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CAPITULO V. ITALIA

Pasaron – al parecer – horas, días, semanas de oscuridad y traqueteo; de súbitas luces y, luego, largos túneles lóbregos; de verse bamboleado en todos sentidos; de que lo elevaran apresuradamente a la luz, contemplando entonces de cerca el rostro de miss Barrett, y árboles esbeltos, líneas, raíles y altas casas manchadas de luces (pues en aquellos días tenían los ferrocarriles la bárbara costumbre de obligar a los perros a viajar encerrados en cajas). Sin embargo, Flush no sentía miedo: iban huyendo; dejaban tras ellos a los tiranos y a los ladrones de perros. Traqueteos, chirridos… Sí – murmuró mientras el tren lo zarandeaba para acá y para allá -, sí, chirría, sacúdete cuanto quieras pero llévanos lejos de Wimpole Street y de Whitechapel. Por fin, se intensificó la luz; el traqueteo cesó. Oyó cantar los pájaros y suspirar los árboles en el viento. ¿O era el ímpetu del agua? Por último, abriendo los ojos y sacudiéndose la pelambrera, vio… lo más asombroso que cabía concebir: miss Barrett sobre una roca, en medio de la agitación del agua. Unos árboles se inclinaban sobre ella; el río se precipitaba a su alrededor. Seguro que corría peligro. De un salto se zambulló Flush en medio de la corriente y llegó hasta su ama. «… bautizado con el nombre de Petrarca», decía miss Barrett mientras él trepaba por la roca hasta colocarse a su lado. Se encontraban en Vaucluse; miss Barrett se había subido a la fuente del Petrarca.

Hubo más traqueteo y más chirridos, y luego lo volvieron a dejar en tierra firme. Se abrió la oscuridad y se vertió la luz sobre él. Encontróse vivo, despierto, estupefacto, en pie sobre las losas rojizas de una espaciosa habitación vacía e inundada de sol. Correteó en todas direcciones, olfateando y tocándolo todo. No había alfombra ni chimenea. No había sofás, ni sillones, ni bibliotecas, ni bustos. Unos olores picantes y desacostumbrados le cosquillearon en las ventanillas de la nariz y le hicieron estornudar. La luz, infinitamente viva, le deslumbraba los ojos. Nunca había estado en una habitación – si podía llamarse a esto una habitación – que fuera tan áspera, tan brillante, tan grande, tan vacía… Miss Barrett parecía más pequeña que nunca sentada en una silla junto a una mesa colocada en el centro. Entonces lo sacó Wilson afuera. Sintióse casi cegado, primero por el sol y luego por la sombra. Una mitad de la calle abrasaba; en la otra mitad se helaba uno. Las mujeres pasaban envueltas en pieles; sin embargo, llevaban sombrillas para proteger sus cabezas del sol. Y la calle era más dura que un hueso. Aunque se estaba a mediados de noviembre, no había lodo ni canalillos donde mojar las pezuñas o apegotar el pelo que las cubría. No había sitios acotados, ni verjas. Y nada de aquella mezcla de olores – ¡cómo se subía a la cabeza! – que hacía ser tan distraído un paseo por la calle Wimpole o por la de Oxford. Por otra parte, los nuevos y extraños olores procedentes de las afiladas esquinas de piedra, o de muros amarillentos y secos, resultaban extraordinariamente raros y punzantes. Entonces le vino, de detrás de una oscilante cortina negra, un olor sorprendentemente dulce que fluía en oleadas. Se detuvo, con las patas delanteras levantadas, para saborearlo; se dispuso a seguirle la pista y se asomó por debajo de la cortina. Tuvo la rápida visión de un vestíbulo resonante y salpicado de luz, muy alto y hueco; y en ese momento Wilson, con un grito de horror, lo apartó de allí severamente. Prosiguieron calle abajo. El ruido callejero era ensordecedor. Todo el mundo parecía estar gritando al mismo tiempo. En vez del consistente y soporífero zumbido de Londres, había aquí tal tableteo y gritería, un tintinear y una vocería, un restallar de látigos y tañer de campanillas… Flush brincaba y saltaba a un lado y a otro, y lo mismo Wilson. Hubieron de sortear en el pavimento a un carro, a un buey, a una compañía de soldados y a una manada de cabras. Se sentía más joven, más vivo que en muchos años atrás. Deslumbrado, pero alegre, se echó en las lozas rojizas y durmió más profundamente que nunca lo hiciese sobre blandos cojines en el tranquilo dormitorio trasero de Wimpole Street.

