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Mientras Robert Browning manejaba las tijeras, mientras caían al suelo las insignias del cocker y lo iban disfrazando de otro animal muy distinto, Flush sentíase disminuido, avergonzado, sometido en cierto modo a un proceso de afeminamiento. ¿Qué soy ahora?, pensó contemplándose en el espejo. Y el espejo contestó, con esa sinceridad brutal de todos los espejos: No eres nada. No era nadie. Desde luego, ya no era un spaniel de la clase cocker . Pero, al contemplarse las orejas calvas ahora, y sin rizar, parecía como si se le estirasen. Era como si el poderoso espíritu de la verdad y de la risa, las estuviera animando. No ser nada… ¿No es ésta, después de todo, la condición más satisfactoria en que puede uno hallarse en el mundo? Volvió a mirarse. Le quedaba un collar de pelo. ¿No sería, en cierto modo, una buena carrera caricaturizar la pompa de los que pretenden ser algo? En resumidas cuentas, cualquiera que fuese la orientación que diera a su vida, lo indudable es que se había librado de las pulgas. Se sacudió el peludo collar que le había quedado. Vaciló sobre sus patas, desnudas ya y adelgazadas. Se animó de nuevo. Lo mismo podía ocurrir a una mujer de célebre hermosura que, al levantarse del lecho después de una enfermedad y encontrarse el rostro desfigurado para siempre, tirase al fuego sus galas y cosméticos, y riera, contenta, al pensar que ya no necesitaba volver a contemplarse en el espejo ni temer el alejamiento de un amante o la belleza de una rival. Así, Flush salió corriendo, trasquilado y semejante a un león, pero libre de pulgas. «Flush», escribió mistress Browning a su hermana, «es muy sensato». Quizá estuviera recordando el aforismo griego que afirma no poderse alcanzar la felicidad sino a través del sufrimiento. El verdadero filósofo es el que se queda sin pelo pero se libra de las pulgas.

Aunque no tuvo Flush que esperar mucho para ver sometida su filosofía recién adquirida a una dura prueba. De nuevo aparecieron en la Casa Guidi indicios de una de aquellas crisis… Total, nada, un cajón que se abría, o una cuerda colgando de una caja, pero para un perro son estas señales silenciosas tan amenazadoras como son para un pastor las nubes que anuncian la inminente tormenta o para un estadista los rumores que predicen una guerra. Se preparaba otro cambio, otro viaje. Bueno, ¿y a santo de qué? Se disponían los baúles, se los ataba con cuerdas. La niñera salió con el niño en brazos. Aparecieron los señores Browning, vestidos de viaje. Había un coche a la puerta.

Flush esperó filosóficamente en el vestíbulo. Si ellos estaban preparados, él también lo estaba. Una vez instaladas las personas en el coche, se metió Flush en éste de un ágil salto. ¿Adónde írian? ¿A Venecia, a Roma, a París…? Le daban igual todos los países, todos los hombres eran hermanos suyos. Ya había aprendido la lección. Pero cuando, por fin, emergió de la oscuridad, hubo de echar mano de toda su filosofía… Estaba en Londres.

Las casas se extendían a izquierda y derecha en avenidas de líneas bien trazadas. El pavimento era frío y duro bajo sus pies. Allí, saliendo de detrás de una puerta de caoba con llamador de bronce, estaba una señora ataviada con un ondulante vestido de terciopelo purpúreo. Sobre el cabello llevaba una diadema de flores. Recogienda su flotante drapeado, miró despectivamente calle arriba y calle abajo, mientras un lacayo, inclinándose, preparaba el estribo de un landó para que la dama pudiera subir. Toda la calle Welbeck – pues era la calle Welbeck – se hallaba envuelta en un esplendor de luz rojiza… una luz que no era clara y feroz como la luz italiana, sino curtida y enturbiada por el polvo de un millón de ruedas y el pisoteo de un millón de herraduras. La temporada londinense estaba en su apogeo. Todos los ruidos de la ciudad se reunían en uno difuso y gigantesco que la cubría como un manto. Pasó un majestuoso galgo conducido por un lacayo. Un guardia, paseándose arriba y abajo con paso rítmico, lanzaba a uno y otro lado la mirada inquisitiva de sus ojos de toro. Olores de asado, olores a carne de vaca y a col, procedentes de mil sótanos… Un criadillo con librea echaba una carta en el buzón.

