VlAJE SUBTERRÁNEO Y OTRAS AVENTURAS NOTABLES
Si he de referirme a vuestros ojos, estoy cierto de que antes me fatigaría yo de referir los extraordinarios acontecimientos de mi vida, que de escucharlos vosotros. Vuestra atención es demasiado lisonjera para que termine mi narración en el segundo viaje a la Luna, como me había propuesto. Escuchad, pues si os place, una historia cuya autenticidad es tan incontestable como la de la precedente, pero la aventaja por lo maravillosa.
La lectura del viaje de Brydone por Sicilia hubo de inspirarme un vivo deseo de ver el Etna. En el camino nada notable me ocurrió; digo la verdad, aunque otros muchos, para hacer pagar los gastos de viaje a sus ingenuos lectores, no hubieran dejado de referir larga y enfáticamente infinitos detalles vulgares, indignos de la atención de los hombres serios.
Una mañana temprano, salí yo de una cabaña situada al pie de la montaña, firmemente resuelto a examinar el interior de este volcán, así me costara la vida. Después de tres horas de fatigosa marcha, llegué a la cima de la montaña. Hacía tres semanas que se oía rumor continuo en las profundidades del volcán. Bien conoceréis, señores, el Etna por las numerosas descripciones que de él se han hecho, y por lo mismo no he de repetiros lo que sabéis tan bien como yo, ahorrándome yo un trabajo y vosotros una fatiga inútil, cuando menos.
Tres veces di la vuelta al cráter, de que podéis formaros una idea figurándoos un inmenso embudo; y comprendiendo al fin que por más vueltas que le diera, no había de adelantar nada, tomé una heroica resolución, decidiéndome a saltar dentro.
Apenas hube saltado, cuando me sentí como hundido en un baño de vapor ardiente; los carbones encendidos que saltaban sin cesar me hicieron infinitas quemaduras en todo el cuerpo.
Pero por mucha que fuera la violencia con que se lanzaban las materias incandescentes, descendía yo más rápidamente que subían ellas por la ley de la gravedad; y al cabo de algunos instantes toqué el fondo.
Lo primero que noté fue un ruido espantoso, un concierto de juramentos, de gritos, de aullidos que al parecer salían de en torno de mí. Abro los ojos y veo… veo al mismísimo Vulcano acompañado de sus cíclopes. Estos señores, a quienes mi buen sentido había relegado, de mucho tiempo atrás, al dominio de la fábula, andaban a la greña hacía tres semanas sobre un artículo del reglamento interior y esta reyerta trascendía al exterior en rumores espantables. Mi aparición restableció, como por encanto, la paz y concordia entre los terribles pendencieros.
Vulcano, aunque cojeando, corrió al punto a un armario, sacó ungüentos y compresas que me puso con su propia mano, y algunos minutos después estaban completamente curadas mis heridas.
Ofrecióme luego un refrigerio, un frasco de néctar y otros licores preciosos reservados a los dioses; y cuando estuve repuesto, me presentó a Venus, su esposa, recomendándole me prodigara todos los servicios y atenciones que exigía mi estado.
La suntuosidad del aposento a que me condujo, la muelle blandura del sofá en que me hizo sentar, el encanto divino que reinaba en toda su persona, la ternura de su corazón, exceden a la expresión de toda palabra humana: sólo de pensar en ello se me va el santo al cielo.
El mismo Vulcano me hizo una minuciosa descripción del Etna; me explicó cómo aquella montaña no era más que un cúmulo de cenizas salidas de la fragua; que se veía obligado con frecuencia a castigar severamente a sus operarios, que entonces en su cólera les arrojaba carbones encendidos, que ellos paraban con mucha destreza, dejándolos pasar a la Tierra, a fin de agotar sus municiones.
«Nuestras discusiones duran a veces muchos meses -añadió-, y los fenómenos que producen en la superficie de la Tierra son lo que llamáis, según creo, erupciones. El Vesubio es igualmente una de mis fraguas; una galería de trescientas cincuenta millas me conduce a ella pasando por debajo del lecho de la mar. Allí también, disensiones semejantes producen en la Tierra accidentes análogos.»
Si me complacía en la instructiva conversación del marido, más aún me gustaba el trato de la esposa, y acaso no hubiera yo dejado nunca aquel palacio subterráneo, si algunas malas lenguas no hubieran puesto en inquietud al señor Vulcano, encendiendo en su pecho el fuego de los celos.
Con esto, sin pasarme siquiera un recado de atención ni darme el menor aviso, me agarró del cuello una mañana en el mismo tocador de la diosa, y me llevó a una estancia, que no había yo visto aún; allí me suspendió por encima de una especie de pozo profundísimo y me dijo:
– ¡Ingrato mortal! Vuelve al mundo de que no debiste haber salido.
Pronunciando estas palabras y sin permitirme replicar una en mi defensa, me precipitó en el oscuro abismo.
Caía con una rapidez más y más creciente, hasta que el espanto, añadido a la vertiginosa rapidez, me hizo perder el conocimiento.
Pero salí de repente de mi desvanecimiento al chapuzar en una inmensa masa de agua iluminada por los rayos del sol: era el paraíso y el reposo en comparación del horrible viaje que acababa de hacer.
Miré entonces en todas direcciones sin ver más que una inmensidad de agua. La temperatura era muy diferente de aquella a que me había acostumbrado en los dominios del señor Vulcano.
