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Si un hombre se hubiera conducido así en 1842, su biógrafo le hubiese hallado quizás alguna disculpa; de haber sido una mujer, no habría habido disculpa posible y su nombre habría desaparecido, borrado por la ignominia. Pero el código moral de los perros – se le considere mejor o peor – es, desde luego, muy distinto al nuestro, y aquella acción de Flush no necesita encubrirse ahora púdicamente, ni le incapacitó entonces para disfrutar de la compañía de las personas más puras y castas. Así, existe la evidencia de que el hermano mayor del doctor Pusey tenía un grandísimo interés en comprarlo. Deduciendo el carácter, conocido, del doctor Pusey el probable carácter de su hermano, debió de haber visto éste en el cachorro algo muy serio, sólido, prometedor de futuras virtudes, por mucha que hubiera sido hasta entonces la liviandad de Flush. Pero una prueba mucho más significativa de los atractivos de que estaba dotado la constituye el haberse negado miss Mitford a venderlo, a pesar de la insistencia de mister Pusey en comprarlo. Teniendo en cuenta lo mal que andaba de dinero – no sabía ya qué tragedia hilvanar, ni qué anuario editar, y se veía reducida al denigrante recurso de solicitar ayuda de sus amistades -, debió de hacérsele muy cuesta arriba rechazar la cantidad ofrecida por el hermano mayor del doctor Pusey. Por el padre de Flush habían ofrecido veinte libras. Ya hubiera estado bien diez o quince libras por Flush. Diez o quince libras eran una suma principesca, una magnífica suma para poder disponer de ella. Con diez o quince libras podía haber comprado nuevas fundas para las sillas, podía haber vuelto a abastecer el invernadero, haber repuesto su ropero, pues… «No me he comprado desde hace cuatro años ni un gorrito, ni una capa o un vestido; apenas si me habré comprado un par de guantes», escribía miss Mitford en 1842.

Pero vender a Flush… Ni pensar en ello. Pertenecía a esa reducida clase de objetos a los que no puede relacionarse con la idea de dinero. ¿Y no era, en verdad, de esa clase, aún más reducida, que, por concretar lo espiritual, se convierten en el símbolo más adecuado de la amistad desinteresada? Y, en este sentido, ¿no es lo mejor que puede ofrecérsele a una amiga, cuando se tiene la dicha de contar con una, a quien se considera más bien como una hija; a una amiga que se pasa los meses de verano acostada en su dormitorio de la calle Wimpole, a una amiga que es, nada menos, la primera poetisa de Inglaterra, la brillante, la desventurada, la adorada Elizabeth Barrett en persona? Tales eran los pensamientos que embargaban, cada vez con más frecuencia, a miss Mitford mientras contemplaba cómo corría y retozaba Flush al sol, y cuando estaba sentada al borde del lecho de miss Barrett en el oscuro dormitorio – sombreado por la hiedra- de Londres. Sí, Flush era digno de miss Barrett, y ésta era digna de Flush. Un gran sacrificio, es verdad, pero había que hacerlo. Así, un día, probablemente a principios del verano de 1842, bajaba por la calle Wimpole una pareja muy notable: una dama rechoncha, de bastante edad y pobre indumentaria, con el rostro rosado y reluciente, y la viva blancura de sus cabellos, llevando de una cadenita un cachorro spaniel , de la variedad cocker «dorada»; un perrito muy despierto y muy escudriñador… Tuvieron que recorrer casi toda la calle hasta llegar al número 50. No sin un ligero temblor, tocó miss Mitford la campanilla.

