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CAPITULO XIV

OCTAVA AVENTURA POR MAR

Sin duda habréis oído hablar del último viaje de exploración hecho al polo norte por el capitán Phipps, hoy lord Mulgrave. Yo acompañaba al capitán, no como oficial, sino como amigo y aficionado.

Luego que hubimos llegado a un alto grado de latitud norte, tomé mi anteojo, el cual os es ya conocido por la narración de mis aventuras en Gibraltar; porque, sea dicho de paso, creo que es conveniente, sobre todo de viaje, mirar de vez en cuando a ver lo que pasa alrededor.

A cosa de media milla por delante de nosotros flotaba un inmenso témpano, tan alto, por lo menos, como nuestro palo mayor, y sobre el cual vi dos osos blancos, que, a lo que pude juzgar, estaban empeñados en encarnizado combate.

Tomé mi escopeta y bajé al témpano; pero cuando hube subido a la cima, eché de ver que el camino que llevaba era por todo extremo difícil y peligroso. A cada paso tenía que saltar por encima de espantosos precipicios, y en otros puntos el hielo estaba tan lustroso y resbaladizo como un espejo; de modo que no hacía más que caer y levantarme.

Con todo, logré dar alcance a los osos, pero al mismo tiempo me convencí de que en vez de estar en pugna no estaban sino retozando, como buenos amigos.

Desde luego calculé el valor de sus pieles, pues no era ninguno de ellos menor que un bien cebado buey. Por desgracia, al echarme a la cara la escopeta, se me fue un pie y caí hacia atrás, perdiendo el conocimiento por la violencia del golpe por espacio de un cuarto de hora.

Figuraos el espanto que debió poseerme, cuando al volver en mi acuerdo observé que uno de los dos monstruos me había vuelto boca abajo y tenía ya entre sus dientes la pretina de mis calzones de piel. La parte superior de mi cuerpo descansaba sobre el pecho del animal y mis piernas colgaban por delante. Dios sabe adonde me hubiera llevado la horrible fiera; pero no perdí mi presencia de ánimo. Saqué mi cuchillo, cogí la pata derecha del oso y le corté tres dedos. Dejóme entonces y se puso a aullar horriblemente. Sin perder tiempo, tomé mi escopeta y, haciéndole fuego en el momento de volverse para embestirme, lo tumbé sobre el hielo de un balazo.

El sanguinario monstruo dormía ya el sueño eterno, pero la detonación de mi arma había despertado muchos millones de compañeros suyos, que reposaban sobre el hielo en un radio de un cuarto de legua y todos corrieron contra mí apresuradamente.

No había que perder tiempo; mi muerte era segura si no se me ocurría una idea luminosa e inmediata. En menos tiempo que el que emplea un hábil cazador para desollar una liebre, despojé de su piel al oso muerto, me envolví en ella y metí mi cabeza debajo de la suya.

Apenas había terminado esta operación, cuando todos los osos se reunieron en torno a mí. Confieso que sentía bajo mi funda terribles alternativas de frío y de calor.

Sin embargo, mi ardid produjo su efecto. Todos los osos vinieron, unos tras otros, a olfatearme, y al parecer me tomaron por uno de tantos: tenía yo, efectivamente, la apariencia de ellos; con algo más de corpulencia, la semejanza hubiera sido perfecta; aunque había entre ellos muchos osos jóvenes, que no representaban más respetos que yo.

Luego que nos hubieron olfateado bien a mí y al muerto, nos familiarizamos rápidamente; yo imitaba a las mil maravillas todos sus gestos y movimientos; aunque en lo de aullar y otros gorjeos por el estilo, debo confesar sin reparo que todos ellos eran más fuertes que yo.

Sin embargo, por más oso que pareciera, no dejaba de ser hombre, y con esto comencé a buscar el mejor medio de aprovecharme de la familiaridad que se había establecido entre nosotros.

