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Conforme transcurrían los días, se iba debilitando el recuerdo de Whitechapel. Flush, muy cerca de miss Barrett, leía los sentimientos de ésta con más claridad que antes. Estuvieron separados; ya estaban juntos. La verdad es que nunca había habido tanta afinidad entre ellos. En él se reflejaba cada movimiento de ella, cada sobresalto; y ahora parecía estar siempre miss Barrett sobresaltándose y moviéndose. Incluso la llegada de un paquete la asustó; lo deshizo con dedos temblorosos y sacó de él un par de botas gruesas. Las escondió inmediatamente en el fondo de la alacena. I.uego se tendió de nuevo como si nada hubiera ocurrido; pero había ocurrido algo. Cuando estuvieron solos se levantó y sacó de un cajón un collar de diamantes. Tomó la caja que contenía las cartas de míster Browning. Puso las botas, el collar y las cartas en un saco de viaje, y luego – como oyera pasos por la escalera – empujó el saco bajo la cama y se acostó apresuradamente, cubriéndose de nuevo con el chal. A Flush le pareció que estas señales de secreto, este afanarse a hurtadillas, predecían alguna crisis inminente. ¿Iban a escapar juntos de este mundo espantoso de ladrones de perros y tiranos? ¡Oh, si fuera posible! Temblaba de excitación sólo con pensarlo y dejaba escapar unos griticos de alegría, pero miss Barrett le ordenaba en voz baja que se estuviese tranquilo, y él se tranquilizaba al momento. Ella también se quedaba muy tranquila. En cuanto entraba alguno de sus hermanos o cualquiera de sus hermanas, miss Barrett permanecía en una inmovilidad absoluta, tendida en el sofá. Y hablaba un rato con míster Barrett, echada serenamente, como siempre.

Pero el sábado, 12 de septiembre, hizo miss Barrett lo que nunca le viera hacer Flush: se vistió como si fuera a salir inmediatamente después del desayuno. Además, mientras la veía arreglarse, comprendió Flush perfectamente, por la expresión de su cara, que no le llevaría consigo. Iba a algún asunto secreto, algo de carácter privado. A las diez, entró Wilson en la habitación. También ella venía vestida como para salir. Partieron juntas. Flush se acostó en el sofá a esperarlas. Una hora después – poco más o menos – miss Barrett regresó, pero sola. No lo miró… Parecía no mirar nada. Quitóse los guantes, y Flush vio brillar – por un instante – un anillo de oro en uno de los dedos de su mano izquierda. Se quitó el anillo rápidamente y lo escondió en la oscuridad de un cajón. Entonces se tendió, como de costumbre, en el sofá. Flush se acercó a ella sin atreverse casi a respirar, pues lo que hubiera sucedido – que él no lo sabía – era algo que debía a toda costa mantenerse oculto.

A toda costa, debía proseguir como de costumbre la vida del dormitorio. Y, sin embargo, todo era distinto. Hasta la oscilación de la cortinilla, movida por el aire, le parecía a Flush una señal. Y las mismas luces y sombras que acariciaban a los bustos parecían querer decir algo y estar haciendo señas. Todo daba en el cuarto la impresión de un cambio; todo parecía estar preparado para algún acontecimiento. Y, sin embargo, todo estaba en silencio, todo se ocultaba… Los hermanos y las hermanas entraban y salían como siempre; míster Barrett vino a última hora, como de costumbre. Se cercioró, como siempre, de que miss Barrett se lo había comido todo y había bebido el vino. Miss Barrett charló y se rió no dejando traslucir – mientras había alguien en el cuarto – que ocultase algo. Pero en cuanto se quedaban solos, sacaba la caja de bajo la cama y la iba llenando precipitadamente, a hurtadillas, escuchando mientras lo hacía. Y los indicios de tensión eran inequívocos. El domingo tocaron las campanas de la igiesia. «¿Qué campanas son ésas?», preguntó alguien. «Las campanas de la iglesia de Marylebone», dijo miss Henrietta. Flush observó que miss Barrett se ponía mortalmente pálida. Pero ninguno de los presentes pareció haber notado nada.

Pasó el lunes, y el martes; y pasaron el miércoles y el jueves. Sobre todos los de casa se extendía un manto de silencio. No se hacía sino comer, hablar y estarse tendido en el sofá, como de costumbre. Flush, agitándose en un sueño intranquilo, soñó que estaban acostados juntos bajo hojas y helechos, en una dilatada selva. Entonces se entreabrieron las hojas, y se despertó. Oscuridad. Pero vio a Wilson que entraba sigilosamente en la habitación y sacaba la caja de bajo la cama, llevándosela con gran silencio. Esto ocurría en la noche del viernes 18 de septiembre. Flush pasó toda la mañana del sábado como alguien que sabe pueden amordazarlo de un momento a otro, o que puede sonar un silbido en tono bajo, dando la señal de que dependa la muerte o la vida. Vio que miss Barrett se vestía. A las cuatro menos cuarto, se abrió la puerta y entró Wilson. Entonces dieron la señal… Miss Barrett lo cogió en brazos. Se levantó y dirigióse a la puerta. Se detuvieron un momento para dar un vistazo a la habitación. El sofá; junto a él, la butaca de míster Browning. Los bustos, las mesitas. El sol se filtraba a través de la hiedra y el visillo con los campesinos paseándose ondeaba con el aire. Todo como siempre. Todo parecía tener asegurado un millón más de momentos como aquél. Pero para miss Barrett y para Flush, éste era el úlumo. Miss Barrett cerró la puerta muy despacio.

Muy despacito se deslizaron hasta el piso bajo, pasando frente al salón, la biblioteca y el comedor. Todo tenía el aspecto habitual y el olor de siempre. Todo muy en calma, como durmiendo en la cálida tarde de septiembre. Catiline también dormía en la alfombrilla del vestíbulo. Lleogaron a la puerta de la calle y, muy despacio, hicieron girar el pestillo. Un coche de alquiler los estaba esperando.

«A Hodgson», dijo miss Barrett. Fue casi un suspiro. Flush se instaló, muy quietecito, en su regazo. Por nada del mundo hubiera roto aquel silencio tan tremendo.

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