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– Señorita, no me gusta crear problemas. Pero tampoco me gusta tragar algo sin saber qué es. ¿Cómo puedo estar seguro de que no son esas pastillas raras que me convierten en lo que no soy?

– No se altere, señor Taber…

– ¿Alterarme? Todo lo que quiero saber, por el amor de Dios…

Pero la Gran Enfermera se ha aproximado sin ruido, le ha puesto la mano en el brazo y se lo aprieta, paralizándoselo hasta el hombro.

– No se preocupe, señorita Flinn -dice-. Si el señor Taber quiere portarse como un niño, tendremos que tratarle como tal. Hemos procurado ser amables y considerados con él. Es evidente que no es ésa la solución. Hostilidad, hostilidad, es todo lo que recibimos a cambio. Puede irse, señor Taber, si no desea tomar sus medicamentos por vía oral.

– Todo lo que yo quería saber, por el…

– Puede irse.

Se marcha, refunfuñando, en cuanto ella le suelta el brazo, y se pasa la mañana en el retrete, preguntándose qué debían ser esas cápsulas. Una vez logré esconder una de esas mismas cápsulas rojas bajo la lengua, hice ver que me la tragaba y después la abrí en el armario de las escobas. Por un instante, antes de que todo se convirtiera en polvillo blanco, logré ver que contenía un elemento electrónico en miniatura, como los que ayudé a manipular en el Cuerpo de Radar del Ejército, alambres microscópicos y abrazaderas y transistores, éste había sido diseñado de forma que se disolviese al entrar en contacto con el aire…

A las ocho veinte aparecen las cartas y los rompecabezas…

A las ocho veinticinco uno de los Agudos comenta que solía mirar cómo se bañaba su hermana; los tres que están sentados en la misma mesa que él se atropellan para ver quién llega primero y lo escribe en el cuaderno de bitácora…

A las ocho treinta se abre la puerta de la galería y entran trotando dos técnicos que huelen a vino tinto; los técnicos siempre se mueven a paso ligero o al trote porque siempre caminan muy inclinados hacia delante y tienen que moverse deprisa para no caer. Siempre van inclinados y siempre huelen como si hubiesen esterilizado con vino sus instrumentos. Cierran la puerta del laboratorio tras sí y yo me acerco veloz y consigo discernir voces por encima del horrible zzzt-zzzt-zzzt del acero sobre la piedra de amolar.

– ¿Qué pasa a una hora tan intempestiva de la mañana?

– Tenemos que instalarle un Supresor de Curiosidad Incorporado a un metomentodo. Un trabajo de emergencia, ha dicho ella, y ni siquiera sé si tenemos algún aparato en el almacén.

– Tendremos que llamar a IBM y que nos traigan uno a toda prisa; voy a consultar con Suministros…

– Eh; de paso tráete una botella de ese pura cepa: he llegado al punto de que no puedo instalar ni el componente más sencillo sin un poco de tonificante. Bueno, qué más da, es mejor que trabajar en un garaje…

Las voces suenan forzadas y las respuestas son demasiado rápidas para que puedan corresponder a una conversación real; más bien parece un diálogo de dibujos animados. Sigo barriendo y me alejo antes de que me pillen escuchando detrás de la puerta.

Los dos negros altos descubren a Taber en el retrete y se lo llevan a rastras al cuarto de los colchones. Recibe una buena patada en la espinilla. Grita como un condenado. Me sorprende lo indefenso que se le ve cuando ellos le sujetan, como si le tuvieran agarrado con cintas de hierro.

Le aprietan boca abajo contra el colchón. Uno se sienta sobre su cabeza y el otro le baja los pantalones por atrás y va rasgando la tela hasta que el trasero de Taber, de color melocotón, aparece enmarcado en jirones color verde lechuga. Sigue ahogando maldiciones en el colchón mientras el negro que se ha sentado sobre su cabeza dice, «Tranquilo, señor Taber, tranquilo…». La enfermera se acerca por el pasillo mientras va untando con vaselina una gran aguja, cierra la puerta y desaparecen un segundo de mi vista, luego vuelve a salir en el acto y se va secando la aguja con un jirón de los pantalones de Taber. Ha dejado el frasco de vaselina en la habitación. Antes de que el negro tenga tiempo de cerrar la puerta tras ella veo que el que está sentado sobre la cabeza de Taber le frota con un Kleenex. Permanecen largo tiempo ahí dentro hasta que se vuelve a abrir la puerta y salen y se lo llevan por el pasillo hacia el laboratorio. Ahora le han quitado los pantalones y está envuelto en una sábana húmeda…

A las nueve jóvenes internos con coderas de cuero hablan cincuenta minutos con los Agudos de lo que hacían cuando eran pequeños. La Gran Enfermera desconfía del aspecto de estos internos y los cincuenta minutos que permanecen en la galería son duros para ella. Las máquinas comienzan a atascarse mientras ellos están ahí y ella toma notas con el ceño fruncido para comprobar luego los historiales de estos chicos en busca de infracciones de tráfico y cosas por el estilo… A las nueve cincuenta salen los internos y las máquinas vuelven a funcionar como una seda. La enfermera observa la sala de estar desde su caja de cristal; el panorama ante sus ojos vuelve a adquirir la claridad acerada, el nítido movimiento ordenado de un dibujo animado.

Sacan a Taber del laboratorio en una camilla. -Tuvimos que ponerle otra inyección cuando empezó a recuperar el sentido durante la punción -le dice el técnico-. ¿Qué le parece si lo llevamos directamente al Edificio Número Uno y de paso le aplicamos un electrochoc y así aprovechamos ese Seconal adicional?

