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CAPITULO IV. WHITECHAPEL

«Esta mañana, Arabel y yo fuimos en coche a la calle Vere – y llevamos con nosotras a Flush -», escribió miss Barrett, «pues teníamos que hacer unas compras, y nos siguió como de costumbre de tienda en tienda, y cuando fui a subirme al coche, estoy segura de que estaba a mi lado. Me volví, dije. «¡Flush!», y Arabel lo anduvo buscando… ¡Ni rastro de Flush por ninguna parte! Lo habían robado en aquel mismo momento; quitándomelo de junto a mis talones, ¿comprendes?» Mister Browning lo comprendió perfectamente: miss Basrett había oividado la cadena y, por tanto, habían robado a Flush. Tal era, en el año 1846, la ley de Wimpole Street y de sus alrededores.

Es cierto que nada podía superar la aparente seguridad de la calle Wimpole. En el radio de acción que pudiera abarcar un inválido en su paseo a pie o un sillón de ruedas, sálo podía verse una agradable perspectiva de casas de cuatro pisos, ventanas de limpios cristales y puertas de caoba. Incluso un coche de dos caballos no necesitaba, si el cochero era discreto, salir de los límites del decoro y la respetabilidad para dar un paseíto por la tarde. Pero suponiendo que no fuera usted un inválido, que no poseyera usted un coche de dos caballos, o que fuera usted – y mucha gente lo era – una persona activa, sana y aficionada a andar, podría usted haber visto un panorama, oído un idioma y percibido unos olores – a poquísima distancia de Wimpole Street – que le habrían hecho dudar de la solidez de la misma calle Wimpole. Esto le ocurrió a mister Thomas Beames, cuando se le metió en la cabeza – por aquella época, aproximadamente – darse una vuelta por Londres. Le dejó estupefacto lo que vio. En Westminster se elevaban espléndidos edificios, pero a sus mismas espaldas se encontraban unos barracones en ruinas en los cuales vivían unos seres humanos amontonados en una sola habitación que daba al establo, insuficiente éste también para las vacas. «Dos habitantes por cada siete pies cuadrados», decía mister Beames. Este se creyó en el deber de contarle a la gente lo que había visto. Pero ¿cómo describir, sin herir las conveniencias, un dormitorio situado encima de un establo, y donde se apiñaban dos o tres familias, teniendo en cuenta además que el establo no tenía ventilación y que a las vacas las ordeñaban, las mataban y se las comían debajo del dormitorio? Para esa tarea descriptiva -como comprendió mister Beames cuando quiso intentarla – no bastaban los recursos del idioma inglés. No obstante, tenía la convicción de que debía contar lo que había observado en su paseo de una tarde por algunas de las parroquias más aristocráticas de Londres. El peligro del tifus era grandísimo. Los ricos no se daban cuenta del riesgo que corrían. No podía callarse después de haber descubierto lo que descubriera en Westminster, Paddington y Marylebone. Por ejemplo, visitó una antigua mansión que había pertenecido en tiempos a algún gran aristócrata. Aún quedaban restos de las chimeneas de mármol. Las estancias artesonadas y los balaustres labrados; pero el pavimento se hallaba destrozado y las paredes destilaban suciedad. Unas hordas de mujeres y hombres semidesnudos se habían acuartelado en las antiguas salas de fiestas. Siguió su paseo y halló, en el lugar que antes ocupaba otra mansión señorial – mandada derribar por un constructor con iniciativas -, una casa de vecindad, hecha de pacotilla. La lluvia calaba el tejado y el viento atravesaba las paredes. Vio a un niño que llenaba una lata del agua verdosa y brillante que corría por el arroyo, y le preguntó si bebían esa agua. Sí, la bebían y lavaban con ella, pues el propietario sólo dejaba correr el agua dos veces a la semana. Este espectáculo era mucho más sorprendente porque se lo encontraba uno en los barrios más apacibles y civilizados de Londres, «hasta las parroquias más aristocráticas tienen su porción». Detrás del dormitorio de miss Barrett, por ejemplo, se hallaba uno de los peores recovecos de Londres. Can aquella pulcritud se mezclaba esta inmundicia. Pero, desde luego, había algunos barrios que desde mucho tiempo antes fueron invadidos totalmente por los pobres, y en ellos vivían sin que nadie los molestase. En Whitechapel – o en un espacio triangular al final del camino de Tottenham Court -, la pobreza, el vicio y la miseria habían desarrollado sus gérmenes, propagándose durante varios siglos sin interrupción. Alrededor de Saint Giles se agrupaban una gran cantidad de viejos edificios que «casi constituían una colonia penal, una verdadera metrópolis de la miseria». Muy acertadamente, se llamaba grajales a estos conglomerados humanos de pobreza. En efecto, los seres humanos pululaban en aquellos lugares como los grajos, que se amontonan hasta ennegrecer las copas de los árboles. Sólo que los edificios no eran árboles, ni edificios siquiera eran ya. Eran celdillas de ladrillo separadas por veredas cubiertas de basura. Todo el día hormigueaban por esas sendas incontables seres humanos a medio vestir; por la noche recibían además el alud de los ladrones, mendigos y prostitutas que se habían pasado el día ejerciendo sus respectivas profesiones en el West End. La policía no podía hacer nada. Nadie podía hacer más que apresurarse en volver a casa o, lo más, hacer observar – como lo hizo mister Beames – con muchas citas, evasivas y eufemismos, que todo no iba lo bien que debía ir. Era posible que se declarase el cólera, y seguramente con el cólera no servirían las evasivas.

