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Miss Barrett yacía en su sofá de Wimpole Street. Estaba muy contrariada, se preocupaba mucho, pero no se había alarmado seriamente. Claro que Flush sufriría; se pasaría toda la noche gimiendo y ladrando, pero sólo era cosa de unas horas. Míster Taylor fijaría la cantidad, ella la pagaría y devolverían a Flush.

Amaneció el 2 de septiembre en los grajales de Whitechapel. Las ventanas rotas se fueron cubriendo gradualmente de gris. Fue dando la luz sobre las caras hirsutas de los rufianes acurrucados por el suelo. Flush despertó de su ilusión y se le apareció una vez más la inevitable realidad, y la realidad de ahora consistía en este cuarto, estos rufianes, los perros que aullaban y ladraban fuertemente atados; esta lobreguez, esta humedad… ¿Sería posible que hubiera estado ayer mismo en una tienda acompañando a unas señoritas y rodeado de encajes? ¿Existía un lugar llamado Wimpole Street? ¿Había una habitación donde el agua fresca relucía en una vasija purpúrea? ¿Estuvo alguna vez acostado en cojines y le dieron en alguna acasión un ala de pollo apetitosamente asada? ¿Y ocurría en realidad que, rabioso de celos, mordiera a un hombre de guantes amarillos?

Toda aquella vida, con sus emociones, se alejaba vaporosa, disolviéndose en lo irreal.

Aquí, al filtrarse la polvorienta luz matinal, se levantó una mujer de su yacija – a duras penas – y, tambaleándose, llegó a donde estaba la cerveza. Volvieron a empezar las borracheras y las maldiciones. Una mujer gorda lo levantó por las orejas y le pellizcó en las costillas, y alguien se permitió hacer a propósito de él un chiste odioso… Resonó un tronar de carcajadas cuando la mujer lo dejó caer al suelo. La puerta la abrían a patadas y la cerraban con un ruido ensordecedor. Cada vez que ocurría esto, miraba Flush hacia allá. ¿Era Wilson? ¿Sería posible que fuera mister Browning? ¿O acaso, miss Barrett? No, no… Sólo era otro ladrón, otro asesino. Se encogía por la sola presencia de aquellas faldas enlodadas, de aquellas botas bastas y córneas. Trató de roer un hueso que le cayó cerca. Pero sus dientes no podían hacer presa en una carne tan pétrea y el olor podrido de ésta le repugnaba. Aumentó su sed y se vio precisado a tomar un sorbito del cubo. Pero transcurría el miércoles, y a cada momento sentíase Flush más abrasado por aquel ambiente, y más mareado, tendido en unas tablas rotas y sintiendo que se le fundían unas cosas con otras. Apenas si percibía lo que estaba sucediendo. Sólo levantaba la cabeza y miraba cuando abrían la puerta. No, no era miss Barrett.

Miss Barrett, en su sofá de Wimpole Street, se impacientaba ya. Algo fallaba en las negociaciones. Taylor había prometido ir a Whitechapel el miércoles por la tarde para conferenciar con su «Sociedad». Sin embargo, pasó la tarde del miércoles y Taylor no apareció. Esto sólo significaba, supuso miss Barrett, que iban a subir el precio, lo cual no dejaba de ser un fastidio en sus circunstancias. Aun así, claro, había de pagarlo. «Tengo que rescatar a mi Flush por todos los medios, ya lo sabes», escribió a mister Browning. «No puedo exponerme a que me lo hagan picadillo regateándoles…» De modo que miss Barrett seguía reclinada en el sofá escribiendo a mister Browning y esperando que llamaran a la puerta. Pero subió Wilson a traer las cartas; subió otra vez Wilson a traer el agua caliente, llegó la hora de acostarse, y Flush no había venido.