– Creo que es una excelente sugerencia. Y después podrían llevarlo a electroencefalogramas y que se le examine la cabeza, es posible que necesite una intervención cerebral.

Los técnicos salen al trote, detrás de la camilla con el hombre, como personajes de dibujos; o como marionetas, marionetas mecánicas de uno de esos espectáculos en que se supone que resulta divertido contemplar cómo el Demonio le da una paliza a la marioneta y después se la traga un cocodrilo sonriente…

A las diez llega el correo. A veces a uno le dan un sobre rasgado…

A las diez treinta entra el de Relaciones Públicas seguido de un club de señoras. Da una palmada con sus manos regordetas al llegar a la puerta de la sala de estar.

– Oh, hola, chicos; silencio, silencio… Fíjense ustedes; ¿verdad que está limpio y brillante? Aquí la señorita Ratched. He escogido esta galería por ser la suya. Señoras mías, ella es como una madre. No me refiero a la edad, ustedes comprenden…

El de Relaciones Públicas lleva el cuello de la camisa tan apretado que cuando se ríe la cara se le hincha; y casi no deja de reír, ni siquiera sé de qué, se ríe fuerte y deprisa como si quisiera parar pero no pudiera. Y su cara hinchada, roja y redonda, parece un globo con una cara pintada. No tiene vello en el rostro y casi ni un pelo en la cabeza; parece que una vez se pegó unos cuantos con cola pero constantemente se le estaban cayendo y se le metían por los puños y en el bolsillo de la camisa y por el cuello. Tal vez por eso lleve el cuello de la camisa tan apretado, para que no le entren trozos de pelo.

Tal vez por eso se ríe tanto, porque no consigue impedir que le entre algún trocito.

Acompaña a las visitas: mujeres serias con chaquetas deportivas que, mientras va comentando cómo han mejorado las cosas en los últimos años le miran en señal de asentimiento. Les señala el televisor, las grandes sillas de cuero, las fuentes automáticas para poder beber; después todos van a tomar café a la Casilla de las Enfermeras. A veces viene por su cuenta y se limita a situarse en el centro de la sala de estar y a golpear las manos (se oye que están mojadas), da dos o tres palmadas hasta que se le pegan las manos, después las mantiene unidas bajo la barbilla, como si rezara y comienza a dar vueltas. Gira y gira ahí en medio y va lanzando frenéticas miradas al televisor, a los cuadros de las paredes, a la fuente. Y se ríe.

Nunca nos da a entender qué le divierte tanto en lo que ve y yo lo único que encuentro gracioso es su figura dando vueltas alrededor como un muñeco de goma… tiene un peso en la base y, si uno lo empuja en seguida se pone tieso otra vez y sigue girando. Nunca, nunca mira a los hombres a la cara…

A las diez cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, los pacientes van desfilando hacia sus citas en las distintas salas de tratamiento o hacia unos curiosos cuartitos que nunca tienen las paredes iguales ni el suelo plano. Las máquinas que rugen alrededor alcanzan velocidad de crucero.

La galería zumba como oí zumbar una vez una fábrica de algodón cuando nuestro equipo de rugby jugó contra un instituto de California. Un año, después de una buena temporada, los hinchas de la ciudad se entusiasmaron tanto que nos pagaron un viaje en avión a California para que jugásemos un campeonato escolar que se celebraba allí. Cuando aterrizamos en la ciudad nos llevaron a visitar algunas industrias locales. Nuestro entrenador se las pintaba solo para convencer a la gente de que el atletismo era educativo por lo que se aprendía con los viajes y cada vez que íbamos a alguna parte conducía al equipo en tropel a visitar lecherías y cultivos de remolacha y fábricas de conservas, antes del partido. En California fuimos a la fábrica de algodón. Cuando llegamos a la fábrica, la mayor parte del equipo echó un vistazo y se fue otra vez al autobús a jugar una partida de póquer sobre las maletas, pero yo me quedé dentro, en un rincón, procurando no molestar a las jóvenes negras que se movían arriba y abajo entre las hileras de máquinas. La fábrica me hizo caer en una especie de sueño, con todos aquellos zumbidos y chasquidos y rumores de gente y máquinas, que se agitaban al compás. Por eso me quedé cuando los otros salieron, por eso y porque me recordaban un poco a los hombres de la tribu que se habían marchado del poblado en los últimos tiempos para trabajar en la hormigonera de la presa. El frenético movimiento, los rostros hipnotizados por la rutina… deseaba volver junto a los demás, pero no podía.

Era una mañana de principios de invierno y todavía llevaba la chaqueta que nos habían dado cuando ganamos el campeonato -una chaqueta roja y verde con mangas de cuero y un emblema en forma de pelota de rugby cosido en la espalda en el que podía leerse lo que habíamos ganado- y atraía las miradas de muchas negritas. Me la quité, pero seguían mirándome. En aquel entonces era mucho más alto.

Una de las chicas dejó su máquina y miró a uno y otro extremo de la nave para comprobar si el encargado andaba por allí, luego se acercó hasta donde yo estaba. Me preguntó si íbamos a jugar contra el instituto aquella noche y me dijo que tenía un hermano que jugaba de defensa. Hablamos un poco de rugby y cosas por el estilo y advertí que su rostro se veía borroso, como si una bruma se interpusiera entre ella y yo. Era el polvillo de algodón que flotaba en el aire.

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