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– ¿Cómo te llamas, Jefe?

Billy Bibbit habló desde el otro lado de la sala.

– Se lla-lla-llama Bromden. Jefe Bromden. Pero todos le llaman Jefe E-e-e-e-escoba, porque los ayudantes le hacen barrer casi todo el tiempo. N-n-no puede hacer gran cosa más, supongo. Es sordo. -Billy apoyó la barbilla sobre sus manos-. Si yo fu-fu-fu-era sordo -suspiró-, me mataría.

McMurphy seguía mirándome.

– Cuando se yergue debe ser bastante grande, ¿no? Me gustaría saber cuánto mide.

– Creo que alguien le mi-mi-mi-midió una vez y hacía más de do-o-o-os metros; pero aunque sea grande, tiene miedo de su pro-o-o-o-pia sombra. So-so-sólo es un gran indio so-o-o-ordo.

– Cuando le vi aquí pensé que parecía un indio. Pero Bromden no es un nombre indio. ¿De qué tribu es?

– No sé -dijo Billy-. Ya e-e-e-estaba aquí cu-cu-cuando vine.

– Según me informó el doctor -dijo Harding-, sólo es medio indio, de Columbia, creo. De una tribu del Desfiladero de Columbia, ya desaparecida. El doctor dijo que su padre era el jefe de la tribu, por eso le llaman «Jefe». En cuanto a lo de Bromden, me temo que mis conocimientos de las costumbres indias no lleguen a tanto.

McMurphy acercó su cabeza a la mía de tal forma que no tuve más remedio que mirarle.

– ¿Es cierto eso? ¿Eres sordo, Jefe?

– Es so-so-so-sordomudo.

McMurphy frunció los labios y estuvo mirándome largo rato a la cara. Después se irguió y me tendió la mano.

– Bueno, qué demonios, puede estrechar una mano, ¿no? Sordo o lo que sea. Venga Jefe, serás muy grande, pero si no me estrechas la mano lo tomaré como un insulto. Y no es buena cosa insultar al nuevo gran lunático del hospital.

Al decir esto miró en dirección a Harding y Billy e hizo una mueca, pero dejó tendida ante mí aquella mano, grande como un plato sopero.

Recuerdo con toda claridad el aspecto de esa mano: tenía manchas de carbón bajo las uñas, señal de su antiguo empleo en un garaje; tenía tatuada un ancla encima de los nudillos; en el del medio llevaba una tirita sucia que comenzaba a deshilacharse por los bordes. Los nudillos restantes estaban cubiertos de cortes y de cicatrices, antiguas y recientes. Recuerdo que, de tanto manejar los mangos de madera de hachas y de azadas, tenía la palma lisa y dura como un hueso, no era la mano que uno imaginaba repartiendo cartas. Tenía la palma callosa y las callosidades se habían resquebrajado y las hendiduras estaban llenas de mugre. Un mapa de los caminos recorridos en sus viajes por todo el Oeste. Esa palma sonó como un rasguido sobre mi mano. Recuerdo que los dedos se cerraron gruesos y fuertes sobre los míos y que la mano empezó a producirme una rara sensación y comenzó a hincharse en el extremo de ese palo que tengo por brazo, como si él estuviera transmitiendo su propia sangre. Zumbaba de sangre y vigor. Se hinchó hasta alcanzar el tamaño de la suya, recuerdo…

– Señor McMurry.

Es la Gran Enfermera.

– Señor McMurry, ¿puede venir, por favor?

Es la Gran Enfermera. El negro del termómetro ha ido a buscarla. Está ahí, de pie, golpeando su reloj de pulsera con el termómetro, y mira con ojos zumbones, mientras intenta atrapar al recién llegado. Sus labios forman un triángulo, como los de una muñeca dispuestos para recibir un falso pezón.

– El ayudante Williams me dice que usted ha puesto dificultades a su ducha de ingreso, señor McMurry. ¿Es así? Por favor, no me interprete mal, me complace que haya procurado hacer amistad con los otros pacientes de la galería, pero cada cosa a su hora, señor McMurry. Lamento interrumpirles a usted y a Mr. Bromden, pero debe comprenderlo: todos… deben respetar las normas.

El echa la cabeza hacia atrás y hace una mueca que indica que ella no le engaña, como tampoco le engañé yo, que la ha visto venir. La mira un momento con un solo ojo.

– Sabe usted, señora -dice-, que eso es exactamente lo que me dicen en todas partes sobre las normas…

Muestra los dientes. Los dos se lanzan mutuas sonrisas, mientras miden sus fuerzas.

– … cuando imaginan que voy a hacer todo lo contrario.

Dicho lo cual me suelta la mano.

En la Casilla de cristal, la Gran Enfermera ha abierto un paquete con remitente extranjero y está aspirando con jeringas hipodérmicas el líquido verde lechoso que venía en las ampollas del paquete. Una de las enfermeras menores, una joven con un ojo bizco que siempre mira ansioso por encima de su hombro mientras el otro prosigue con sus funciones habituales, coge la bandejita con las jeringas llenas, pero aún no se las lleva.

