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Entonces descubrí una cosa: no tenía por qué ir a parar junto a esa puerta si no me movía cuando comenzaba a cubrirme la niebla y me limitaba a quedarme quieto en mi sitio. El problema estaba en que yo mismo acababa dirigiéndome a esa puerta porque me asustaba permanecer tanto rato perdido y entonces me ponía a aullar y les ayudaba a descubrirme. Chillaba para que me descubriesen; tenía la impresión de que cualquier cosa, incluso la Sala de Chocs, era preferible a continuar eternamente perdido. Ahora ya no sé. Estar perdido no resulta tan terrible.

Me he pasado toda la mañana esperando que volvieran a insuflar esa niebla. Los últimos días lo han hecho cada vez con más frecuencia. Tengo la impresión de que es a causa de McMurphy. Aún no le han instalado los controles y se proponen cogerle desprevenido. Comprenden que sin duda creará problemas; ya ha logrado sublevar media docena de veces a Cheswick y Harding y a algunos más hasta el punto de que parecía que iban a rebelarse contra uno de los negros… pero siempre, en el momento en que todos pensábamos que por fin algún paciente haría algo, comenzaba a aparecer la niebla, como ha sucedido ahora.

Hace un par de minutos oí que detrás de la rejilla, empezaba a bombear el compresor, en el momento en que los chicos sacaban las mesas de la sala de estar para la reunión terapéutica y la bruma ya está inundando el piso, tan densa, que tengo húmedas las perneras de los pantalones. Estoy limpiando los cristales de la puerta de la casilla de cristal y oigo que la Gran Enfermera coge el teléfono y llama al doctor para decirle que en seguida estaremos dispuestos para comenzar la reunión y le comunica que tal vez debiera reservar una hora libre esta tarde, para celebrar una reunión del equipo médico.

– La cuestión es que -le dice- he estado pensando que ya es hora de que discutamos el caso del paciente Randle McMurphy y la conveniencia de que permanezca en esta galería.

Escucha un minuto, luego le dice:

– No creo prudente permitir que siga alterando a los pacientes, tal como ha venido haciendo estos últimos días.

Por eso está insuflando niebla antes de la reunión. No suele hacerlo. Pero tiene la intención de ocuparse hoy mismo de McMurphy, tal vez piense trasladarle a Perturbados. Dejo el paño y me dirijo a mi silla en el extremo de la hilera de los Crónicos; apenas consigo ver cómo se van acomodando los muchachos y diviso a duras penas al doctor, que se limpia las gafas al cruzar la puerta, como si creyera que éstas son la causa de que lo vea todo borroso, y no la niebla.

Nunca había visto una niebla tan densa como ésta.

Puedo oírles a lo lejos, puedo oír cómo intentan proseguir la reunión, dicen alguna bobada sobre el tartamudeo de Billy Bibbit y su aparición. Tan densa es la niebla que las palabras llegan a mis oídos como a través del agua. En realidad, es tal su semejanza con el agua, que me levanta de mi silla y me quedo un rato flotando sin saber dónde tengo los pies y dónde la cabeza. Al principio, esto de flotar me marea un poco. No consigo ver absolutamente nada. Nunca había sido tan densa como para hacerme flotar de este modo.

Las palabras se desvanecen, para luego subir otra vez de tono, se apagan y reaparecen, mientras sigo flotando a la deriva; pero, por fuertes que suenen, a veces tan fuertes que tengo la certeza de estar al lado mismo del tipo que las pronuncia, sigo sin ver nada.

Reconozco la voz de Billy, tartamudea peor que nunca porque está nervioso:

– … m-m-me e-e-e-echaron del colegio po-po-porque no me presenté a la formación. N-n-no po-po-podía soportarlo. Cu-cu-cu-cuando el encargado pasaba lista y decía «Bibbit», no podía contestar. Ha-bi-i-iía que decir p-p-p-presen…

La palabra se le ha atravesado como un hueso en la garganta. Le oigo tragar saliva y empezar otra vez.

– Había que decir, «Presente, señor», y nunca co-co-co-conseguí decirlo.

Su voz comienza a esfumarse; luego, por la izquierda, empieza a tronar la voz de la Gran Enfermera:

– ¿Podrías recordar cuándo empezaste a tener problemas de locución Billy? ¿Recuerdas cuándo empezaste a tartamudear por primera vez?

No sabría decir si Billy se está riendo o qué.

– ¿Ta-ta-tartamudear por primera vez? ¿Por primera vez? Ya ta-ta-tartamudeé al decir la pr-i-i-mera palabra: m-m-m-m-mamá.

Entonces las voces se desvanecen por completo; nunca había ocurrido nada parecido. Tal vez Billy también se ha escondido en la niebla. Tal vez todos han optado por esconderse total y definitivamente en esta niebla.

Me cruzo con una silla que también flota. Es lo primero que consigo vislumbrar. Se acerca a la deriva entre la niebla, justo a mi derecha, y durante un par de segundos la tengo exactamente frente a mi cara, a unos milímetros fuera de mi alcance. Últimamente he adquirido la costumbre de no tocar las cosas que se me aparecen en la niebla; me quedo quieto e intento no aferrarme a nada. Pero esta vez tengo miedo, el mismo que solía sentir antes. Pongo todo mi empeño en alcanzar esa silla y agarrarme a ella, pero nada me sostiene y sólo consigo nadar en el vacío; tengo que conformarme con observar cómo se va perfilando la silla, más claramente que nunca, hasta tal punto que consigo ver la huella que dejó el dedo de un trabajador al tocarla antes de que el barniz estuviera seco. La silla permanece unos segundos ante mis ojos y luego se desvanece. Nunca había visto una niebla en la cual las cosas flotasen de este modo. Nunca la había visto tan densa, hasta el punto de que, aunque quisiera, no podría tocar el suelo y caminar. De ahí mi terrible miedo; creo que esta vez voy a salir flotando hacia algún sitio del que ya nunca volveré.

