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El primero lo ha obtenido cuando yo ya llevaba cinco años en la galería, un retorcido enano sinuoso color de alquitrán frío. Su madre fue violada en Georgia frente a los ojos de su padre al que habían atado a la estufa caliente con riendas de cuero, chorreando sangre en sus zapatos. El chico lo vio todo desde un armario, tenía cinco años y torcía el ojo para espiar por la rendija entre la puerta y el marco, después ya no creció ni una pulgada más. Ahora los párpados le cuelgan de la frente, finos y lacios, como si tuviera un murciélago posado en el puente de la nariz. Párpados como fino cuero gris, apenas los levanta un poco cuando entra un nuevo blanco en la galería, espía por debajo y examina al hombre de arriba abajo y hace un único gesto de asentimiento como si, oh claro, hubiera comprobado algo que ya sabía de todos modos. Cuando empezó a trabajar quería traerse un calcetín lleno de perdigones para poner a raya a los pacientes, pero ella le dijo que ya no se hacía así, le hizo dejar la porra en casa y le enseñó su propia técnica, le enseñó a no dejar ver su odio y a conservar la calma y esperar, esperar una pequeña ventaja, una pequeña vacilación, y entonces apretar la cuerda y no aflojar. Nunca. Así se les pone a raya, le enseñó.

Los otros dos negros llegaron dos años después, entraron a trabajar con sólo un mes de diferencia, aproximadamente, y los dos se parecen tanto que pienso que ella mandó hacer una copia del primero que vino. Son altos y angulosos y huesudos y tienen esculpida en las caras semejantes puntas de flecha de piedra, una expresión que no cambia nunca. Sus ojos se contraen en una mirada perversa. Si uno roza su cabello le raspa la piel como una lija.

Los tres son negros como teléfonos. Cuanto más negros, así lo descubrió ella a base de observar a la larga fila negra que les precedió, cuanto más negros más tiempo suelen dedicar a limpiar y fregar y poner orden en la galería. Por ejemplo, los tres chicos llevan siempre el uniforme inmaculado como la nieve. Tan blanco y frío y tieso como el de ella.

Los tres llevan níveos pantalones almidonados y camisas blancas con broches de metal en un costado y zapatos blancos relucientes como el hielo y los zapatos tienen suelas de caucho rojo que recorren el pasillo silenciosas como ratones. Nunca hacen el menor ruido al moverse. Aparecen en distintos lugares de la galería cada vez que un paciente cree poder burlar la vigilancia para estar a solas o para susurrar un secreto a otro. Un paciente está solo en un rincón y de pronto se oye un chillido y siente que se le hiela la mejilla y se vuelve hacia ese lado y ahí ve una fría máscara de piedra que flota sobre su cabeza junto a la pared. Sólo ve la cara negra. Sin cuerpo. Las paredes son blancas como los trajes blancos, limpias y relucientes como las puertas de una nevera, y la cara y las manos negras parecen flotar frente a ellas como espectros.

Años de aprendizaje y los tres muchachos negros sintonizan cada vez mejor con la onda de la Gran Enfermera. Uno a uno van desconectando los hilos directos y aprendiendo a operar a través de ondas. Ella nunca da órdenes en voz alta ni deja instrucciones escritas que podrían ser halladas por una esposa o una profesora durante una visita. Ya no necesita hacerlo. Están en contacto a través de una onda de odio de gran voltaje y los negros corren a ejecutar sus órdenes aun antes de que a ella se le hayan ocurrido.

Y cuando la enfermera ha reunido su equipo, la eficiencia cae sobre la galería como un reloj de vigilante. Todo lo que los muchachos piensan y dicen y hacen es planeado con meses de antelación, en base a las pequeñas anotaciones que la enfermera hace durante el día. Estas notas las mecanografían y las introducen en la máquina que oigo zumbar detrás de la puerta de acero, al fondo de la Casilla de las Enfermeras. De la máquina sale una serie de Tarjetas de Instrucciones, perforadas según un esquema de pequeños agujeritos cuadrados. Al empezar cada nuevo día se introduce la tarjeta correspondiente a la fecha en una ranura de la puerta de acero y las paredes se ponen a zumbar: a las seis treinta se encienden las luces del dormitorio; los Agudos saltan de la cama tan deprisa como pueden azuzarlos los negros, que los ponen a trabajar, a lustrar el suelo, a vaciar ceniceros, a pulir las rayas de la pared ahí donde un compañero el día anterior se desplomó en un terrible estremecimiento de humo y olor de goma quemada al saltarle sus fusibles. Los Rodantes dejan caer sus muertas piernas de palo y se quedan allí sentados, como estatuas, en espera de que alguien les acerque una silla de ruedas. Los Vegetales se mean en la cama y conectan una descarga eléctrica y un zumbador, que les hace rodar sobre las baldosas hasta el lugar donde los negros pueden darles un manguerazo y enfundarlos en un uniforme limpio…

A las seis cuarenta y cinco zumban las máquinas de afeitar y los Agudos se alinean en orden alfabético frente a los espejos, A, B, C, D… Los Crónicos ambulantes como yo entran cuando han terminado los Agudos, luego empujan las sillas de ruedas de los Rodantes. Los tres viejos han salido con una capa de moho amarillento sobre la piel colgante de sus barbillas, y son afeitados en sus tumbonas en la sala de estar, con una correa de cuero en la frente para evitar que se agiten bajo la máquina de afeitar.

