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Abre los ojos y pasea la mirada sobre todos nosotros. Uno a uno, va observando a todos los muchachos -incluso a mí-, luego saca del bolsillo todos los pagarés que había ganado al póquer estos últimos días. Se inclina sobre la mesa e intenta ordenarlos, pero tiene las manos agarrotadas como rojas garras y no puede mover los dedos.

Acaba arrojando todo el montón al suelo -probablemente cuarenta o cincuenta dólares en pagarés por cada hombre- y nos vuelve la espalda camino de la puerta. Se detiene en el umbral y desde allí nos lanza una última mirada a todos.

– Pero, al menos lo he intentado -dice -. Maldita sea, al menos nadie puede reprocharme eso, ¿no?

Y sale, dejando tras sí todos aquellos trozos de papel manchados, esparcidos por el suelo, por si alguien quiere buscar el que le corresponde.

En la sala del personal un médico visitante con grises telarañas sobre el cráneo amarillo dirige la palabra a los jóvenes internos.

Paso junto a él con mi escoba.

– Oh, y quién es éste.

Me mira como si fuese una especie de insecto. Uno de los internos le señala con un gesto las orejas, indicándole así que soy sordo, y el médico visitante continúa hablando.

Sigo con mi escoba hasta llegar frente a un gran cuadro que el de Relaciones Públicas trajo una vez que había tanta niebla que no pude verle. El cuadro representa a un tipo que está pescando con mosca en algún lugar de las montañas, parecen las Ochocos, cerca de Paineville; por encima de los picos asoma la nieve, largos chopos de blanco tronco flanquean el arroyo, las acederas crecen en acres manojos verdes. El tipo está echando el anzuelo en un remanso, detrás de una roca. No es lugar para pescar con mosca, sería más apropiado usar un anzuelo del número seis; más le valdría hacer correr la mosca por esos remolinos que se forman corriente abajo.

Un sendero desciende entre los chopos y yo voy barriendo el sendero con mi escoba y me siento en una roca y desde el cuadro miro a ese médico visitante que les habla a los internos. Puedo ver cómo se clava el dedo en algún punto de la palma de la mano, pero no puedo escuchar sus palabras a causa del estruendo del frío torrente espumoso que brota de las rocas. Puedo oler la nieve en el viento que sopla desde los picos. Puedo ver madrigueras de topo hundidas bajo la hierba. Es un rincón realmente agradable para estirar las piernas y relajarse un poco.

Se llega a olvidar -si uno no se sienta y hace un esfuerzo por recordar-, se llega a olvidar cómo era el viejo hospital. No tenían bonitos paisajes como éste colgados de las paredes para poder meterse en ellos. No había televisión, ni piscina, ni pollo dos veces al mes. Sólo había paredes y sillas, camisas de fuerza que exigían horas de esfuerzo para poder zafarse de ellas. Han aprendido muchas cosas desde aquel entonces. «Se ha progresado mucho», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada. Le han dado una apariencia muy agradable a la vida con pinturas y decorados y grifería cromada en el baño. «Si alguien quisiera escapar de un lugar tan bonito como éste», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada, «bueno, seguro que le fallaba algo».

En la sala del personal, mientras responde a las preguntas de los jóvenes internos, la eminencia visitante se frota los codos y tiembla como si tuviera frío. Es delgado y escuálido y la ropa le cuelga sobre los huesos. Se frota los codos y se estremece, ahí de pie. A lo mejor él también nota el frío viento que sopla de los picos nevados.

Comienza a resultarme difícil localizar mi cama por la noche, tengo que arrastrarme a gatas e ir palpando los muelles por debajo hasta encontrar, pegadas allí, mis bolas de chicle. Nadie se queja de la niebla. Ahora ya sé por qué: aunque resulte molesta, permite hundirse en ella y sentirse seguro. Es lo que McMurphy no comprende, que queramos estar seguros. Sigue intentando hacernos salir de la niebla, ponernos al descubierto, donde sería fácil atraparnos.

Abajo acaban de recibir un cargamento de vísceras congeladas: corazones, riñones y cerebros, y cosas por el estilo. Puedo oírlos caer en la cámara frigorífica ¡i través del vertedero del carbón. Una persona, sentada en algún lugar de la sala donde no alcanzo a verla, comenta que se ha suicidado uno de la sala de Perturbados. El viejo Rawler. Se cercenó los dos testículos y se desangró hasta morir, sentado en la taza del retrete, rodeado de media docena de personas que no advirtieron nada hasta que cayó al suelo, muerto.

Lo que no alcanzo a comprender es la impaciencia de la gente; el tipo sólo tenía que esperar.

He descubierto cómo funciona la máquina de hacer niebla. Nosotros teníamos todo un pelotón dedicado a manejar máquinas de hacer niebla en los campos de aviación de ultramar. Siempre que los servicios de inteligencia insinuaban la posibilidad de un bombardeo o cuando los generales deseaban organizar algo muy secreto, a hurtadillas, tan bien camuflado que ni los espías de la base pudieran descubrir qué estaban haciendo, inundaban el campo de niebla.

