volví a ver a Antonio exactamente once veces, lo sé porque las conté. Cinco de ellas en Donosti, y el resto en Madrid, en las contadas ocasiones en que él se pasaba por la capital para hacerle una visita a Borja, normalmente coincidiendo con la necesidad de solucionar algún papeleo o arreglar algunos trámites. Los tres salíamos juntos de tapeo o a cenar, y nadie mencionó el hecho de que en su día Antonio hubiese sido el primer novio de la radiante enamorada de su mejor amigo. De hecho, Antonio parecía encantado con la situación, y no hacía más que llamarme Anita mía y tratarme con una familiaridad y un cariño que no me demostraba desde hacía muchos, muchos años.

Antonio asistió a la boda vestido de chaqué, e incluso se recortó las patillas para la ocasión, y yo pensé que estaba, no sé, como muy guapo, a pesar de que se le veía cada día más delgado y ojeroso; y es que sus coqueteos con las drogas habían pasado de ser meros rumores a convertirse en un secreto a voces. Y a mí aún me avergüenza recordar el que mientras caminaba hacia el altar del brazo de mi abuelo (porque mi padre, por supuesto, no estaba disponible para entregarme al novio) tuve presente en todo momento que en la segunda fila de bancos estaba Antonio.

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