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SEGUNDA PARTE

En el lugar más extremo de mi campo visual diviso en la Casilla de las Enfermeras el rostro esmaltado de blanco; lo veo balancearse sobre la mesa, observo cómo se retuerce y se diluye en sus esfuerzos por recuperar su forma primitiva. Los demás también lo observan, aunque procuran fingir que no lo ven. Procuran fingir que sólo tienen ojos para el televisor apagado, ahí, frente a nosotros, pero salta a la vista que todos miran de reojo a la Gran Enfermera tras su cristal, igual que hago yo. Es la primera vez que ella se encuentra al otro lado del cristal y puede hacerse una idea de lo que se siente al ser observado precisamente cuando, lo que más se desearía, es poder tender un verde telón entre el propio rostro y todas esas miradas que uno quisiera eludir.

Los internos, los negros, las enfermeras menores también la observan, mientras aguardan que salga al pasillo, pues ya es la hora de la reunión que ella misma ha convocado, y se mantienen a la expectativa para comprobar cuál será su actuación ahora que todos saben que también ella puede llegar a perder el control. Sabe que la están mirando, pero no se mueve, ni siquiera cuando empiezan a dirigirse a la sala del personal sin esperarla. Observo que toda la maquinaria de las paredes está parada, como si esperase un gesto de la enfermera.

Ya no se ve ni rastro de niebla por ninguna parte.

De pronto recuerdo que tengo que limpiar la sala del personal. Siempre limpio la sala del personal cuando celebran estas reuniones, lo hago desde hace años. Pero, ahora, el miedo me tiene pegado a la silla. Siempre me habían dejado limpiar la sala del personal porque creían que no podía oírles, pero ahora que me han visto levantar la mano cuando McMurphy me lo indicó, sabrán, sin duda, que puedo oírles. ¿Supondrán que los he podido oír todos estos años y que he estado escuchando secretos que sólo ellos podían compartir? ¿Qué me harán en la sala de personal si se han enterado?

Sin embargo, esperan que acuda. Si no voy, tendrán la certeza de que puedo oírles, y pensarán, ¿habéis visto? No ha venido a limpiar la sala, ¿no es eso una prueba suficiente? Es evidente que eso indica…

Ahora empiezo a comprender todo el alcance del riesgo que hemos corrido al permitir que McMurphy intentara sacarnos de la niebla.

Uno de los negros, con los brazos cruzados, está apoyado en la pared cerca de la puerta; se pasa la punta sonrosada de la lengua por los labios, mientras nos contempla allí sentados frente al televisor. Sus ojos se mueven a un lado y a otro al mismo ritmo que su lengua y por fin se detienen en mi persona, y puedo ver cómo levanta un poco sus párpados correosos. Se queda mirándome un largo rato y comprendo que está meditando sobre mi proceder en la reunión de grupo. Luego se aparta bruscamente de la pared, con lo cual rompe el contacto, se dirige al armario de las escobas y vuelve con un cubo lleno de agua jabonosa y una esponja, me tira del brazo y me cuelga el cubo de él, como si colgase una perola de la cadena de un hogar.

– Vamos, Jefe -dice-. Levántate y ponte a trabajar.

No me muevo. El cubo se balancea en mi brazo. No doy señales de haber oído nada. Me está tendiendo una trampa. Vuelve a pedirme que me levante y, cuando no me muevo, levanta la vista hacia el techo y suspira, extiende la mano, me coge por el cuello del uniforme y me da un tirón, entonces me levanto. Me mete la esponja en el bolsillo y me señala el otro extremo del pasillo, donde se halla la sala del personal, y salgo en esa dirección.

Mientras avanzo por el pasillo con mi cubo, zuum, la Gran Enfermera pasa junto a mí con la serena agilidad y energía de antaño y cruza la puerta. Eso me intriga.

Cuando me quedo solo en el pasillo, advierto lo claro que está el ambiente, ni rastro de niebla. El aire está un poco frío por donde acaba de pasar la enfermera y de los blancos tubos del techo fluye una luz helada como si fuesen barras de hielo transparente, como los alambres escarchados de un refrigerador aparejados para que emitan un blanco resplandor. Las barras se extienden hasta la puerta de la sala del personal que acaba de cruzar la enfermera, en el extremo más lejano del pasillo: una pesada puerta de acero igual que la puerta de la Sala de Chocs del Edificio Número Uno, pero ésta lleva grabados unos números y tienen una pequeña mirilla a la altura de la cabeza para que los del personal puedan saber quién llama. Cuando me aproximo, puedo ver la luz que se filtra por la mirilla, una luz verde, amarga como bilis. La reunión del personal está a punto de comenzar tras la puerta, por eso se filtra ese verde fluido; cuando estén a media reunión el fluido habrá inundado todas las paredes y ventanas y yo tendré que recogerlo con la esponja y escurrirlo en mi cubo; el agua me servirá luego para enjuagar las tuberías del retrete.

Nunca resulta agradable limpiar la sala del personal. Nadie creería las cosas que he llegado a limpiar durante esas reuniones; cosas horribles, venenos fabricados directamente por los poros de la piel y ácidos que impregnan el ambiente, tan concentrados que podrían corroer a una persona. Yo mismo lo he visto.

He estado presente en algunas reuniones en las cuales las patas de las mesas se quedaron contorsionadas, las sillas retorcidas y las paredes desconchadas, tal fue la tensión del ambiente. He presenciado reuniones en las que se ha hablado tanto de un paciente que éste se ha materializado allí, delante de todos, desnudo sobre la mesita de café, vulnerable a cualquier ocurrencia que les pasara por la cabeza; lo embadurnan todo con un mejunje horrible antes de dar por concluido un asunto.

