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– Tu madre me ha hablado de esa chica, Billy. Según parece no te convenía. ¿Qué es lo que te asustó tanto de esa chica, Billy?

– La que-que-quería.

Yo tampoco puedo ayudarte, Billy. Tú lo sabes. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Tienes que comprender que en cuanto uno comienza a ayudar a otro, se pone al descubierto. Es preciso ser astuto, Billy, deberías saberlo tan bien como yo. ¿Qué podría hacer por ti? No puedo corregir tu tartamudeo. No puedo suprimir las cicatrices que dejó la hoja de afeitar en tus muñecas ni las quemaduras de cigarrillo que tienes en el dorso de la mano. No puedo darte otra madre. Y en cuanto a las imposiciones de la enfermera, a su costumbre de restregarte tus flaquezas por la cara hasta hacerte perder la poca dignidad que te queda, pues te obliga a encogerte hasta que estás aniquilado por tanta humillación, tampoco puedo remediarlo. En Anzio ataron a un compañero mío a un árbol, a menos de tres metros y medio de donde yo estaba; gritaba pidiendo agua, tenía el rostro lacerado por el sol. Quería que fuese en su ayuda. Me habrían partido por la mitad desde la granja que se veía al otro lado.

Aparta la cara, Billy.

Siguen pasando junto a mí.

Es como si cada rostro fuese un rótulo, como esos carteles con la frase «Soy ciego» que se cuelgan al cuello los acordeonistas italianos en Portland, pero éstos dicen: «Estoy cansado» o «Estoy asustado» o «Me está matando el rencor» o «Estoy lleno de engranajes y la gente me empuja de un lado para otro». Puedo leer todos esos rótulos, por pequeñas que sean las letras. Algunas caras miran a su alrededor y ven las de los demás y podrían leer en ellas si quisieran, pero ¿para qué? Las caras pasan flotando en la niebla como confetti.

Nunca me había alejado tanto. Ésta es la sensación que se tiene cuando se está muerto. Supongo que así se sienten los Vegetales, perdidos en la niebla. Sin moverse. Alimentan su cuerpo hasta que por fin deja de comer; entonces lo queman. No es tan terrible. No duele. Prácticamente no siento nada, excepto un poco de frío que supongo se me pasará con el tiempo.

Veo al oficial que coloca una nota en el tablón de anuncios, diciendo cómo debemos vestir hoy. Veo al Departamento del Interior de los EE.UU. que se abalanza sobre nuestra pequeña tribu con una máquina apisonadora.

Veo a Papá que sale corriendo lentamente de la hondonada y se detiene para apuntar a un gran ciervo con astas de seis puntas que corre dando saltos entre los cedros. Del cañón sale un tiro tras otro; levantan polvo muy cerca del ciervo. Salgo de la hondonada, detrás de Papá y derribo al animal al segundo disparo, en el momento en que estaba a punto de desaparecer en lo alto de la ladera. Le hago un guiño a Papá.

Nunca te había visto fallar una pieza a esta distancia, Papá.

Voy perdiendo la vista, hijo. No consigo fijarla. Ahora mismo, el punto de mira temblaba ante mis ojos como un perro con diarrea.

Te lo digo en serio, Papá, ese aguardiente de cacto de Sid va a hacerte envejecer antes de tiempo.

El hombre que empieza a beber el aguardiente de cacto de Sid, hijo, ya ha envejecido antes de tiempo. Vamos a descuartizar ese animal antes de que se lo coman las moscas.

Ni siquiera es algo que esté ocurriendo ahora. ¿Lo veis? Es imposible hacer nada para cambiar un hecho del pasado como éste.

Fíjate allí, viejo…

Oigo susurros, son los negros.

Fíjate en ese pobre tonto, se ha quedado dormido.

Tranquilo, Jefe Escoba, tranquilo. Sigue durmiendo y no armes escándalo. De acuerdo.

Ya no tengo frío. Creo que casi lo he conseguido. He llegado a un lugar inaccesible al frío. Puedo quedarme aquí para siempre. Ya no tengo miedo. No pueden alcanzarme. Sólo me llegan sus palabras, y también empiezan a difuminarse.

Bien… puesto que Billy ha decidido abandonar la discusión, ¿alguien más desea exponer un problema ante el grupo?

A decir verdad, señora, hay una cosa…

Es McMurphy. Está muy lejos. Intenta sacar a la gente de la niebla. ¿Por qué no me deja tranquilo?

– … ¿recuerda la votación de hace un par de días, sobre el horario de la tele? Pues bien, hoy es viernes y pensé que tal vez podría plantearlo otra vez, para ver si alguien más ha conseguido librarse de su cobardía.

– Señor McMurphy, esta reunión se realiza como una terapia, terapia de grupo, y no creo que esas pequeñas ofensas…

– Ya, ya, al diablo con eso, ya lo sabemos. Yo y unos cuantos más decidimos…

– Un momento, señor McMurphy, permítame hacer una pregunta al grupo: ¿no les parece que tal vez el señor McMurphy se está excediendo en sus intentos de imponer sus deseos personales sobre algunos de ustedes? He pensado que tal vez todo iría mejor si fuese trasladado a otra galería.

Todos permanecen callados un minuto. Luego alguien dice:

– ¿Por qué no le deja ponerlo a votación? ¿No pensará enviarlo a Perturbados sólo por proponer una votación? ¿Qué tiene de malo un cambio de horario?

– Pero, señor Scanlon, si no recuerdo mal, usted estuvo tres días sin comer, hasta que le permitimos poner la televisión a las seis en vez de a las seis y media.