Pero pronto se dio cuenta Flush de las diferencias – más profundas que las ya observadas – existentes entre Pisa – pues ahora se hallaban instalados en Pisa – y Londres. Los perros eran diferentes. En Londres, era raro que no encontrase – en su paseo hasta el buzón – algún perdiguero, alano, bulldog , mastín, collie , Terranova, San Bernardo, foxterrier , o alguna de las siete familias famosas de la tribu Spaniel . Daba a cada uno un nombre distinto y una categoría diferente. Pero aquí, en Pisa, aunque abundaban los perros, no había categorías; todos ellos -pero ¿sería posible? – eran mestizos. Por lo que él podía entender, eran simplemente… perros: perros grises, perros amarillentos, perros con pintas, perros multicolores… pero, imposible descubrir ni un sólo spaniel, collie o mastín entre ellos. Entonces, ¿no tenía jurisdicción en Italia el Kennel Club ? ¿No había una ley contra los tupés, o en favor de las orejas abarquilladas, o para proteger las patas cubiertas de pelo largo y sedoso, y que exigiera una frente abovedada y no puntiaguda? Por lo visto, no. Flush se sintió como un príncipe en el destierro. Era el único aristócrata en una multitud de canaille . Era el único cocker de pura sangre en toda Pisa.

Ya hacía varios años que inducían a Flush a considerarse un aristócrata. Se le había grabado profundamente en el alma la ley de la vasija purpúrea y de la cadena. Nada tiene, pues, de particular que perdiera un poco la cabeza, como no podría extrañarnos que un Howard o un Cavendish, si se vieran entre un enjambre de salvajes en chozas de barro, se acordaran de Chatsworth y añorasen las alfombras rojas y las galerías que se iluminan con coronas nobiliarias al proyectarlas el sol poniente desde los ventanales policromados. Flush tenía algo de esnobismo, hemos de reconocerlo. Miss Mitford lo había notado años antes: y este sentimiento, amortiguado en Londres por la convivencia con igualesa él y superiores, se reavivó ahora al sentirse único. Hízose despótico e insolente. «Flush se ha convertido en un monarca absoluto y ladra en cuanto alguien se distrae y no le abre en seguida la puerta que necesita», escribía mistress Browning. «Robert», continuaba, «declara que el susodicho Flush lo considera a él – mi esposo – nacido con el específico objeto de servirlo, y la verdad es que Flush lo da a entender con sus modales».

«Robert», «mi esposo»… Si Flush había cambiado, también cambió miss Barrett. No era sólo que se llamase ahora mistress Browning ni que reluciese al sol en su mano el anillo de oro, sino que había cambiado tanto como Flush. Este la oía decir, cincuenta veces al día, «Robert», «mi esposo», y siempre con un tono de orgullo que le llegaba al corazón, acelerando sus latidos. Pero no había variado sólo el lenguaje de su ama: toda ella era diferente. Ahora, por ejemplo, en vez de sorber unas gotas de oporto, quejándose de la jaqueca, se trataba un buen vaso de chianti y dormía después como un bendita. En la mesa del comedor, en vez de una fruta pasada y descolorida, aparecía ahora una florida rama cargada de naranjas. Y en vez de dirigirse a Regent's Park en un cabriolé, se ponía sus pesadas botas y se encaramaba por las rocas. En vez de recorrer la calle Oxford en un estupendo coche, se sometía al traqueteo de un calesín desvencijado para ir a la orilla de un lago o contemplar las montañas. Y cuando el ama se cansaba, no llamaba un coche de alquiler, sino sentábase en una piedra a mirar los lagartos. Le encantaba el sol. Encendía una fogata y, cuando ésta se debilitaba, la reanimaba con leños del bosque ducal. Sentábanse juntos, cerca de las crepitantes llamas, y aspiraban el intenso aroma… Mistress Browning no se cansaba nunca de alabar a Italia a expensas de Inglaterra. «…nuestros pobres ingleses», exclamaba, «necesitan que los eduquen en la alegría. Que los refinen al sol, y no al calor de las chimeneas.» Aquí, en Italia, se encontraban la libertad, la vida y la alegría que engendra el sol. Estos hombrcs no se peleaban nunca, ni se les oía maldecir; nunca se les veía borrachos. Como contraste, volvían «los rostros de aquellos hombres» de Shoreditch a ponérsele ante los ojos. Comparaba constantemente Pisa con Londres y decía preferir, con mucho, Pisa. Las mujeres bonitas podían andar solas por las calles de Pisa; las grandes damas se presentaban en la Corte deslumbradoras, aunque esto no les impedía ser excelentes amas de casa. Pisa, con sus campanas, sus perros mestizos y sus pinares era infinitamente preferible a Wimpole Street con sus puertas de caoba y su carne de carnero. Así pues, mistress Browning -mientras escanciaba el chianti y desprendía otra naranja de la rama – alababa a Italia y compadecía a la pobre y convencional Inglaterra, tan insípida, privada de sol y húmeda, donde la vida era tan triste y cara.