Pero en el verano de 1846 nadie había hablado aún de aquello; y lo único prudente para los que habitaban en Wimpole Street y en sus cercanías era mantenerse estrictamente dentro del área «respetable» y que llevara usted su perro sujeto. Si se le olvidaba a uno este detalle, se pagaba una multa por la distracción como iba a pagarla ahora miss Barrett. Eran de sobra conocidos los términos en que se basaba la estrecha vecindad de Wimpole Street y el barrio de Saint Giles. Los de Saint Giles robaban lo que podían; y la calle Wimpole pagaba lo que debía. Por eso empezó Arabel en seguida «a consolarme, haciéndome ver que por diez libras como máximo podría recuperarlo». Se sabía que mister Taylor habría de pedir unas diez libras por un spaniel de la variedad cocker . Míster Taylor era el jefe de la banda. En cuanto una señora de Wimpole Street perdía su perro, acudía a mister Taylor; éste fijaba el precio y se lo pagaban; si se negaban a pagar, se recibía en Wimpole Street, al día siguiente, un envoltorio de papel de estraza que contenía la cabeza y las pezuñas del perro. Por lo menos, esto le había ocurrido a una señora por haber querido regatearle a míster Taylor. Desde luego, miss Barrett estaba dispuesta a pagar. Por tanto, al llegar a casa encargó del asunto a su hermano Henry, el cual fue a entrevistarse con mister Taylor aquella misma tarde. Lo encontró «fumando un puro en la habitación adornada con cuadros» – se decía que mister Taylor reunía una renta de dos o tres mil libras al año gracias a los perros de Wimpole Street – y mister Taylor prometió que conferenciaría con su «Sociedad» y que el perro sería devuelto al día siguiente. A pesar de la vejación que esto suponía y del trastorno causado con ello a miss Barrett en unas circunstancias en que necesitaba todo su dinero, había de resignarse a las consecuencias inevitables de haher olvidado – en 1846 – llevar a su perro bien sujeto.

