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CAPITULO II

HISTORIAS DE CAZA

Paso en silencio muchas y alegres escenas de que fuimos actores o testigos en circunstancias análogas, porque quiero referiros diferentes historias cinegéticas mucho más maravillosas e interesantes que todo eso.

No hay para qué deciros que mi sociedad predilecta se componía de esos buenos compañeros que saben apreciar el noble placer de la caza. Las circunstancias que rodearon todas mis aventuras, la fortuna que guió todos mis tiros quedarán entre los más bellos recuerdos de mi vida.

Una mañana vi desde la ventana de mi dormitorio un gran estanque que se hallaba en la vecindad, cubierto todo él de patos silvestres. Descolgué inmediatamente mi escopeta y bajé la escalera con tal precipitación, que choqué de cara contra la puerta. El golpe me hizo ver todas las chispas de una fragua; pero no por eso perdí un momento. Iba a disparar, cuando advertí con desesperación que al violento choque en la puerta se me había caído la piedra [3] de la escopeta. ¿Qué hacer en tan crítico momento? No había que perder tiempo. Por fortuna, me acordé de lo que había visto hacía poco: alzo la cazoleta, dirijo el arma en la dirección de la caza y me doy un pinchazo en un ojo. Este vigoroso golpe hizo saltar un número de chispas suficiente para encender la pólvora: el tiro partió y maté cinco pares de patos, cuatro cércelas y dos gallinetas de agua. Esto prueba que la presencia de ánimo es el alma de las grandes acciones. Si presta inapreciables servicios al soldado y al marino, el cazador por su parte le debe también muy buenos lances.

Así, por ejemplo, recuerdo que un día vi en un lago, a cuya orilla me había llevado una de mis excursiones, algunas docenas de patos silvestres, por demás diseminados para que esperara matar de un tiro más de un pájaro. Para colmo de desgracia, mis últimas municiones estaban en la escopeta, y hubiera yo querido matarlos todos de un tiro, teniendo en casa que obsequiar a muchos amigos y conocidos.

Recordé entonces que tenía aún en el morral un pedazo de tocino, resto de las provisiones que había llevado a mi expedición. Até esta grasa a la trailla de mi perro, cuya cuerda deshice y prolongué enlazando sus cabos; me oculté luego entre los juncos de la orilla, lancé lejos el cebo, y muy pronto tuve la satisfacción de ver cómo se acercó un pato y se lo tragó. Acudieron los otros detrás del primero, y como mediante la untuosidad del tocino, muy pronto el cebo atravesó el pato en toda su longitud, otro pato se lo tragó a su vez, después otro y otro después y así sucesivamente. Al cabo de algunos instantes, mi resto de tocino había pasado por todos los patos, sin separarse de la cuerda, habiéndolos ensartado a guisa de perlas. Con esto volví gozosamente a la orilla; me di cinco o seis vueltas al cuerpo con el dichoso rosario, y enderecé hacia mi casa. Teniendo que andar todavía buen trecho de camino y pesándome demasiado los patos, hube de sentir haber cogido tantos. Pero en esto sobrevino un acontecimiento, que al principio me causó alguna inquietud. Los patos estaban aún vivos todos, y volviendo poco a poco de su aturdimiento se pusieron a aletear y levantarse por los aires. Cualquiera otro se hubiera visto muy embarazado; pero yo hice valer el accidente en mi provecho, pues sirviéndome de mis faldones como de remos, me guié directamente hacia mi casa.

Estando ya por encima de ella, y tratándose sólo ya de tomar tierra sin romperme nada, fui retorciendo sucesivamente el cuello a mis patos, y bajé por el cañón de la chimenea, dejando estupefacto a mi cocinero. Por fortuna estaba el hogar apagado.

Con una bandada de perdices corrí una aventura poco más o menos semejante. Había salido para probar una escopeta nueva y agotado mis municiones de plomo menudo [4] , cuando, sin esperarlo, veo levantarse a mis pies una bandada de perdices. El deseo de ver figurar aquella misma noche algunas de ellas en mi mesa, hubo de inspirarme un medio que os aconsejo emplear, bajo mi palabra, en semejantes circunstancias. Luego que hube observado el sitio en que se dejó caer la bandada, cargué rápidamente mi escopeta metiendo en vez de plomos la baqueta, cuyo extremo dejé fuera del cañón.

Así preparado, enderecé hacia las perdices y les tiré al levantar el vuelo. A algunos pasos más allá fue a caer mi baqueta ensartando siete piezas, que debieron quedar muy sorprendidas de hallarse súbitamente metidas en el asador, lo que justifica el refrán que dice: Ayúdate y Dios te ayudará .

Otra vez encontré en uno de los grandes bosques de Rusia un magnífico zorro azul. Hubiera sido lástima agujerear aquella preciosa piel con una bala o con perdigones. El compadre zorro estaba oculto detrás de un árbol. Inmediatamente saqué la bala del cañón y la reemplacé por un buen clavo; hice fuego después, con tal acierto, que la cola del zorro quedó fija en el árbol. Entonces me adelanté tranquilamente hacia él, saqué mi cuchillo de monte y le hice en el hocico un doble corte en forma de cruz; tomé enseguida mi látigo y le hice salir de su misma piel tan bonitamente que era cosa de ver.

La casualidad y la suerte se encargan muchas veces de reparar nuestras faltas, y he aquí un ejemplo. Un día vi en un espeso bosque una jabalina y un jabato que corrían hacia mí. Les tiré y no hice carne; pero el jabato continúa andando, y la jabalina se detiene inmóvil, como clavada en el suelo.