Aún hoy, quizás experimenten ese mismo temblor cuantos llamen a una casa de Wimpole Street. Es la más augusta de las calles londinenses, la más impersonal. En efecto, cuando parece que el mundo va a hacerse trizas y que la civilización se va a derrumbar, basta ir a Wimpole Street, recorrer pausadamente aquella avenida, contemplar las casas, fijarse en su uniformidad, maravillarse ante las cortinas de las ventanas y su consistencia, admirar sus llamadores de bronce, observar cómo entregan los carniceros su sabrosa mercancía y cómo la reciben los cocineros, enterarse de las rentas de los inquilinos y deducir de aquí la consiguiente sumisión de éstos a las leyes humanas y divinas… Sólo hay que ir a Wimpole Street y saciarse allí de la paz que se desprende de aquel orden para que podamos respirar tranquilos, contentos de que si Corinto ha caído o Mesina se ha derrumbado, o si mientras el viento se lleva las coronas y se incendian los imperios más antiguos, Wimpole Street sigue imperturbable. Y, cuanáo salimos de la calle Wimpole para entrar en la de Oxford, nos sube una plegaria del corazón a los labios para pedir que no muevan ni un ladrillo de Wimpole Strret, que no laven sus cortinas ni deje el carnicero de entregar, ni de recibir el cocinero, el lomo, el anca, la pechuga o las costillas, por los siglos de los siglos… Pues, mientras exista la calle Wimpole, está segura la civilización.

Los criados de Wimpole Street se mueven, aún hoy, con mucha calma; pero en el verano de 1842 eran de superior lentitud. Las leyes de la librea eran entonces más rigurosas. El ritual – que prescribía el delantal de bayeta verde al limpiar la vajilla de pIata y el chaleco a rayas y la casaca negra de cola de golondrina para abrir la puerta del vestíbulo – era cumplido mucho más estrictamente. Es muy probable que miss Mitford y Flush esperasen por lo menos tres minutos y medio en el umbral. Sin embargo, la puerta del número 50 se abrió por fin de par en par y miss Mitford entró con Flush en la casa. Miss Mitford la visitaba con frecuencia, y nadá había en ella que la sorprendiese; pero siempre se sentía algo cohibida en la mansión familiar de los Barrett. A Flush debió causarle una impresión tremenda. Hasta entonces no- conocía más casa que la modesta finca de labor de «Three Mile Cross». Allá estaban vacías las alacenas; las esteras, gastadas; y las sillas eran de clase barata. Aquí nada estaba vacío, nada había que estuviera gastado ni que fuera de clase barata. Flush pudo darse cuenta de esto de un solo vistazo. Míster Barrett, el dueño de la casa, era un rico comerciante; tenía una familia numerosa -hijo e hijas ya mayores- y una servidumbre relativamente grande. Había amueblado su hogar al gusto predominante a fines de la tercera década del siglo, con ligeras influencias, sin duda, de aquella fantasía oriental que le llevó, cuando edificó una casa en Shropshire, a adornarla con las cúpulas y medias lunas de la arquitectura mora. Aquí, en Wimpole Street, no le hubieran permitido semejante extravagancia; pero podemos figurarnos que las sombrías habitaciones – de techo elevado – estarían llenas de otomanas y de artesonado de caoba. Las mesas, de líneas retorcidas, ostentaban sobre ellas figurillas afiligranadas, y de las oscuras paredes – de un color avinado – pendían dagas y espadas. Por muchos rincones se veían curiosos objetos que había traído de sus posesiones en las Indias Orientales, y el suelo lo cubrían ricas alfombras.

Pero Flush – mientras seguía a miss Mitford, que iba tras el lacayo – se sintió más sorprendido por lo que percibía su olfato que por lo que veía. Por el hueco de la escalera subía un tufillo caliente a carne asada, a caldo en ebullición… casi tan apetitoso como el propio alimento para un olfato acostumbrado al mezquino sabor de las frituras y los picadillos – tan raquíticos- de Kerenhappock. Otros olores se fundían con los culinarios -fragancias de cedro, sándalo y caoba; perfumes de cuerpos machos y de cuerpos hembras; de criados y de criadas; de chaquetas y pantalones; de crinolinas, de capas, de tapices y de felpudos; olores a polvillo de carbón, a niebla, a vino y a cigarros. Conforme iba pasando ante cada habitacion – comedor, sala, biblioteca, dormitorio – se desprendía de ella una aportación al vaho general. Y, al apoyar primero una pezuña y luego otra, se las sentía acariciadas y retenidas por la sensualidad de las magníficas alfombras que cerraban amorosamente su felpa sobre los pies del visitante. Por último, llegaron a una puerta cerrada, en el fondo de la casa. Unos golpecitos muy suaves, y la puerta se abrió con idéntica suavidad.