Anonadado por la magnificencia de la metrópolis, se detuvo Flush un momento en el umbral de aquella casa. Wilson también se paró a pensar. ¡Qué mezquina le parecía ahora la civilización italiana, con sus Cortes y sus revoluciones, sus Grandes Duques y sus soldados de la Guardia Ducal! Al ver pasar un guardia londinense, dio gracias a Dios por seguir soltera, pues no había llegado a casarse con el signor Righi. Entonces salió de una taberna próxima una figura siniestra. Un hombre los miraba con ojos codiciosos. Flush se metió en la casa de un rapidísimo salto.

Hubo de pasarse varias semanas recluido en la salita de una pensión de Welbeck Street. Pues aún era preciso el encierro. Se había presentado el cólera, y si es cierto que el cólera contribuyó algo a mejorar la condición de los grajales , no la mejoró demasiado, ya que seguían siendo robados los perros y los de Wimpole Street tenían que ir todavía con el collar y la cadenita. Naturalmente, Flush hizo vida de sociedad. Frecuentó a los perros alrededor del buzón y frente a la taberna; le dieron la bienvenida con la buena educación propia de unos perros tan distinguidos. Así como un lord que haya vivido muchos años en Oriente y contraído allí algunas de las costumbres indígenas, rumoreándose que se ha hecho musulmán y que tuvo un hijo de una lavandera china, se encuentra, al volver a ocupar su puesto en la Corte, con que sus antiguos amigos están dispuestos a no tomarle en cuenta esas aberraciones y lo invitan a Chatsworth (aunque, claro está, sin hacer alusión a su mujer y dándose por descontado que unirá sus plegarias a las de la familia), así acogieron a Flush los pointers y los setters de la calle Wimpole, haciendo como que no se daban cuenta del estado de su pelambre. Pero Flush creyó notar en este viaje cierta morbosidad entre los perros londinenses. Todo el mundo sabía que el perro de la señora de Carlyle, Nerón, se había arrojado desde una ventana de un último piso, con la intención de suicidarse [9] . Se decía que se le había hecho insoportable la vida tan dura que llevaba en Cheyne Row. Y a Flush no fe costaba trabajo creerlo, a juzgar por la calle Welbeck. El encierro, la multitud de cacharritos, las cucarachas por la noche, las moscas por la mañana, los efluvios – que lo hacían desfallecer a uno – del asado de cordero, la presencia constante de los plátanos en el aparador… ¿No era suficiente todo eso, unido a la proximidad de varios hombres y mujeres vestidos pesadamente y que no se lavaban a menudo – y nunca del todo -, para irritarle a uno los nervios y hacerle perder la paciencia? Se pasaba las horas muertas baja un armario de la pensión. Imposible salir a dar una vuelta. Siempre tenían cerrada la puerta de la calle. Había de esperar que alguien lo sacase de paseo con la cadena.

Sólo dos incidentes rompieron la monotonía de las semanas que pasó en Londres. Un día, a fines de aquel verano, fueron los Browning a visitar al reverendo Charles Kingsley, en Farnham. En Italia habría estado la tierra tan dura y desnuda como ladrillo, y las pulgas hubieran aparecido por doquier. Se habría uno arrastrado de sombra en sombra, agradeciendo hasta la raya umbría proyectada por el brazo extendido de alguna estatua de Donatello. Pero aquí, en Farnham, había campos de verde hierba; había estanques de agua azul; bosques rumorosos y un césped tan hermoso que las pezuñas botaban en él al pisarlo. Los Browning y los Kingsley pasaron el día juntos. Y nuevamente, mientras trotaba Flush tras ellos, volvieron a sonar las antiguas trompas de caza. Retornó al lejano éxtasis… ¿Una liebre, un zorro? Flush corrió a sus anchas por los matorrales de Surrey como no había corrido desde los tiempos de «Three Mile Cross». Un faisán desplegó su pirotecnia púrpura y oro. Casi lo había agarrado ya con los dientes por el extremo de la cola cuando oyó una voz que gritaba. Sonó un latigazo. ¿Era el reverendo Charles Kingsley llamándolo al orden? De todos modos, ya no siguió corriendo. Los bosques de Farnham estaban acotados rigurosamente.