Wilson, es cierto, se mantuvo fiel a Inglaterra durante cierto tiempo. El recuerdo de los lacayos y los sótanos, de los portales y las cortinas, no pudo borrarlo de su espíritu sin esfuerzo. Tuvo aún el rasgo de salir de un museo «escandalizada por la indecencia de Venus» Y más tarde, cuando pudo echar una ojeada a través de una puerta – gracias a la amabilidad de una amiga – a la magnificencia del Gran Palacio Ducal, siguió sosteniendo que el Saint James era mejor. «En comparación con el nuestro», informó luego, «resulta muy pobre.» Pero mientras lo contemplaba, le sorprendió la soberbia figura de un soldado de la Guardia del Gran Duque. Se le inflamó la imaginación; su ecuanimidad empezó a perder pie, y variaron sus puntos de vista. Lily Wilson se enamoró apasionadamente del signor Righi, de la Guardia Ducal [7] .

Y si mistress Browning exploraba su nueva libertad y se deleitaba en los descubrimientos que hacía, también Flush descubría otras cosas y exploraba su libertad. Antes de abandonar Pisa (en la primavera de 1847 se fueron a Florencia), Flush había llegado ya a la curiosa verdad – desconcertante al principio- de que las leyes del Kennel Club no son universales. Llegó al convencimiento de que los tupés claros no son forzosamente una desgracia. Esto le llevó a revisar su código. Actuó -vacilantemente al principio – de acuerdo con su nuevo concepto de la sociedad canina. Cada día, era un poco más democrático. Ya en Pisa había notado mistress Browning que Flush «…sale todos los días y charla en italiano con los perritos de aquí.» En Florencia acabó de perder sus últimos prejuicios. El momento final de su liberación llegó un día en que se hallaba en el Casino. Corría por la hierba «de esmeralda», entre los faisanes, cuando se acordó de Regent's Park y sus ordenanzas: Los perros deben ir sujetos. ¿Dónde estaba aquí el «deber»? ¿Dónde los callares y las cadenas? ¿Dónde los guardias y sus garrotes? ¡Se los había llevado el viento, junto con los ladrones de perros; los Kennel Clubs y los Spaniel Clubs de una aristocracia corrompida! ¡Desaparecidos con los coches de alquiler y los cabriolés! ¡Con Whitechapel y Shoreditch! Corría veloz, le centelleaba el pelo y se le encendían los ojos. Ahora era amigo del mundo entero. Todos los perros eran hermanos suyos. En este nuevo mundo, no necesitaba cadena: ¿de qné iban a protegerlo? Si mister Browning se demoraba en salir de paseo – Flush y él eran ya grandes amigos-, Flush le daba prisa con todo descaro. «Se pone frente a él y le ladra de la manera más imperiosa», observó mistress Browning con cierta irritación, pues las relaciones de ésta con Flush eran mucho menos emotivas que en tiempos pasados. Ya no necesitaba su pelambre rojiza y sus relucientes ojos para proveerla de lo que faltaba en su experiencia; había encontrado a Pan por sí misma entre los viñedos y los olivos; y también se le apareció una tarde junto a la fogata de un pino… Así, si mister Browning se hacía el remolón, Flush se plantaba ante él y le ladraba; pero si míster Browning prefería quedarse en casa a escribir, no importaba. Flush se había independizado ya. Las vistarias y las cítisos florecían por los muros, los jardines rebosaban de flores y los campos se salpicaban de vivos tulipanes. ¿A santo de qué iba a esperar a míster Browning? Así pues, salía de estampía. Ahora era señor de su propia vida, «… y sale cuando quiere, quedándose por ahí horas enteras», escribió mistress Browning, añadiendo: «…conoce todas las calles de Florencia… sabe ir por donde quiere y hacer lo que se le antoje. No me preocupa su ausencia»; y al escribir esto último sonreía, pensando en aquellas horas de angustia pasadas en Wimpole Street y en la constante vigilancia precisa allí para que la banda no se lo quitara a los mismos pies de los caballos, si olvidaba de ponerle la cadena. En Florencia se desconocía el miedo; no existían ladrones de perros, y – pensaría de seguro mistress Browning suspirando – no había padres.