El dormitorio de miss Barrett – pues éste era – debía de ser muy sombrío. La luz, oscurecida corrientemente por una cortina de damasco verde, quedaba aún más apagada en verano por la hiedra, las enredaderas de color escarlata, y por las correhuelas y los mastuerzos que crecían en una jardinera instalada en el mismo alféizar de la ventana. Al principio, no pudo Flush distinguir nada en la pálida penumbra verdosa… Sólo cinco globos blancos y brillantes, misteriosamente suspendidos en el aire. Pero también esta vez fue el olor de la habitación lo más sorprendente para él. Sólo un arqueólogo que haya descendido, escalón por escalón, a la cripta de un mausoleo y la haya encontrado recubierta de esponjosidades y resbalosa de tanto musgo, despidiendo acres olores a decrepitud y antigüedad, mientras relampaguean – a cierta altura – unos bustos de mármol medio deshechos, y todo lo ve confusamente a la luz de una lámpara balanceante que cuelga de una de sus manos, y lo observa todo con fugaces ojeadas…, solamente las sensaciones de un explorador como ése – que recorriese las catacumhas de una ciudad en ruinas – podrían compararse con la avalancha de emociones que invadieron los nervios de Flush al entrar por primera vez en el dormitorio de una inválida, en Wimpole Street, y percibir el olor a agua de Colonia.

Muy lentamente, muy confusamente al principio, fue distinguiendo Flush – a fuerza de mucho olfatear y de tocar con sus patas cuanto podía – los contornos de varios muebles. Aquel objeto enorme, junto a la ventana, quizá fuera un armario. Al lado de éste se hallaba lo que parecía ser una cómoda. En medio del cuarto se elevaba una mesa con un aro en derredor de su superficie (o, por lo menos, parecía una mesa). Luego fueron surgiendo las vagas formas de una butaca y de otra mesa. Pero todo estaba disfrazado. Encima del armario había tres bustos blancos; sobre la cómoda se hallaba una vitrina con libros, y la vitrina estaba recubierta con merino carmesí. La mesilla-lavabo tenía encima varios estantes superpuestos en semicírculo y arriba del todo se asentaban otros dos bustos. Nada de cuanto había en la habitación era lo que era en realidad, sino otra cosa diferente. Ni siquiera el visillo de la ventana era un simple visillo de muselina, sino un tejido estampado [2] con castillos, cancelas y bosquecillos, y se veía a varios campesinos paseándose por aquel paisaje. Los espejos contribuían a falsear aún más estos objetos, ya tan falseados, de modo que parecía haber diez bustos representando a diez poetas, en vez de cinco; y cuatro mesas en lugar de dos. Todavía aumentó esta confusión un hecho inesperado. Flush vio de repente que, por un hueco abierto en la pared, ¡lo estaba mirando otro perro con ojos centellantes y la lengua colgando! Se detuvo, estupefacto. Luego, prosiguió empavorecido.

[2] Miss Barrett dice: «Tenía yo un visillo cubriendo mi ventana abierta.» Y añade. «Papá me insulta por su parecido con el escaparate de un confitero, pero esto no le impide emocionarse cuando el sol ilumina el castillo». Algunos sostienen que el castillo, y lo demás, estaba pintado con una sutil sustancia metálica; otros, que era una cortinilla de muselina ricamente bordada. No parece que haya manera de llegar a una conclusión exacta. (N. de A.)


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