Pero Flush sí que había de sufrir unas consecuencias mucho peores. Miss Barrett pensaba: «Flush no sabe que podemos rescatarlo.» Era cierto; Flush no llegó nunca a dominar los principios en que se basa la sociedad humana. «Sé perfectamente que se pasará toda esta noche lamentándose y aullando», escribía miss Barrett a míster Browning en la tarde del martes, 1º de septiembre. Pero, mientras miss Barrett escribía a mister Browning, atravesaba Flush los peores momentos de su vida. Estaba tremendamente desconcertado. En cierto momento se hallaba en la calle Vere, entre lazos y encajes; al momento siguiente, cayó dando tumbos en un saco; fue zarandeado velozmente por varias calles y por último lo dejaron caer del saco… aquí. Se encontró en la oscuridad más absoluta, en un lugar frío y húmedo. Cuando se le fueron pasando los mareos pudo ir descubriendo algunos objetos de aquella habitación baja de techo y oscura: sillas rotas, un colchón tirado en el suelo… Luego lo cogieron, amarrándolo fuertemente por una pata a algún obstáculo. Algo se revolcaba por el suelo; no podía ver si era un ser humano o un animal. Entraban y salían – dando traspiés – unas botazas, y se arrastraban a su alrededor unas faldas muy sucias. Las moscas zumbaban sobre unos desperdicios de carne que se pudrían en el suelo. Unos niños se le acercaban, arrastrándose desde los rincones donde la oscuridad era más densa, y le pellizcaban las orejas. Se quejaba, y entonces una mano muy pesada le propinaba unos golpes en la cabeza, lo que le hacía acoquinarse en el reducidísimo espacio cubierto de ladrillos húmedos, pegado a la pared. Ahora podía ya ver que el suelo estaba poblado por animales de diversas clases. Unos cuantos perros roían un mismo hueso, ya corrompido. Parecía que iban a salírseles las costillas. Estaban todos medio muertos de hambre, sedientos, enfermos, desgreñados y sin cepillar; sin embargo, Flush notó que todos ellos eran perros de la mejor sociedad, perros encadenados, perros de los que van con lacayo, como él mismo lo era.

Se estuvo tendido horas enteras sin atreverse siquiera a gimotear. La sed era lo que más le hacía sufrir; el sorbo que tomó de aquel agua verdosa y espesa -en un cubo a su alcance – le repugnó muchísimo; por nada del mundo hubiera seguido bebiendo. Y lo curioso es que un galgo de majestuosa presencia estaba bebiéndola con delectación. Cada vez que abrían la puerta, miraba hacia allí. Miss Barrett… ¿Era miss Barrett? ¿Había venido por fin? Pero tan sólo era un rufián peludo que los echaba a todos a un lado, a patadas, y, dando tumbos, se dirigía a una silla rota en la que se dejaba caer. Luego se fue intensificando la oscuridad. Apenas podía distinguir ya las formas que había en el suelo, en el colchón, o en las sillas rotas. Un cabo de vela fue adherido a la repisa de la tosca chimenea. Afuera, en el callejón, encendieron una tosca lámpara, que permitía a Flush ver, a su luz débil y vacilante, los terribles rostros que curioseaban por la ventana. Después entraban, hasta que la habitación, ya repleta, se puso tan atestada que Flush hubo de encogerse y apartarse aún más contra la pared. Aquellos monstruos horribles – unos, andrajosos; otros, emperifollados con pintura y plumas – se agazapaban en el suelo o se encorvaban sobre las mesas. Empezaron a beber, a insultarse y a golpearse unos a otros. Seguían volcando perros de los sacos que traían. Perros falderos, setters, pointers , con los collares aún puestos… y una cacatúa gigantesca que alborotaba y revoloteaba aturdida de un rincón a otro, chillando: Pretty Poll, Pretty Poll! , en un tono que hubiera aterrado a su dueña, una viuda que vivía en Maida Vale. También abrieron las mujeres sus bolsos y desparramaron por la mesa las pulseras, los collares y broches como los que Flush había visto llevar a miss Barrett y a miss Henrietta. Los demonios aquellos elavaban sus garras sobre las joyas, lanzaban denuestos y se peleaban a causa de ellas. Los perros ladraban. Los niños gritaban y la espléndida cacatúa -Flush había visto a menudo pájaros de estos en las ventanas de Wimpole Street – chillaba: Pretty Poll, Pretty Poll! , con ritmo cada vez más rápido, hasta conseguir que le arrojasen una zapatilla. Entónces agitó fuertemente sus alas de color gris-plomo, salpicadas de manchas amarillas, lo cual motivó que se apagase la vela. Oscuridad completa en la habitación. Fue intensificándose el calor por momentos; el bochorno y el hedor se hacían insoportables; a Flush se le abrasaba la nariz, se le contraía la piel… y miss Barrett sin venir.

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