– Uno tiene que ver las noticias, ¿no cree? Cielo santo, podrían haber bombardeado Washington y hubiera pasado una semana antes de que nos enterásemos.

– ¿Sí? ¿Y no le molesta renunciar a sus noticias para contemplar a una pandilla de hombres jugando al béisbol?

– ¿No podemos ver las dos cosas, eh? No, supongo que no. Bueno, qué diablos… no creo que nos bombardeen esta semana.

– Dejémosle ponerlo a votación, señorita Ratched.

– De acuerdo. Pero creo que hay pruebas evidentes de la excitación que está causando en algunos de los pacientes. ¿Cuál es su propuesta, señor McMurphy?

– Propongo votar de nuevo si deseamos ver la tele por la tarde.

– ¿Seguro que se dará por satisfecho con una nueva votación? Hay cosas más importantes…

– Me daré por satisfecho. Sólo quiero comprobar quién tiene pelotas y quién no.

– Doctor Spivey, este lenguaje es lo que me hace sospechar que tal vez los pacientes saldrían beneficiados si se trasladase al señor McMurphy.

– ¿Por qué no le deja ponerlo a votación?

– Desde luego, señor Cheswick. Pueden votar. ¿Le basta con una votación a mano alzada, señor McMurphy, o prefiere un escrutinio secreto?

– Quiero ver las manos. También quiero comprobar cuáles no se levantan.

– Que levanten la mano todos los que estén a favor de ver la televisión por la tarde.

La primera mano que se levanta es la de McMurphy, lo sé por la venda que lleva, pues se cortó con un panel al intentar levantarlo. Y luego veo cómo se van levantando otras manos entre la niebla. Es como si… la gran manaza roja de McMurphy se introdujera en la niebla y hurgase en ella y arrastrase a los hombres por la mano, obligándoles a salir parpadeando a plena luz. Primero uno, luego otro, luego el siguiente. Va recorriendo toda la fila de Agudos, obligándoles a salir de la niebla, hasta que todos están de pie, los veinte levantados, no sólo para poder ver la televisión, sino también contra la Gran Enfermera, contra su propósito de enviar a McMurphy a la galería de Perturbados, contra la manera en que les ha estado hablando y como les ha tratado y les ha doblegado durante años.

Nadie dice nada. Advierto que todos están estupefactos, pacientes y personal por igual. La enfermera no acierta a comprender qué ha pasado; ayer, antes de que intentase levantar el panel, sólo cuatro o cinco hombres hubieran votado a su favor. Cuando habla, no permite que su voz deje traslucir su sorpresa.

– Sólo cuento veinte votos, señor McMurphy.

– ¿Veinte? Bueno, ¿y qué? Somos veinte… -Se le cortan las palabras cuando comprende a qué se refiere la enfermera-. Alto ahí, un minuto, señora mía…

– Creo que ha perdido la votación.

– ¡Sólo un minuto!

– Hay cuarenta pacientes en la galería, señor McMurphy. Cuarenta pacientes, y sólo han votado veinte. Es preciso contar con un voto mayoritario para modificar las normas de la galería. Creo que esto pone fin a la votación.

Las manos empiezan a bajar en toda la sala. Los muchachos saben que han sido derrotados, desean hundirse de nuevo en la seguridad de la niebla. McMurphy se pone de pie de un salto.

– Bueno, que me aspen. ¿No me diga que ahora me va a salir con ésas? ¿Que también piensa contar con los votos de esos pájaros?

– ¿No le ha explicado el procedimiento de las votaciones, doctor?

– Mucho me temo que… se precisa una mayoría, McMurphy. Ella tiene razón, tiene razón.

– Un voto mayoritario, McMurphy; lo dice la constitución de la galería.

– Y supongo que para cambiar esa maldita constitución se requiere un voto mayoritario. Claro. ¡De todas las guarradas que he visto en mi vida, ésta se lleva la palma!

– Lo siento, señor McMurphy, pero verá que está escrito en el reglamento, si permite que se lo…

– ¡Así es como funciona esta mierda de democracia… córcholis!

– Parece un poco alterado, señor McMurphy. ¿No cree usted que está alterado, doctor? Quisiera que tomase nota de ello.

– Basta de cháchara, señorita. Cuando a uno le hacen una jugada tiene derecho a quejarse. Y desde luego nos han hecho una buena jugada.

– Doctor, dado el estado del paciente, tal vez sería preferible concluir la reunión por hoy…

– ¡Espere! Espere un minuto, déjeme hablar con esos viejos.

– La votación ha terminado, señor McMurphy.

– Deje que les hable.

Cruza la sala y se dirige hacia nosotros. Se va haciendo más y más grande y tiene el rostro muy encendido. Mete la mano en la niebla e intenta sacar a Ruckly, porque es el más joven.

– ¿Y tú qué me dices, compañero? ¿Quieres ver el Campeonato del Mundo? ¿Béisbol? ¿Partidos de béisbol? No tienes más que levantar la mano…

– Al c-c-c-carajo la mujer.

– Muy bien, olvídalo. ¿Y tú, compañero, qué me dices? ¿Cómo te llamas… Ellis? ¿Te gustaría ver un partido en la tele, Ellis? Sólo tienes que levantar la mano…

Ellis tiene la manos clavadas en la pared, no pueden contarse como un voto.

– He dicho que había terminado la votación, McMurphy. Está dando un espectáculo.

McMurphy no le presta ninguna atención. Sigue recorriendo la hilera de Crónicos.

– Vamos, vamos, sólo falta un voto vuestro, amigos, sólo tenéis que levantar la mano. Demostradle que aún sois capaces de hacerlo.

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