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Ahora bien, era precisamente el día primero de junio, cumpleaños del rey Jorge III, y a la una en punto todos los cañones debían hacer salvas para solemnizar la fiesta real. Se habían cargado por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en un cañón, fui lanzado por encima de las casas a la otra parte del río y caí en el corral de una alquería entre Benmondsey y Deptford. Pero fui a caer de cabeza en un montón de heno, donde quedé sin despertarme, lo que se explica por el aturdimiento del trayecto y de la caída.

Cerca de tres meses después hubo de subir el precio del heno tan considerablemente, que el propietario creyó ventajoso vender su provisión de paja. El montón en que yo me hallaba era el mayor de todos, y representaba quinientos quintales, cuando menos. Por él, pues, se comenzó. El ruido de los hombres que arrimaron sus escalas para subir a la cima, me despertó por fin; y todavía sumergido en un semisueño, y sin saber dónde estaba, quise huir y fui precisamente a caer sobre el mismo propietario.

En esta caída no me hice el más ligero rasguño; pero el infeliz propietario no pudo decir otro tanto, pues quedó desnucado en el acto bajo el peso de mi cuerpo.

Para tranquilidad de mi conciencia, supe después que el tal propietario era un infame judío, que acumulaba sus frutos y cereales en su granero hasta el momento en que la carestía le permitía venderlo con un lucro exorbitante; de modo que su muerte no fue sino un justo castigo de sus crímenes y un servicio prestado al bien público.

Pero ¿cuál no fue mi asombro, cuando al volver enteramente en mi acuerdo, procuré enlazar mis ideas presentes con las que me ocupaban al dormirme tres meses antes? ¿Cuál no fue la sorpresa de mis amigos de Londres al verme reaparecer, después de las infructuosas pesquisas que habían hecho para encontrarme? Fácilmente podéis imaginarlo.

Ahora, señores, bebamos un trago y luego os contaré un par de aventuras más.

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