Amaneció el jueves, 3 de septiembre, en Whitechapel. Se abrió la puerta y volvió a cerrarse. El setter rojizo que había pasado la noche aullando lo hizo salir a rastras uno de los rufianes – que vestía una chaqueta de piel de topo – y lo llevó… ¿hacia qué destino? ¿Era preferible morir a permanecer allí? ¿Qué era peor, aquella vida o la muerte? La barahúnda, el hambre y la sed, el vaho fétido de aquel lugar – ¡y pensar que en tiempos detestaba el perfume del agua de Colonia! -, todo ello le iba oscureciendo las imágenes y hasta los deseos. Le retornaron antiguos recuerdos. ¿Era aquella voz del viejo doctor Mitford gritando en el campo? Y, aquél en la puerta, ¿sería Kerenhappoch chismorreando con el panadero? Sonó un repiqueteo y Flush creyó que era miss Mitford cortando unos geranios para formar un ramo. Pero no era sino el viento – pues el día estaba tormentoso – que sacudía el papel de estraza con que habían tapado los vidrios rotos de la ventana. Era sólo alguna voz de borracho que deliraba en el arroyo. Tan sólo era la vieja bruja de la esquina que gruñía incesantemente mientras freía un arenque en una sartén, sobre la fogata… Lo habían abandonado. No llegaba ayuda alguna. Ninguna voz le hablaba… Los loros continuaban chillando: Pretty Poll! Pretty Poll! y los canarios proseguían sus gárrulos gorjeos sin sentido.

Y otra vez oscureció en la habitación. Pegaron la vela en un platillo, voivieron a encender en el callejón la tosca lámpara… Hordas de hombres siniestros – con sacos a la espalda – y de emperejiladas mujeres de caras pintarrajeadas, entraban arrastrando los pies y se iban arrojando en los camastros y acodándose en las mesas. Otra noche había tapado con su negrura a Whitechapel. La lluvia empezó a colarse por un agujero de la techumbre, y sus gotas tamborileaban en el cubo que habían puesto debajo para recogerla. Miss Barrett no había ido.

Amaneció el jueves en Wimpole Street. Ni señal de Flush, ni de Taylor tampoco. Miss Barrett estaba alarmadísima. Se informó. Llamó a su hermano Henry y lo sometió a un hábil interrogatorio. Resultó que la había engañado. El «archienemigo» Taylor había venido la noche anterior, como prometiera. Expuso sus condiciones: seis guineas para la «Sociedad» y media guinea para él. Pero Henry, en vez de decírselo a ella, se lo había dicho a míster Barrett con el resuitado que era de esperar; míster Barrett le ordenó no pagar y ocultarle a su hermana aquella visita. Miss Barrett «se enfadó muchísimo». Mandó a su hermano que fuese en seguida a casa de míster Taylor y le entregase el dinero, Henry se negó a ello y «habló de papá». Pero era inútil hablar de papá – protestó su hermana -, pues, mientras hablaban de papá matarían a Flush. Entonces miss Barrett se decidió. Si Henry no quería ir, iría ella: «…si no me hacen caso, iré yo misma mañana y traeré a Flush conmigo», escribió a míster Browning.