Por peligrosa que sea la hembra, el macho de esta especie es aún más feroz y terrible. Una vez encontré en un bosque un jabalí, tan en mala hora, que no estaba preparado para la defensa ni menos para el ataque; y apenas había tenido tiempo de ampararme detrás de un árbol, cuando con todo su ímpetu se lanzó a mí la fiera para darme una dentellada: me la dio, en efecto; pero en lugar de penetrar en mi cuerpo, se hincaron tan profundamente en el tronco sus firmes y corvas presas, que no pudo ya sacarlas para acometerme de nuevo.

Me acerco para averiguar la causa de aquella inmovilidad, y noto que me las había con una jabalina ciega, la cual tenía entre los dientes el rabo del jabato, el cual, en su piedad filial, le servía de lazarillo. Habiendo pasado mi bala entre los dos animales, había cortado el hilo conductor, cuyo extremo conservaba aún la jabalina, que, no sintiendo ya que tiraban de ella, se había detenido instintivamente. Cogí yo al punto aquel fragmento de rabo y me llevé a mi casa sin resistencia ni dificultad ninguna al pobre animal ciego.

– ¡Hola! ¡Compadre jabalí! -exclamé yo cobrando aliento-. ¡A ver ahora quién puede más de los dos!

Tomé luego una piedra y acuñé sólidamente sus presas, de manera que le fue absolutamente imposible arrancarse ya del tronco. No tenía más remedio que esperar que yo decidiera de su suerte. Fui, pues, a buscar cuerdas y una carreta al pueblo inmediato y me lo llevé fuertemente amarrado y vivo a mi casa.

Seguramente habréis oído hablar de San Humberto, el patrono de los cazadores, como igualmente del ciervo que se le apareció en un bosque llevando la santa cruz entre los cuernos. Nunca he dejado de festejar anualmente en buena compañía al santo patrono, y he visto con frecuencia su ciervo pintado en las iglesias, así como en el pecho de los caballeros de la orden que lleva su nombre: así en mi ánima y conciencia y por mi honor de bravo cazador, no me atreveré a negar que haya habido en otro tiempo ciervos coronados de cruces y aun que los haya en el día de hoy.

Pero sin entrar en esta discusión, permitidme referiros lo que he visto por mis propios ojos. Un día que no tenía ya plomos, di casualmente con el ciervo más gallardo del mundo. Detúvose el animal y me miró fijamente, como si supiera que mi bolsa de municiones estaba ya vacía. Al instante eché a la escopeta una carga de pólvora y en vez de plomo un puñado de huesos de cerezas, a las que desembaracé de su carne lo más pronto que pude, y le envié el total a la frente entre los dos cuernos. Aturdido del tiro, vaciló un momento; pero se rehízo luego y desapareció. Un año o dos después, volví a pasar por el mismo bosque y ¡oh sorpresa!, vi un magnífico ciervo que llevaba entre los cuernos un cerezo de diez pies de alto cuando menos.

Recordé entonces mi primera aventura, y considerando al animal como una propiedad mía de mucho tiempo atrás, lo tendí en tierra de un balazo, ganando así al mismo tiempo el asado y los postres; porque el árbol estaba cargado de fruta y la más deliciosa y exquisita que en mi vida había comido.

¿Quién puede asegurar, en virtud de esto, que algún piadoso y apasionado cazador, abad u obispo, no hubiera sembrado del mismo modo la cruz entre los cuernos del ciervo de San Humberto? Sabido es desde siempre que tales señores fueron y son diestros en plantar cruces y cuernos.

En los casos extremos un buen cazador recurre a cualquier medio, antes de malograr una buena ocasión; y yo mismo me he visto muchas veces obligado a salir de los lances más peligrosos a fuerza de habilidad.

¿Qué diré, por ejemplo, del caso siguiente?

Encontrábame una vez, a la caída de la tarde, falto de municiones en un bosque de Polonia; y me volvía yo a mi casa, cuando un enorme oso, con tamaña boca abierta, sale a mi encuentro y me corta el paso con la peor intención del mundo. En vano busco en todos mis bolsillos pólvora ni balas; sólo hallé dos piedras de chispas, reserva que tengo la costumbre de llevar siempre por precaución, y le lancé al animal una de ellas, que penetró hasta el fondo de su tragadero. No habiéndole hecho maldita la gracia mi duro tratamiento, da media vuelta y me permite así enviarle la segunda piedra a la parte que no puede mentarse. El recurso no pudo ser más eficaz. No sólo llegó a su dirección el segundo pedernal, sino que entró tan adentro en su camino, que encontró al primero: el choque produjo fuego, y el oso estalló con una explosión terrible. Estoy seguro de que un argumento a priori lanzado así contra un argumento a posteriori , haría en moral un efecto análogo en más de un sabio.

Estaba escrito que yo debía ser atacado por los más terribles y feroces animales, precisamente en los momentos en que estaba menos preparado a hacerles frente, como si su propio instinto les hubiera advertido mi debilidad. Así es que una vez que acababa de quitar la piedra de mi escopeta para arreglarla, en aquel momento crítico, un oso traidor se lanzó a mí aullando. Todo lo que yo podía hacer era refugiarme en un árbol para prepararme a la defensa. Por desgracia, al trepar a él, dejé caer mi cuchillo, y no tenía ya más que los dedos; cosa insuficiente para arreglar mi piedra. El oso se dirigía al pie del árbol y yo esperaba ser devorado de un momento a otro.

[3] Pedernal.


[4] Perdigones.


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