[7] La vida de Lily Wilson es sobremanera oscura y está pidiendo a voces los servicios de un biógrafo. Ningún otro personaje de los que aparecen en las cartas de los Browning – aparte de los protagonistas – despierta más nuestra curiosidad, burlándola al mismo tiempo. Su nombre era Lily; y su apellido Wilson. Esto es cuanto sabemos de su origen y su educación.

Quizá fuese hija de un labrador de las cercanías de Hope End, y mereciese una buena acogida por parte de la cocinera de los Bartett debido a sus modales comedidos y a la limpieza de su delantal, de modo que al hallarse un día en la gran casa, adonde hubiera ido con algún encargo, la señora Barrett entrase en la cocina con cualquier motivo y le causara la muchacha tan buena impresión que la tomase para doncella de miss Elisabeth; o quizá fuera una cockney ; o puede que fuera escocesa… Vaya usted a saber… Lo cierto es que se hallaba al servicio de miss Barrett en el verano de 1846. Era «una criada cara», pues le pagaban un sueldo anual de 16 libras. Se conoce muy poco su manera de ser, ya que hablaba casi tan escasas veces como Flush; y como quiera que miss Barrett nunca escribió un poema sobre ella, nos resulta menos familiar que aquél. No obstante, se deduce claramente de algunas referencias en la correspondencia de su ama que en un principio esa una de esas criadas británicas muy serias y correctas, casi hasta un grado inhumano, que constituían por aquel entonces la gloria de los sótanos ingleses. Es indudable que Wilson era partidaria acérrima de las prerrogativas y las ceremonias. Es evidente que Wilson reverenciaba «la habitación»; Wilson hubiera sido la primera en insistir en que los criados de menos categoría debían comer su pudín en un sitio y los de más categoría en otro. Todo esto va implícito en su observación de que pegó a Flush con la mano «porque era de justicia». Semejante respeto por los convencionalismos – no es preciso ni decirlo – lleva consigo un extremado horror ante cualquier infracción de ellos. Así, cuando Wilson se halló frente a las clases inferiores en la calle Manning, se alarmó muchísimo más, y estaba mucho más convencida de la condición de asesinos de los ladrones de perros que la misma miss Barrett. Al mismo tiempo, el modo heroico de vencer su terror y acompañar a miss Barrett en el coche muestra lo profundamente que había arraigado en ella otro principio: el cariño a su ama. Adonde iba miss Barren, allí iba también Wilson. Este principio quedó triunfalmente demostrado por su conducta con ocasión del secuestro. Miss Barrett había dudado del valor de Wilson; pero sus dudas resultaron injustificadas. «Wilson», escribió, y éstas fueron las últimas palabras que escribiera a míster Browning siendo aún miss Barrett, «se ha portado conmigo perfectamente. ¡Y yo , que la llamaba «tímida», y asustándome de su timidez! Empiezo a creer que nadie es más audaz que los tímidos, cuando una causa justa los estimula». Merece la pena, entre paréntesis, ocuparse unos instantes de lo extremadamente precaria que es la vida de una criada. Si Wilson no se hubiera marchado con miss Barrett, «la hubieran puesto en la calle – miss Barrett estaba segura de ello – antes de anochecer», con unos cuantos chelines, ahorrados de sus dieciséis libras anuales, por todo capital. ¿Y cuál habría sido entonces su sino? Este problema quedará sin resolver, ya que las novelas inglesas de la cuarta década del siglo pasado apenas se ocupan de las vidas de las doncellas que servían a las damas, y los biógrafos no han proyectado sus reflectores hasta un lugar tan bajo. Pero el caso es que Wilson se zambulló en la aventura. Declaró que «iría conmigo a cualquier parte del mundo». Abandonó el sótano, la habitación, el mundo de Wimpole Street entero, que significaba para Wilson cuanto pueda haber de civilización – la vida ponderada y decente -, cambiando todo esto por el desenfreno y la irreligiosidad de un país extranjero. Es curiosísimo observar el conflicto que tuvo lugar -hallándose en Italia – entre la compostura británica de Wilson y sus impulsos naturales. Se mofó de la Corte italiana; la indignaron los cuadros italianos. Pero, aunque la hiciera retroceder, escandalizada, «la indecencia de las Venus», Wilson – dicho sea en favor suyo – parece haberse parado a considerar que todas las mujeres se quedan desnudas cuando se quitan los vestidos. Hasta yo misma – es posible que pensara – estoy desnuda dos o tres segundos al día. Por eso «probará otra vez, y quién sabe si entonces podrá vencer su embarazoso pudor». Es indudable que éste cedió rápidamente. Al poco tiempo no sólo le parecía muy bien Italia, sino que se enamoró del signor Righi, de la Guardia Ducal («Todos ellos son personas muy respetables y morales, y algunos llegan a los seis pies de estatura», decía mistress Browning.) Wilson llevó un anillo de prometida, dio calabazas a un pretendiente londinense y empezó a aprender italiano. Luego se nos vuelven a nublar las fuentes de información, y cuando se alejan las nubes nos descubren a Wilson abandonada…, «el infiel Righi ha roto su compromiso con Wilson». Se sospecha que el culpable de aquello fue su hermano, un mercero al por mayor establecido en Prato. Cuando Righi se licenció de la Guardia Ducal, se hizo – por consejo de su hermano – mercero al por menor en Prato. Bien fuera que su situación requiriese en su futura mujer un conocimiento de la mercería, o bien encontrase en Prato una joven con esas disposiciones, lo cierto es que no escribía ya a Wilson con la frecuencia debida. Nos es imposible determinar con exactitud cuál fue la conducta de este hombre tan moral y respetable, conducta que hizo exclamar a mistress Browning, en 1850: «[Wilson] esta curada definitivamente de aquello. ¿Cómo iba a seguir amando a un hombre semejante?» Imposible aclarar por qué había descendido en tan poco tiempo a ser «un hombre semejante». Abandonada por Righi, Wilson se unió cada vez más a la familia Browning. No sólo desempeñaba sus deberes de criada al servicio de la señora, sino que hacía pasteles, confeccionaba vestidos, y dedicó sus solícitos cuidados a Penini, el pequeñín de la casa. De modo que, con el tiempo, el niño llegó a elevarla a la categoría de familiar – lo cual se merecía con toda justicia – insistiendo en llamarla sólo Lily. En 1855 casóse Wilson con Romagnoli, criado de los Browning, «un hombre de tierno corazón»; y ambos siguieron sirviendo a los Browning durante algún tiempo. Pero en 1859 aceptó Robert Browning «el cargo de tutor de Landor», función muy delicada y de gran responsabilidad, pues Landor era de natural difícil y «no sabía contenerse en nada», según escribió mistress Browning. En estas circustancias, nombraron a Wilson «su señora de compañía», con un salario de veintidós libras al año. Más adelante le subieron el sueldo a treinta libras, pues el hacer de «señora de compañía» de un «viejo león», que posee además «los impulsos de un tigre», arrojando los platos por la ventana o al suelo si no le gustaba la comida, y sospechando que los criados abren los cajones, entrañaba – como observó la señora Browning – «ciertos riesgos, y no sería yo quien me expusiera a ellos». Pero a Wilson, que había tratado a míster Barrett y a los espíritus, no le importaba mucho que salieran volando por la ventana unos platos más o menos… Eran gajes del oficio.

