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Hubiera podido encender el cebo de mi escopeta sacando chispas de mis ojos, como lo había hecho en otra ocasión; pero semejante expediente no me tentaba mucho, que digamos, como quiera que me había producido una inflamación de ojos, de que no estaba aún completamente curado. Así es que miraba con despecho mi cuchillo clavado de punta en la nieve; pero todo mi despecho no mejoraba, ni mucho menos, las cosas.

Por fin se me ocurrió una idea tan singular como feliz. Todos sabéis por experiencia que el verdadero cazador lleva siempre, como el filósofo, todos sus bienes consigo: por lo que a mí hace, mi morral de caza es un verdadero arsenal donde encuentro recursos para todas las eventualidades. Registré mi morral y saqué, primero, un ovillo de cordón, después un pedazo de hierro encorvado y luego una caja de pez, que me metí en el seno para ablandarla, estando endurecida por el frío. Até enseguida al cordón el fragmento de hierro, que unté abundantemente de pez, y lo dejé caer rápidamente a tierra. El hierro empecinado se adhirió al mango del cuchillo tanto más cuanto que la pez se enfriaba al contacto del aire, formando como un cemento. Maniobrando así con precaución y destreza, logré al fin apoderarme otra vez del cuchillo.

Apenas hube arreglado mi piedra de chispas, cuando maese Martín, el oso, se creyó en el deber de escalar el árbol.

– ¡Pardiez! -exclamé-; preciso es ser oso para elegir así el momento.

Y lo recibí con tan acertada descarga que perdió para siempre las ganas de subir a los árboles.

Otra vez fui estrechado tan de cerca por un lobo, que para defenderme no tuve más recurso que hundirle el puño en las mismas fauces. Impulsado por el instinto de conservación, hundí el puño más, y más el brazo, hasta que me llegó el lobo al mismo hombro. Pero ¿qué hacer después de esto? Pensad en mi situación, que era comprometida, cara a cara con un lobo; y puedo aseguraros que no nos mirábamos con buenos ojos. Si sacaba el brazo, la fiera se me echaba encima infaliblemente, pues veía claramente su intención en sus ojos fulminantes. No había que perder tiempo: conque le agarré las entrañas, tiré hacia mí y volví el lobo del revés, ni más ni menos que un guante, dejándolo muerto sobre la nieve.

Ciertamente no habría empleado este procedimiento con un perro rabioso que me olía en una calle de San Petersburgo.

– Esta vez -me dije-, no hay más remedio que darse con los talones en las posaderas.

Y para correr más y mejor arrojé mi capa y me refugié cuanto antes en mi casa. Envié después a mi criado a recoger mi capa, que puso en el armario con la demás ropa mía.

El día siguiente oí un gran ruido en la casa, y al poco vino Juan diciéndome:

– ¡Por Dios, señor barón! Vuestra capa está rabiosa.

Salgo sin demora y veo toda mi ropa hecha pedazos. No había mentido el chusco: mi capa estaba, en efecto, rabiosa. Llegué precisamente en el momento en que la furibunda se las había con una casaca nueva de gala, y era cosa de ver cómo la sacudía y despedazaba de la manera más lastimosa.

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