Unos cuantos días después se hallaba echado en la salita de Welbeck Street, cuando entró mistress Browning vestida como para salir y lo hizo abandonar su escondite. Le puso la cadenita en el collar y, por primera vez desde septiembre de 1846, fueron juntos a la calle Wimpole. Cuando llegaron frente al número 50 se detuvieron como antaño. Y, como antaño, tuvieron que esperar. El criado seguía tardando lo mismo en acudir. Por fin, se abrió la puerta. ¿Sería Catiline aquel que estaba tumbado en la esterilla? El perro, viejo y desdentado, bostezó, se desperezó y no prestó la menor atención a los recién llegados. Subieron las escaleras tan a hurtadillas, tan en silencio como las bajaron la última vez. Mistress Browning, muy despacito, abriendo las puertas como si temiese ver qué iba a encontrarse dentro, recorría las habitaciones. Se le entristecía el semblante conforme las iba contemplando; «…me parecieron», escribió, «más pequeñas y más sombrías, y los muebles me resultaron inadecuados». La hiedra seguía golpeando los cristales de la ventana del dormitorio trasero. La cortinilla estampada oscurecía aún las cosas. Nada había cambiado. En aquellos años no había pasado nada. Así fue de habitación en habitación, apesadumbrada por el recuerdo. Pero, mucho antes de que hubiese terminado su visita de inspección, ya estaba Flush impacientísimo. ¿Y si mister Barrett viniera a sorprenderlos? ¿Y si, con el ceño fruncido, diese una vuelta a la llave y los dejara encerrados para siempre en el dormitorio trasero? Por último, mistress Browning cerró las puertas y bajó muy despacito. Sí – dijo -, la casa necesitaba, a su juicio, una buena limpieza.

Después de esto, sólo le quedó a Flush un deseo: salir de Londres, partir de Inglaterra para siempre. No se consideró feliz hasta encontrarse a bordo del vapor que cruzaba el Canal hasta Francia. Resultó un viaje molesto. La travesía duró ocho horas. Mientras el vapor se bamboleaba sobre las olas, Flush se sintió invadido por un tumulto de recuerdos revueltos: señoras con terciopelo de color púrpura, individuos andrajosos con sacos, Regent's Park, la reina Victoria pasando con su escolta, la verdura del césped inglés y la ranciedad de los pavimentos ingleses… Todo esto le pasó por la mente mientras yacía en cubierta; y, al levantar la vista, distinguió a un hombre alto y de severo aspecto acodado a la barandilla.

[9] Nerón (1849-60, aproximadamente), era, según Carlyle, un «perrito cubano, blanco casi todo él, muy vivo y afectuoso; pero, aparte de eso, no tenía gran mérito…» Se dispone de abundante material para reconstruir su vida, pero no es ésta la ocasión de utilizarlo. Baste decir que lo robaron; que volvió con un cheque, destinado a Carlyle, atado al cuello; que «dos o tres veces lo eché a nadar en el mar (en Aberdour), lo cual no le hizo ni pizca de gracia», y que en 1850 se arrojó por la ventana de la biblioteca y se estrelló contra el suelo. «Fue después del desayuno», dice mistress Carlyle; «había estado asomado a la ventana, que estaba abierta, contemplando los pájaros… Yo me hallaba aún en la cama, cuando oí gritar a Elizabeth: "¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Nerón!" Y salí como un vendaval escaleras abajo, hasta la calle… Míster C. bajó de su dormitorio con la barbilla llena de jabón y preguntó: "¿Le ha ocurrido algo a Nerón?" "¡Oh, señor, debe de haberse roto todas las patas, se tiró por la ventana de usted!" "¡Dios me valga!" dijo míster C., y subió a acabarse de afeitar.» Sin embargo, no se le rompió ningún hueso, y sobrevivió de aquello para ser atropellado por el carro de un carnicero, y morir de los efectos de este accidente, el primero de febrero de 1860. Está enterrado en el cementerio de Cheyne Row, bajo una pequeña losa de piedra. Podría dar lugar a un interesantísimo tratado de psicología canina el investigar si intentó suicidarse o si fue, sencillamente, que quiso saltar tras los pájaros, como insinúa la señora Carlyle. Algunos sostienen que el perro de Byron se volvió loco por afinidad con su amo, y otros, que Nerón se dejó arrastrar por una incurable melancolía en su afán de asociarse a la de míster Carlyle. Lo relativo a la influencia ejercida en los perros por el espíritu de su época, a la posibilidad de llamar isabelino a un perro, victoriano a otro, etcétera… así como a la influencia, en los perros, de la filosofía y la poesía de su época, merece un desarrollo más amplio del que pudiera tener aquí. Por ahora han de permanecer en la oscuridad los motivos que impulsaron a Nerón. (N. de A.)


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