Un Crónico flota ante mis ojos, un poco más abajo que yo. Es el viejo coronel Matterson que lee las arrugadas líneas de su larga mano amarilla. Le miro detenidamente, pues supongo que es la última vez. Tiene la cara enorme, tan grande que casi no puedo resistir el verla. Cada cabello y cada arruga se ha ampliado, como si le estuviera observando con uno de esos microscopios. Le veo con tanta nitidez que ante mis ojos se despliega toda su vida. Es el rostro de sesenta años de campamentos militares del suroeste, surcado por los aros de hierro de las ruedas de los furgones, gastado hasta los huesos por las pisadas de millares de pies en marchas de dos días.

Extiende su larga mano, la pone ante sus ojos y frunce el entrecejo al verla, levanta la otra mano y va siguiendo las palabras con un dedo de madera que la nicotina ha teñido del color de una caja de fusil. Su voz suena tan profunda, lenta y paciente como siempre y mientras lee veo cómo de sus frágiles labios brotan oscuras y pesadas palabras.

– Ahora… La bandera es… A-mér-ica. América es… la ciruela. El melocotón. La san-dí-a. América es… tel-e-visión.

Es cierto. Todo eso está escrito en esa mano amarilla. Yo también puedo leerlo.

– Ahora… La cruz es… Méx-i-co -levanta la vista para comprobar si presto atención y, al ver que así es, me sonríe y continúa-: México es… la nu-ez. La avellana. La be-llota. México es… el arco-iris. El arco-iris es… de madera. México es… de madera.

Comprendo a dónde quiere ir a parar. Ha estado diciendo cosas parecidas desde que llegó hace seis años, pero nunca le había prestado la menor atención, suponía que no era más que una estatua parlante, un muñeco de hueso y artritis, que no paraba de farfullar esas extravagantes definiciones sin una pizca de sentido. Ahora, por fin, comprendo lo que dice. Hago un esfuerzo por captar una última imagen de él que me sirva para recordarle y eso me obliga a mirarle con la suficiente insistencia como para comprender. Se interrumpe y vuelve a levantar los ojos hacia mí para asegurarse de que le comprendo, y yo quiero gritarle, sí, ya veo: México es como la nuez; es marrón y duro ¡y al recorrerlo con la mirada hace pensar en una nuez! Lo que dices tiene sentido, viejo, tu propio sentido. No estás loco como ellos creen. Sí… comprendo…

Pero la niebla me ha obturado la garganta y no consigo emitir el menor sonido. Cuando comienza a deslizarse lejos de mí veo que vuelve esa mano.

– Ahora… La oveja verde es… Can-a-dá. Canadá es… el abeto. El campo de trigo. El ca-len-da-rio…

Cuando se aleja hago un esfuerzo para seguirle con la mirada. Fuerzo tanto la vista que me duelen los ojos y tengo que cerrarlos, y cuando los vuelvo a abrir el coronel ha desaparecido. Nuevamente floto solo más perdido que nunca.

Ha llegado el momento, me digo. Me voy para siempre.

Ahí está el Viejo Pete, con la cara como una linterna. Está a unos cincuenta metros a mi izquierda, pero puedo verle tan claramente como si no hubiera niebla. O también es posible que esté muy cerca y se haya empequeñecido, sería incapaz de asegurarlo. Me repite una vez más cuan cansado está y me basta oír sus palabras para que aparezca ante mis ojos toda su vida en el ferrocarril: le veo cómo se esfuerza por aprender a leer la hora, sudando cuando intenta pasar cada botón del mono de ferroviario por su correspondiente ojal, poniendo todo su empeño en estar a la altura de una tarea que a los demás les resulta tan sencilla que pueden recostarse en una silla forrada de cartón y leer novelas de misterio y libros eróticos. No es que en ningún momento haya creído que podría estar a su altura -desde un principio supo que sería imposible conseguirlo-, pero tenía que intentarlo, para no perderse por completo. Y así logró vivir cuarenta años, si no sumergido en el mundo de los hombres, al menos en los límites del mismo.

Comprendo todo esto, y me duele, como me dolieron las cosas que presencié en el Ejército, en la guerra. Como me dolió contemplar lo que le ocurrió a Papá y a la tribu. Creí haber superado ya la fase en que veía estas cosas y me torturaba su presencia. No tiene sentido. No hay remedio.

– Estoy cansado -dice.

– Sé que estás cansado, Pete, pero de nada te servirá que me torture pensando en ello. Tú lo sabes.

Pete sale flotando en la misma dirección que el viejo coronel.

Ahora, por donde vino Pete, aparece Billy Bibbit. Todos van desfilando para dejarse ver por última vez. Sé que Billy no puede estar a mucho más de un metro de distancia, pero se ve tan diminuto que parece encontrarse a un kilómetro de aquí. Vuelve el rostro hacia mí como si fuera un mendigo, necesitado de muchísimo más de lo que nadie es capaz de darle. Su boca se mueve como la de una muñequita.

– Y hasta cuando me de-de-declaré, lo estropeé todo. Dije «Ca-ca-ca-riño, quieres ca-ca-ca-ca-ca-…» hasta que la chica se echó a-a-a-a reír.

No logro distinguir de dónde viene la voz de la enfermera:

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