Algunas mañanas -en particular, los lunes- me escondo e intento hacerle un quite al horario. Otras mañanas considero más perspicaz ocupar en seguida mi lugar entre la A y la C y marcar el paso como todos los demás, sin levantar los pies -en el suelo hay potentes magnetos que mueven al personal por la galería como muñecos de feria…

A las siete se abre el comedor y se invierte el orden de sucesión: primero los Rodantes, luego los Ambulantes, luego los Agudos, cogen bandejas, platos de cereal, huevos con tocino, tostadas -y esta mañana un melocotón de lata sobre una arrugada y verde hoja de lechuga-. Algunos Agudos les llevan bandejas a los Rodantes. La mayor parte de los Rodantes sólo son Crónicos de piernas débiles, y comen solos, pero hay tres que no pueden moverse en absoluto del cuello para abajo, y muy poco del cuello para arriba. Los llaman Vegetales. Los negros los entran cuando todo el mundo está sentado, colocan sus sillas de ruedas junto a la pared y les traen idénticas fuentes de comida pastosa con pequeñas tarjetitas blancas con las instrucciones dietéticas. Puré Mecánico dicen las instrucciones dietéticas de estos tres desdentados: huevos, jamón, tostadas, tocino, todo molido treinta y dos veces para cada uno en la máquina de acero inoxidable que hay en la cocina. La veo fruncir unos labios partidos, como si fuera el tubo de una aspiradora, y escupir en un plato, con un ruido de establo, un grumo de jamón triturado.

Los negros van llenando las bocas chuponas y rosadas de los Vegetales algo más deprisa de lo que pueden tragar y el Puré Mecánico les chorrea por las diminutas barbillas y cae sobre el uniforme. Los negros insultan a los Vegetales y les abren más la boca con un brusco vaivén de la cuchara, como si estuvieran vaciando una manzana podrida.

– Este asqueroso «pástico», se me está deshaciendo entre las manos. Ya no sé si le estoy dando puré de jamón o pedazos de su propia lengua…

A las siete treinta de vuelta a la sala de estar. La Gran Enfermera otea a través de su cristal especial, siempre bruñido hasta que no se nota que está ahí, hace señales de asentimiento ante lo que va viendo, y extiende la mano y arranca una hoja de su calendario, un día menos para llegar a la meta. Aprieta un botón para que todo empiece. Oigo el rumor de una gran lámina de latón que alguien sacude en algún lugar. Todo en orden. Agudos: siéntense a su lado de la sala de estar y esperen que traigan las cartas y los juegos de Monopoly. Crónicos: siéntense a su lado y esperen que traigan los rompecabezas de la Cruz Roja. Ellis: a su lugar junto a la pared, levante los brazos para que le pongan los clavos y deje correr el pipí por la pierna. Pete: menee la cabeza como un monigote. Scanlon: mueva las nudosas manos sobre la mesa, construya una bomba imaginaria para hacer volar un mundo imaginario. Harding: comience a hablar, agite sus manos de paloma en el aire y escóndalas luego bajo las axilas, porque las personas mayores no deben agitar de ese modo sus lindas manos. Sefelt: comience a lamentarse de su dolor de muelas y del pelo que se le cae. Todos: inspiren… expiren… en perfecto orden; todos los corazones a latir al ritmo que indican las Tarjetas de Instrucciones. Sonido de cilindros ajustados.

Como en un mundo de dibujos animados, con personajes planos de contornos negros, dando tumbos en una especie de historieta que podría ser francamente divertida si los personajes no fuesen hombres de verdad…

A las siete cuarenta y cinco los negros avanzan a lo largo de la hilera de Crónicos y van colocando catéteres a los que se los dejan poner sin moverse. Los catéteres son preservativos de segunda mano a los que se les ha cortado la punta para unirlos con esparadrapo a unos tubos que bajan por la pernera del pantalón hasta una bolsa de plástico con la etiqueta desechable, no volver a usar, que a mí me toca lavar al concluir cada día. Los negros fijan el preservativo con esparadrapo que se adhiere a los pelos; los Crónicos de Catéter se han quedado lampiños como recién nacidos de tanto arrancarles el esparadrapo…

A las ocho las pareces chirrían y zumban a todo volumen. El altavoz del techo dice, «Medicamentos», con la voz de la Gran Enfermera. Miramos a la casilla de cristal donde está sentada, pero no está junto al micrófono ni mucho menos; de hecho, está a más de un metro de aquél y adoctrina a una de las enfermeras menores sobre la manera de arreglar una bandeja presentable con todas las píldoras en orden. Los Agudos forman una fila junto a la puerta de cristal, A, B, C, D, luego los Crónicos, luego los Rodantes (los Vegetales reciben su pastilla más tarde, mezclada con una cucharada de puré de manzanas). Los muchachos van desfilando y reciben una cápsula y un vaso de papel -ponerse la cápsula en el fondo de la garganta y que la pequeña enfermera les llene el vaso de agua y tragar la cápsula-. Muy de vez en cuando algún tonto pregunta por qué tiene que tragar.

– Un momentito, preciosa; ¿qué son esas dos cápsulas rojas que me han dado con la vitamina?

Lo conozco. Es un gran Agudo quejoso que ya empieza a tener fama de impertinente.

– Una medicina, señor Taber, le hará bien. Venga, tráguesela.

– Pero, qué clase de medicina. Cielo santo, ya creo que son pastillas…

– Trágueselas, quiere, señor Taber… Hágalo por mí.

Mira a hurtadillas a la Gran Enfermera para comprobar qué acogida merece su técnica de seducción, luego vuelve a mirar al Agudo. Aún no está dispuesto a tragarse algo que no sabe qué es, ni siquiera por ella.

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