Por último, y afortunadamente, descubrí a alguna distancia un objeto que tenía la apariencia de una enorme roca, y, al parecer, se dirigía hacia mí. Muy pronto eché de ver que era un témpano flotante.
Después de darle muchas vueltas hallé un sitio a que agarrarme y logré trepar hasta la cima. Pero con gran despecho mío no pude descubrir ningún indicio que me anunciara la proximidad de la tierra.
Por fin, al caer de la tarde vislumbré un buque que traía rumbo hacia mí.
Cuando estuvo al habla, grité con todas mis fuerzas y me contestaron en holandés. Arrójeme entonces al mar y nadé hasta la nave, a cuyo bordo me recibieron.
Pregunté dónde estábamos, y me contestaron que en los mares del Sur.
Este dato explicaba todo el enigma. Era evidente que había atravesado yo todo el globo, cayendo por el Etna a los mares del Sur; lo que es mucho más directo que dar la vuelta al mundo.
Nadie, antes que yo, había intentado este paso, y si por acaso hubiera de hacer otra vez más este viaje, prometo traer observaciones de mayor interés.
Pedí algún refrigerio, que me sirvieron al punto, y me acosté. ¡Qué groseros personajes, señores, son los holandeses! El día siguiente referí a los oficiales mi aventura tan exactamente como acabo de referirla aquí, y muchos de ellos, el capitán especialmente, dudaron de la autenticidad de mis palabras.
Con todo eso, como me habían dado hospitalidad a bordo de su nave, y si vivía era por ellos, tuve que soportar la humillación sin replicar palabra.
Quise informarme después del objeto de su viaje y me dijeron ellos mismos que hacían uno de exploración, y que si era cierto lo que les había referido, estaba cumplido su objeto.
Nos encontrábamos precisamente en el derrotero que había seguido el capitán Cook, y llegamos al día siguiente a Botany-Bay, punto adonde el gobierno inglés debería enviar, no sus grandes criminales para castigarlos, sino gentes honradas para recompensarlas: tan bello y rico es de suyo aquel país.
No demoramos en Botany-Bay más que tres días. El cuarto, después de nuestra salida, se desencadenó una horrorosa tempestad que desgarró todas nuestras velas, rompió nuestro bauprés, derribó nuestras vergas de juanete que cayeron sobre la concha en que estaba encerrada nuestra brújula y la hicieron mil pedazos. Quien haya viajado por mar sabe perfectamente las consecuencias de semejante accidente. No sabíamos ya dónde estábamos ni adonde íbamos.
Por fin cesó la tormenta y fue seguida de una brisa continua. Hacía ya tres meses que navegábamos y debíamos haber hecho mucho camino, cuando de repente notamos un cambio singular en todo lo que nos rodeaba. Nos sentíamos alegres y animados y nuestro olfato se regalaba con los más dulces y balsámicos olores: la misma mar había cambiado de color; no estaba ya verde, sino blanca.
Muy pronto descubrimos tierra, y a alguna distancia un puerto, al cual nos dirigimos, hallándolo espacioso y profundo. En vez de agua estaba lleno de leche pura. Saltamos a tierra y reconocimos que la isla entera no era sino un enorme queso.
No lo hubiéramos echado de ver, si una circunstancia particular no nos hubiera advertido. Llevábamos a bordo un marinero que tenía invencible repugnancia al queso, y al poner los pies en tierra, cayó desvanecido. Luego que volvió en su acuerdo, rogó encarecidamente que retiraran el queso de debajo de sus pies. Se reconoció entonces el terreno y se vio que tenía razón: aquella isla no era, como acabo de decir, sino un enorme queso.
La mayor parte de sus habitantes se sustentaban de él, pero nunca menguaba aquel prodigioso queso, porque renacía de noche lo que para esta necesidad se cortaba de día.
Vimos en aquella isla muchas viñas, cargadas de grandes racimos, los cuales no daban en el lagar más que leche.
Los insulares eran esbeltos y bellos; muchos de ellos tenían hasta nueve pies de estatura y tenían tres piernas y un solo brazo.
Los adultos llevaban en la frente un cuerno, de que se servían con notable destreza.
Hacen sin fe el milagro de andar sobre las aguas, por decirlo así, pues se pasean por la superficie de leche sin hundirse y con tanta seguridad como nosotros por terreno firme.
Criábase en aquella isla gran cantidad de trigo, cuyas espigas semejantes a hongos contenían panes cocidos y todo; de modo que no había sino abrir la boca para comerlos.
Atravesando la isla de queso encontramos siete ríos de leche y dos de vino.
Después de un viaje de dieciséis días, llegamos a la orilla opuesta, donde encontramos llanuras enteras de queso azulado o enmohecido de puro viejo, queso que tienen en gran estimación los aficionados; pero en luros, melocotoneros y otras especies que nosotros no conocemos. Estos árboles, que son gigantescos, abrigan innumerables nidos de pájaros. Vimos entre otros un nido de alciones [10] , cuya circunferencia era cinco veces mayor que la cúpula de San Pablo en Londres.
Estaba artísticamente construido con árboles colosales, y contenía… esperad que recuerde bien la cifra… contenía quinientos huevos, de los cuales el menor era tamaño como un gran pipote.
No pudimos ver los pollos que había dentro; pero les oímos piar. Habiendo roto a duras penas uno de estos huevos monstruosos, vimos salir de él un pajarillo implume del tamaño de veinte buitres juntos de los que por aquí se estilan.