Por eso me hacen asistir a las reuniones del equipo médico, por las porquerías que llegan a hacer y que alguien tiene que limpiar; y ya que la sala del personal sólo se abre para las reuniones, es preciso encargar la tarea a alguien que ellos crean que no podrá difundir lo que allí sucede. Yo soy la persona indicada. Hace tanto tiempo que me encargo de fregar, quitar el polvo y restregar esta sala del personal y la otra, más vieja, de madera, que había en las antiguas dependencias, que por lo general no me prestan la menor atención; evoluciono por allí, entregado a mis tareas, y ellos ni siquiera parecen verme, como si no estuviera; si no me presentara a las reuniones, sólo echarían de menos la esponja y el cubo de agua dando vueltas por la habitación.

Pero esta vez, cuando llamo a la puerta y la Gran Enfermera pone el ojo en la mirilla, me lanza una terrible mirada y tarda más de lo habitual en descorrer el cerrojo y dejarme pasar. Su rostro ha recuperado su forma habitual, tan rígido como siempre, o así me lo parece. Todos remueven el azúcar en su café y se ofrecen cigarrillos, como suelen hacer antes de empezar cada reunión, pero el ambiente está tenso. Al principio creo que es a causa de mi presencia, pero luego advierto que la Gran Enfermera aún no se ha sentado, ni siquiera se ha servido una taza de café. Me deja entrar por la puerta entreabierta y vuelve a clavarme la vista cuando paso a su lado, cierra la puerta en cuanto entro y le echa la llave, gira sobre sí misma y me lanza una nueva ojeada. Sé que está recelosa. Creía que tal vez la actitud desafiante de McMurphy la habría dejado demasiado alterada para que se dignara prestarme atención, pero no parece trastornada en absoluto. Tiene la cabeza despejada y se está preguntando: ¿Cómo se explica que el señor Bromden oyera a ese Agudo McMurphy cuando le pidió que levantara la mano para votar? Se está preguntando: ¿Cómo supo que debía dejar su fregona y sentarse frente al televisor con los otros Agudos? Ningún otro Crónico actuó de esa forma. Se está preguntando si no ha llegado el momento de hacer algunas averiguaciones sobre el señor Jefe Bromden.

Le doy la espalda y hurgo en un rincón con mi esponja. La levanto sobre mi cabeza para que todos los que están en la habitación puedan ver que está cubierta de limo verde y se hagan cargo de cuan duro es mi trabajo; luego me agacho y sigo fregoteando con todas mis fuerzas. Pero por mucho que me afane y por mucho que me empeñe en fingir indiferencia hacia su persona, ahí detrás siento su presencia junto a la puerta y su mirada me va taladrando la cabeza hasta que sólo falta un minuto para que consiga penetrarme, hasta que estoy a punto de ceder y gritar y decirles todo, con tal de que ella aparte sus ojos de mí.

Entonces la enfermera advierte que también es blanco de otras miradas: del resto del personal. Del mismo modo que ella está intrigada por mi proceder, ellos se preguntan qué le habrá pasado a ella y qué tendrá pensado hacer con ese pelirrojo que se ha quedado ahí, en la sala de estar. Están a la espera de sus palabras al respecto y no prestan la menor atención a un estúpido indio que evoluciona a gatas por un rincón. Esperan que ella haga algo, por lo que deja de mirarme, se sirve una taza de café, se sienta, se pone un poco de azúcar y lo remueve con tanto cuidado que la cucharilla no roza siquiera la pared de la taza.

El doctor da el primer paso.

– Bien, amigos, ¿les parece que empecemos?

Lanza una sonrisa a los internos que le rodean y sorben su café. Procura no mirar a la Gran Enfermera. Se ha quedado ahí sentada, tan callada, que le pone nervioso y le impacienta. Saca sus gafas y se las pone para echar un vistazo a su reloj, comienza a darle cuerda mientras sigue hablando.

– Pasan quince minutos de la hora. Ya es hora de que empecemos. Bien. Como la mayoría debe saber, la señorita Ratched ha convocado esta reunión. Me telefoneó antes de iniciarse la reunión de la Comunidad Terapéutica y me manifestó que a su entender McMurphy podía ser un elemento perturbador en la galería. Demostró una gran intuición, si tenemos en cuenta lo que acaba de ocurrir hace escasos minutos, ¿no creen?

Deja de darle cuerda al reloj, pues los muelles están tan tensos que una vuelta más haría saltar toda la maquinaria en añicos, y se queda sonriendo con los ojos fijos en la esfera, tamborilea sobre el dorso de la otra mano con sus menudos dedos sonrosados, y espera. Por lo general, cuando llegan a estas alturas de la reunión, ella toma las riendas, pero en esta ocasión no dice nada.

– Después de lo ocurrido -prosigue el doctor-, nadie puede decir que estamos ante un hombre corriente. No, desde luego que no. Y, sin duda, constituye un factor perturbador, salta a la vista. Luego… ah… a mi entender, el propósito de esta discusión debe ser decidir la línea de actuación a seguir con él. Creo que la enfermera convocó esta reunión – corrí-jame si me equivoco, señorita Ratched- para comentar la situación y contrastar las opiniones del personal en cuanto a las medidas a adoptar con respecto al señor McMurphy.

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