Es un artilugio muy simple: un compresor ordinario succiona agua de un tanque y aceite especial de otro tanque y comprime ambos líquidos, y del negro tubo situado en un extremo de la máquina comienza a brotar una blanca nube de niebla capaz de cubrir, en noventa segundos, todo un campo de aviación. Lo primero que vi al aterrizar en Europa fue la niebla que producían estas máquinas. Algunos interceptores seguían muy de cerca nuestro vuelo y, en cuanto tocamos tierra, el personal encargado de hacer niebla puso en marcha las máquinas. Miramos por los rayados cristales de las claraboyas del avión y vimos que unos jeeps acercaban las máquinas al aparato y contemplamos cómo la niebla que salía a borbotones, cubría todo el campo y empezaba a adherirse a las ventanas como algodón mojado.

Para salir del avión seguimos el sonido de un silbato que el teniente tocaba sin parar; parecía el graznido de un ganso. Una vez fuera de la escotilla resultaba imposible ver más allá de un metro en cualquier dirección. Cada uno tenía la sensación de ser la única persona en todo el aeródromo. Habíamos conseguido escapar del enemigo, pero nos sentíamos terriblemente solos. Los sonidos quedaban ahogados, se disolvían a los pocos metros y resultaba imposible oír al resto de la tripulación, sólo el graznido del silbato en medio de la suave blancura lanosa, tan densa, que el cuerpo desaparecía de cintura para abajo en la blanca bruma; aparte de la camisa marrón y de la hebilla metálica del cinturón, lo único que se veía era una blancura, como si la niebla también comenzara a disolvernos de cintura para abajo.

Y entonces, de pronto, uno topaba de sopetón con otro tipo tan desorientado como uno mismo, cuyo rostro desmesurado resaltaba nítidamente como jamás lo hiciera rostro humano alguno visto hasta entonces. Forzábamos tanto la vista para conseguir vislumbrar algo en medio de esa niebla que, cuando por fin divisábamos alguna cosa, la veíamos con una nitidez diez veces mayor que de costumbre, con tal claridad que uno y otro nos veíamos obligados a apartar la vista. Cuando aparecía otro hombre, ninguno de los dos deseaba mirar al otro a la cara, porque resulta penoso percibir a una persona con tal nitidez que parezca que estamos penetrando en su interior, pero tampoco deseábamos apartar los ojos y perderla por completo de vista. Sólo cabía una opción: hacíamos un esfuerzo y mirábamos las cosas que aparecían ante nuestros ojos en medio de la niebla, por doloroso que resultase, o bien abandonábamos y nos perdíamos.

Cuando empezaron a utilizar la máquina de hacer niebla en la galería -una máquina que adquirieron en una subasta del Ejército y que luego ocultaron en los tubos de ventilación de las nuevas instalaciones, antes del traslado- me quedaba mirando con todas mis fuerzas y tanto rato como podía todo lo que se me aparecía en medio de la niebla, para no perderle la pista, tal como solía hacer cuando en Europa inundaban de niebla los campos de aterrizaje. Nadie tocaba un silbato para indicarnos el camino, no había ninguna cuerda a la cual asirse, de modo que la única forma de no perderse era mantener la mirada fija en algo. A veces, a pesar de todo, me perdía, me hundía en las profundidades, en un intento de ocultarme, y cada vez que eso ocurría parecía que iba a dar a aquel mismo lugar, a aquella misma puerta metálica con la hilera de remaches, como ojos, y sin ningún número, como atraído por la habitación en la cual se abría aquella puerta, pese a todos mis esfuerzos por mantenerme apartado de ella, exactamente igual que si la corriente generada por los malos espíritus que poblaban esa habitación cruzara la niebla cual un rayo y me arrastrara en aquella dirección como un autómata. Me pasaba días enteros vagabundeando por la niebla, temeroso de no volver a ver nunca otra cosa y entonces, de pronto, me topaba con esa puerta y ésta se abría para dejarme ver el acolchado que la recubría por la parte interior, destinado a ahogar los sonidos, y veía a los hombres alineados, de pie, como autómatas, en medio de brillantes cables, lámparas centelleantes, y el chisporroteo de los tubos fluorescentes. Ocupaba mi lugar en la fila y esperaba a que me llegase el turno de tenderme sobre la mesa. Una mesa en forma de cruz, con las sombras de mil hombres asesinados estampadas en su superficie, siluetas de puños y tobillos dibujadas bajo las correas de cuero, verdes por el sudor y el uso, y el perfil de un cuello y una cabeza que se alargaban hasta una banda de plata destinada a ceñir la frente. Y, entonces, uno de los técnicos que operaban los controles junto a la mesa levantaba la vista de sus mandos, la paseaba por la fila que esperaba y me señalaba con su guante de goma.

– Un momento, ya conozco a ese granuja grandullón que está ahí, más vale que le deis un buen golpe en la nuca o que pidáis ayuda o algo. Se las sabe todas cuando se trata de armar escándalo.

Por lo que, en general, procuraba no adentrarme demasiado en la niebla, por temor a perderme e ir a parar a la puerta de la Sala de Chocs. Me quedaba mirando fijamente cualquier cosa que por casualidad apareciera ante mis ojos y me aferraba a ella como uno se agarra a los palos de una cerca hasta que pasa la tormenta. Pero la niebla que insuflaban era cada vez más densa y empecé a tener la impresión de que, por mucho que me esforzara, por lo menos dos o tres veces al mes acababa yendo a parar junto a esa puerta que se abría ante mis ojos y me arrojaba un acre olor a chispas y ozono. Pese a todas mis mañas, comenzaba a resultarme difícil no perderme.

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