Había oído decir en otro tiempo a un antiguo médico castrense, que una incisión hecha en la espina dorsal, causa instantáneamente la muerte; y resolví hacer el experimento en aquellas almas viles.

Volví a tomar mi cuchillo y herí con él en la nuca al mayor de los osos. Convenid en que el golpe era atrevido y que tenía yo razón para no estar tranquilo. Si la fiera sobrevivía a la herida, mi muerte era segura e inmediata; no quedaba de mí ni una uña.

Por fortuna, el experimento me salió a pedir de boca: el oso cayó muerto a mis pies sin hacer un movimiento.

Con esto, tomé la heroica resolución de despacharlos a todos por el mismo procedimiento, lo cual no fue difícil, porque aunque vieran caer a derecha e izquierda a sus hermanos, no desconfiaban de nada los inocentes, como quiera que no pensaban ni en la causa ni en el resultado de la caída sucesiva de los desdichados. Y esto fue lo que me salvó.

Cuando los vi a todos tendidos a mi alrededor, me sentí tan orgulloso como el mismo Sansón después de la muerte de los filisteos.

En resumen, volví luego al buque, pedí las tres cuartas partes de la tripulación para que me ayudara en la inmensa tarea de desollar los millares de osos y llevar a bordo sus jamones. Lo demás fue arrojado al agua, aunque salado hubiera hecho un alimento pasadero.

Cuando estuvimos de vuelta, envié en nombre del capitán algunos jamones a los lores del Almirantazgo y del Tesoro, al lord corregidor y al alcalde de Londres y a los clubs del comercio, distribuyendo los demás entre mis amigos. De todos recibí cumplidas gracias; y la City me devolvió el obsequio, invitándome a la comida anual que se celebra con motivo del nombramiento del lord corregidor.

Envié las pieles de los osos a la emperatriz de Rusia para pellizas de invierno de toda su corte, y Su Majestad Imperial me contestó en una carta autógrafa que me trajo un embajador extraordinario, y en que me rogaba fuera allá a compartir su corona.

Pero como yo no he tenido nunca afición a la soberanía, rechacé en los mejores términos el ofrecimiento de la emperatriz.

El embajador que me había traído el autógrafo, tenía orden de esperar mi contestación para llevarla a Su Majestad. Una segunda carta que recibí de la emperatriz me convenció de la elevación de su espíritu y de la violencia de su pasión. Su última enfermedad, que la sorprendió en el momento en que, ¡pobre y tierna mujer!, departía con el conde Dolgoruki, no debe atribuirse sino a mi crueldad con ella.

No sé qué efecto produzco en las damas; pero debo decir que la emperatriz de Rusia no es la única de su sexo que desde lo alto de su trono me ha ofrecido su mano.

Se ha hecho correr el rumor de que el capitán Philipps no fue tan lejos en su expedición al polo Norte, como hubiera podido ir; y es mi deber salir en su defensa en este punto.

Nuestro barco estaba en buen camino de llegar al polo, cuando yo lo cargué de tal cantidad de pieles de oso y jamones, que hubiera sido una locura ir más lejos: no hubiéramos podido navegar contra el más ligero viento contrario, ni menos contra los témpanos que embarazan el mar en aquellas latitudes.

El capitán declaró después muchas veces cuánto sentía no haber tomado parte en aquella gloriosa jornada, que él llamaba enfáticamente la jornada de las pieles de oso .

Él, la verdad, está celoso de mi gloria y procura por todos los medios oscurecerla. Sobre esto hemos reñido muchas veces, y hoy mismo no estamos muy bien avenidos. Pretende, por ejemplo, que no hay gran mérito en haber engañado a los osos metiéndose en la piel de uno de ellos, y que él se hubiera ido derecho al bulto sin piel ni disfraz ninguno, y no habría hecho menos carne.

Pero es un punto muy delicado éste para que un hombre que tiene pretensiones de buena educación se arriesgue a discutir con un noble par de Inglaterra.

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