Sus días – por lo que aún podemos distinguir de ellos -formaron una extraña sucesión. Empezaran o no en algún remoto pueblecito inglés, lo cierto es que terminaron en Venecia, en el Palazzo Rezzonico. Alií, por lo menos, vivía aún en el año 1897, ya viuda, en una casa del muchachito a quien tanto cuidó y quiso: míster Barrett Browning. Muy extraña procesión de días… es posible que pensara aquella anciana, soñando a la luz roja del ocaso veneciano. Sus amigas, casadas con labriegos, venían aún -pisando inseguras el césped inglés- a tomarse un vaso de cerveza. Se había fugado con miss Barrett a Italia; había visto las cosas más extrañas: revoluciones, guardias, espíritus, míster Landor tirando los platos por la ventana…

Luego, la muerte de mistress Browning… No, no le faltarían a la vieja cabeza de Wilson cosas en qué pensar cuando se sentaba por las tardes junto a una ventana del Palazzo Rezzonico. Pero sería inútil que pretendiéramos saber en qué consistían esos pensamientos, pues era una típica representante de ese gran ejército formado por las criadas inescrutables, silenciosas e invisibles, que en la historia han sido. «No podría hallarse un corazón más honrado, fiel y cariñoso que el de Wilson.» Estas palabras de su ama pueden servirle de epitafio. (N. de A.)


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