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– Estoy cansado -dice Pete y menea la cabeza.

– La noche es… el océano Pacífico. -El coronel está leyendo en su mano, no le interesa la votación.

– ¡Uno solo de vosotros, uno que se atreva a levantar la voz! Así es como os tienen cogidos, ¿no lo comprendéis? ¡Tenemos que conseguirlo… o nos habrán hecho polvo! ¿Ninguno comprende un poquito lo que estoy haciendo? ¿Lo suficiente para levantar la mano? ¿Tú, Gabriel? ¿George? ¿No? ¿Tú, Jefe, qué me dices?

Su figura se alza ante mí entre la bruma. ¿Por qué no me deja en paz?

– Jefe, eres nuestra última oportunidad.

La Gran Enfermera está guardando sus papeles; las otras enfermeras esperan de pie a su alrededor. Por fin se levanta.

– Entonces queda aplazada la reunión -le oigo decir-. Y desearía que el equipo médico se reuniese en la sala de personal dentro de una hora, aproximadamente. Si no hay na…

Es demasiado tarde para impedirlo. McMurphy le hizo algo el primer día que estuvo aquí, le echó una especie de maleficio a mi mano y ahora no obedece mis órdenes. No tiene sentido, cualquier imbécil puede darse cuenta; jamás lo haría por mi propia voluntad. La forma en que me mira la enfermera, sin palabras en la boca, me indica que me estoy metiendo en un lío, pero no puedo evitarlo. McMurphy la ha enganchado con hilos ocultos y la levanta lentamente con el solo propósito de obligarme a salir de la niebla y ponerme al descubierto, donde cualquiera pueda atraparme. Es obra suya, los alambres…

No. No es cierto. Yo mismo la levanté.

McMurphy me obliga a ponerme en pie, me palmea la espalda.

– ¡Veintiuno! ¡Con el voto del Jefe somos veintiuno! ¡Y si eso no es mayoría que me aspen!

– Yupii -grita Cheswick. Los otros Agudos se me acercan.

– Ya había terminado la reunión -dice ella.

Su sonrisa sigue ahí, pero cuando sale de la sala de estar y se dirige a la Casilla de las Enfermeras tiene el cuello encendido e hinchado como si estuviera a punto de estallar.

Pero no estalla, no en ese momento, no hasta una hora más tarde. Su sonrisa aparece retorcida y extraña detrás del cristal, como nunca la habíamos visto hasta entonces. No hace nada, se limita a permanecer sentada. Puedo ver cómo suben y bajan sus hombros al compás de su respiración.

McMurphy mira el reloj y dice que ha llegado la hora del partido. Está junto a la fuente con otros Agudos y friega el suelo de rodillas. Yo estoy barriendo el armario de las escobas por décima vez este día. Scanlon y Harding pasan la aspiradora por el pasillo arriba y abajo, sacándole brillo al piso recién encerado. McMurphy repite que debe ser la hora del partido y se levanta, dejando el trapo allí tirado. Nadie más interrumpe su trabajo. McMurphy pasa frente a la ventana donde ella está sentada mirándole y le sonríe como si supiera que la ha derrotado. Cuando echa la cabeza hacia atrás y le hace un guiño, ella se estremece ligeramente como es su costumbre.

Todos siguen entregados a sus tareas, pero todos le miran con el rabillo del ojo cuando coloca su silla frente al televisor; después conecta el aparato y se sienta. En la pantalla aparece la imagen de un loro que anuncia hojas de afeitar en el campo de juego. McMurphy se levanta y sube el volumen para ahogar la música que sale del altavoz instalado en el techo, coloca otra silla frente a la suya, se sienta, apoya los pies en la otra silla, se recuesta y enciende un cigarrillo. Se rasca la barriga y bosteza.

– ¡Aaaah! Bueno, sólo me falta una botella de cerveza y una linda chica.

Podemos ver cómo se enciende el rostro de la enfermera y cómo se retuerce su boca mientras le observa. Mira un segundo a su alrededor y advierte que todo el mundo está pendiente de su reacción… hasta los negros y las enfermeras menores la miran a hurtadillas y también la observan los internos que comienzan a entrar para la reunión del equipo médico. Mira otra vez a McMurphy y espera a que termine el anuncio de la hoja de afeitar; luego se levanta y se dirige a la puerta de acero donde están los mandos, acciona un interruptor y la imagen del televisor se queda gris. En la pantalla sólo queda un puntito de luz parpadeante, frente a McMurphy que sigue allí sentado.

El puntito luminoso no le altera en absoluto. En realidad, ni siquiera deja traslucir que ha advertido la desaparición de la imagen; aprieta el cigarrillo entre los dientes y se cala la gorra en el pelo rojo hasta que tiene que inclinar la cabeza para mirar por debajo de la visera.

Y así queda, allí sentado, con las manos cruzadas bajo la nuca y los pies apoyados en la silla, y un cigarrillo que suelta una voluta de humo bajo la visera de la gorra… con la mirada fija en la pantalla del televisor.

La enfermera procura resistir con todas sus fuerzas; luego se asoma a la puerta de la Casilla de las Enfermeras y le grita que más le valdría ayudar a los demás a hacer la limpieza. Él la ignora.

– Señor McMurphy, le he dicho que debería trabajar a estas horas. -Su voz es un agudo gemido, suena como una sierra eléctrica al cortar un pino-. ¡Señor McMurphy, se lo advierto!

Todos interrumpen su trabajo. La enfermera mira a su alrededor, sale de la Casilla y da un paso en dirección a McMurphy.

– ¿No comprende que está internado? Está… bajo mi jurisdicción… bajo el control… del personal. -Levanta un puño en el aire, las uñas rojo-anaranjadas se le clavan en la palma de la mano-. Bajo la jurisdicción y el control…

Harding desenchufa la aspiradora y la deja en el pasillo, se instala una silla junto a McMurphy, se sienta y también enciende un cigarrillo.

– ¡Señor Harding! ¡Continúe el trabajo que se le ha encomendado!

Creo que su voz suena como si hubiese chocado con un clavo y me resulta tan gracioso que casi suelto una carcajada.

– ¡Señor Harding!

Entonces Cheswick también va a buscarse una silla, y luego lo hace Billy Bibbit, y Scanlon y Fredrickson y Sefelt, y por fin todos dejamos las fregonas y las escobas y los trapos y nos instalamos en nuestras sillas.

– Escuchadme bien… Basta de tonterías. ¡Basta!

Y todos nos quedamos allí sentados, alineados frente a ese televisor apagado, con la mirada fija en la pantalla gris, como si pudiéramos ver perfectamente el partido de béisbol, mientras ella continúa despotricando y chillando a nuestras espaldas.

Si alguien hubiese entrado y echado un vistazo, si alguien hubiera visto a todos esos hombres mirando un televisor apagado y una mujer cincuentona gritando y chillando a sus espaldas algo referente a la disciplina y el orden y las recriminaciones, habría pensado que todos estábamos más locos que un rebaño de cabras.

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