Pero miss Barrett se encontró con que era más fácil decirlo que hacerlo. Le era casi tan difícil ir por Flush como a éste venir a ella. Toda la calle Wimpole estaba contra ella. Era ya del dominio público la noticia del robo de Flush y del rescate exigido por míster Taylor. Wimpole Street estaba decidida a enfrentarse con Whitechapel. El ciego míster Boyd mandó recado de que, a su juicio, sería un «pecado horrible» pagar el rescate. El matrimonio Barrett estaba en contra de su hija y eran capaces de cualquier traición con tal de salvaguardar los intereses de su clase. Pero lo peor de todo – esto sí que era terrible – fue que mister Browning puso todas sus energías, toda su elocuencia, toda su sabiduría y toda su lógica de lado de Wimpole Strcet y contra Flush. Si miss Barrett cedía ante Taylor, escribió, dejaba libre el campo a la tiranía, cedía a los chantajistas, favorecía con ello el predominio del mal sobre el bien, de la delincuencia sobre la inocencia. Si daba a mister Taylor lo que pedía, «¿cómo se las compondrán los pobres que no tengan dinero suficiente para rescatar a sus perros?» Inflamóse su imaginación; se figuraba lo que le diría a Taylor si éste le pidiera aunque no fuese más que cinco chelines. Le iba a decir: «Usted es el responsable de las fechorías de su pandilla, y no le permito que me hable de esas estupideces de cortar cabezas o pezuñas. Tenga la absoluta seguridad – tan cierto es como que ahora estoy aquí diciéndole esto – que emplearé toda mi vida en desenmascararle a usted y en acabar, por todos los medios imaginables, con usted y con cuantos cómplices suyos pueda descubrir… Pero a usted ya lo he descubierto y no lo perderé de vista nunca más…» Así hubiera contestado míster Browning a Taylor, si hubiese tenido la suerte de encontrarse con aquel caballero. Y siguió desahogándose en otra carta que echó al correo en la misma tarde del jueves: «…es horrible figurarse cómo pueden los opresores de todas clases manejar a su antojo a los débiles y tímidos, cuyos secretos han descubierto, tirándoles de las cuerdas del corazón…»

No es que censurase a miss Barrett. Pues todo cuanto ésta hiciera estaría perfectamente hecho y él lo aceptaría por completo. No obstante, continuaba diciendo el viernes por la mañana. «…me parece una debilidad lamentable…» Si animaba a Taylor, que robaba perros, animaba también a míster Barnard Gregory, que robaba reputaciones. Y como muchos desventurados se daban un tajo en el cuello o huían del país cuando algún chantajista como Barnard Gregory tomaba una guía en sus manos y hacía estallar sus reputaciones, resultaba que miss Barrett se hacía responsable, indirectamente, de aquellas desgracias. «Pero ¿qué objeto tiene escribir todas estas verdades evidentes sobre la cosa más sencilla del mundo?» Así se irritaba y vociferaba diariamente míster Browning desde New Cross.

Tendida en su sofá, miss Barrett leía las cartas. ¡Qué fácil habría sido dejarse convencer!… ¡Qué fácil haber dicho: «Merecerte buena opinión vale para mí mas que cien cockers »! Hubiera sido tan fácil volver a hundirse en los almohadones y decirse suspirando: «Soy una mujer débil; nada sé de leyes ni de justicia; decide tú por mí.» Sólo tenía que negarse a pagar el rescate; nada más que desafiar a Taylor y a su «Sociedad». Y si mataban a Flush, si llegaba el horroroso paquete y, al abrirlo, caían de él la cabeza y las pezuñas, allí estaría Robert Browning junto a ella para asegurarle que había obrado rectamente, ganándose así su estimación. Pero miss Barrett no iba a dejarse intimidar. Miss Barrett cogió la pluma y refutó a Robert Browning. Estaba muy bien – dijo – que citara a Donne; muy bien su cita del caso Gregory, y que imaginara aquellas respuestas tan audaces dirigidas a míster Taylor – ella habría dicho lo mismo si Taylor la hubiera atacado o si Gregory la hubiese difamado -, pero ¿qué habría hecho mister Browning, si los bandidos la hubieran robado a ella , si hubieran amenazado con cortarle las orejas a ella y mandarlas por correo a New Cross? No importaba lo que hubiera hecho míster Browning; estaba decidida. Flush estaba indefenso. Su deber la llamaba junto a él. «¿Y he de sacrificar a Flush, al pobre Flush, que me ha amado tan fielmente; tengo derecho a sacrificarlo en su inocencia por atender a la culpabilidad de todos los Taylor del mundo?» Dijera mister Browning lo que dijera, ella iba a rescatar a Flush, aunque tuviera que meterse en las mismas mandíbulas de Whitechapel para sacarlo de allí, aunque Robert Browning la despreciara por haberlo hecho.

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