– ¿Qué opina usted del nuevo paciente, señorita Ratched? Quiero decir, que es guapo y simpático y todo eso, pero en mi modesta opinión, desde luego sabe imponerse.

La Gran Enfermera prueba una aguja en la yema de su dedo.

– Me temo -clava la aguja en el tapón de goma de la ampolla y tira del émbolo-, que eso es exactamente lo que piensa hacer el nuevo paciente: imponerse. Es lo que solemos llamar un «manipulador», señorita Flinn, un hombre que se aprovecha de todo y de todos para sus propios fines.

– Oh. Pero. Bueno, ¿en un hospital psiquiátrico? ¿Con qué objeto?

– Cualquiera. -Está serena, sonriente, absorta en la tarea de cargar las jeringuillas-. Comodidad y una buena vida, por ejemplo; una sensación de poder y de respeto, tal vez; ventajas pecuniarias, a lo mejor todo al mismo tiempo. A veces lo único que se propone un manipulador es simplemente desorganizar la galería por el puro gusto de hacerlo. Existen personas así en nuestra sociedad. Un manipulador puede influir a los demás pacientes y perturbarlos hasta el punto de que tal vez se requieran meses para que todo vuelva a marchar bien. Con la filosofía permisiva que hoy en día prevalece en los hospitales mentales, les cuesta poco conseguir lo que se proponen. Años atrás todo era muy distinto. Recuerdo que hace unos años tuvimos en la galería a un tal señor Taber, un intolerable manipulador. Al principio.

Alza la vista de su trabajo, y ante su cara, sostiene una jeringa a medio llenar, como si fuese una varita mágica. Se le va la mirada, perdida en el agradable recuerdo.

– El sei-ñor Tay-lor -dice.

– Pero, oiga -dice la otra enfermera-, ¿qué interés puede tener alguien en desorganizar la galería, señorita Ratched? ¿Cuál podría ser realmente el motivo…?

Interrumpe a la pequeña enfermera y clava otra vez la aguja en el tapón de goma de la ampolla, llena la jeringa, la sacude y la coloca en la bandeja. Observo cómo tiende la mano para coger otra jeringa vacía, cómo apunta, planea sobre el blanco, cae.

– Señorita Flinn, parece olvidar que ésta es una institución para locos.

La Gran Enfermera tiene tendencia a alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo, tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».

Bajo su mando, el Interior de la galería está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a someter.

Y la he visto perfeccionarse más y más con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto, así aprendí cómo funcionan estas cosas.

Sus fantasías ahí en el centro de esos hilos la llevan a un mundo de precisión, de eficiencia y de orden semejante a un reloj de bolsillo con el dorso transparente; a un lugar donde sea imposible no respetar el horario y en el cual todos los pacientes que no están en el Exterior, obedientes bajo su fulgor, son Crónicos rodantes con catéteres que conectan directamente la pernera de cada pantalón con la cloaca que corre bajo el suelo. Año tras año ha ido acumulando su equipo ideal: médicos, de todo tipo y edad, han venido y se han enfrentado a ella con ideas propias sobre la manera de dirigir una galería, algunos con coraje suficiente para defender sus ideas, y ella ha fijado su mirada de hielo seco en esos médicos, un día y otro, hasta que han emprendido la retirada con escalofríos muy poco naturales. «La verdad es que no sé qué me pasa», le han dicho al encargado del personal. «Desde que empecé a trabajar en esa galería con esa mujer siento como si tuviera amoníaco en las venas. No paro de temblar, mis hijos no quieren sentarse en mis rodillas, mi mujer no quiere acostarse conmigo. Exijo que me trasladen… al rincón de neurología, al depósito de borrachos, a pediatría, ¡tanto me da!»

Lleva años haciendo lo mismo. Los médicos duran tres semanas, tres meses. Hasta que por fin se ha quedado con un hombrecillo de ancha frente y de amplios pómulos salientes, y con una arruga entre los diminutos ojillos, como si en alguna ocasión hubiera usado unas gafas demasiado pequeñas, y durante tanto tiempo que le hundieron la cara en el medio; y, por ello, ahora lleva las gafas atadas con una cinta a un botón; las gafas se balancean sobre el puente rojizo de su naricilla y no paran de resbalar hacia uno u otro lado, de modo que mientras habla siempre está balanceando la cabeza para mantenerlas en equilibrio. Ése es su médico.

Los tres muchachos negros del servicio de día los adquirió al cabo de otros tantos años de probar y rechazar a miles. Se iban presentando ante ella en una larga fila negra de enfurruñadas máscaras chatas, llenos de odio hacia ella y su blancura de muñeca de yeso desde el primer vistazo. Ella ha sopesado a los muchachos y su odio durante un mes poco más o menos, luego los ha despedido porque no sentían el odio suficiente. Cuando por fin ha dado con los tres que deseaba -los ha conseguido de uno en uno, a lo largo de varios años, y los ha ido incorporando a su plan de acción y a su red- no le cabía la menor duda de que su odio era suficiente para que resultaran eficaces.

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