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Se dirige claramente a Billy Bibbit. Se inclina y le mira tan fijamente que Billy se ve obligado a balbucear que todavía no es el gra-a-a-a-an lunático, pero que está en la li-i-i-i-ista.

McMurphy le tiende una gran manaza y Billy no tiene más remedio que estrecharla.

– Muy bien, amigo -le dice a Billy- me alegra que estés en la lista de grandes lunáticos, pero como tengo la intención de ponerme al frente de todo este tinglado, lo mejor será que hable con el primero de a bordo.

Mira a su alrededor, hacia el rincón donde algunos Agudos han interrumpido su partida de cartas, y, al verlos, se cubre una mano con la otra y hace crujir todos los nudillos.

– Veréis, amigos, mi intención es convertirme en una especie de rey del juego de esta galería, dirigir un pérfido juego de bacará. O sea que lo mejor será que me presentéis a vuestro jefe y decidiremos quién va a mandar aquí.

Nadie sabe con certeza si este hombre de ancho tórax con la cicatriz y la terrible sonrisa está haciendo comedia o si está lo bastante loco como para ser exactamente lo que parece, o ambas cosas a la vez, pero a todos comienza a divertirles seguirle la corriente. Todos observan cómo apoya su gran manaza roja sobre el delgado brazo de Billy y esperan a ver qué dirá éste. Billy comprende que le toca romper el silencio, conque mira a su alrededor y señala a uno de los jugadores de pinacle:

– Harding -dice Billy- supongo que de-be-be-bes s-s-ser tú. Tú eres el p-p-presidente del Co-co-co-comité de Pacientes. Este ho-ho-hom-bre quiere hablar contigo.

Los Agudos comienzan a sonreír, ya no se sienten tan incómodos, y les complace que ocurra algo fuera de lo corriente. Todos se lanzan sobre Harding y le preguntan si él es el gran lunático. Harding deja las cartas sobre la mesa.

Es un hombre nervioso, con una cara que a veces hace pensar que uno le ha visto en una película, una cara demasiado bonita para un hombre de la calle. Tiene los hombros anchos y delgados y, cuando desea encerrarse en sí mismo, suele arquearlos en torno a su pecho. Tiene unas manos tan largas y blancas y finas que me dan la impresión de haberse modelado la una a la otra con jabón, y a veces se desprenden y revolotean frente a él como dos blancos pájaros hasta que se da cuenta y las aprisiona entre sus rodillas; le molesta poseer unas manos bonitas.

Es presidente del Comité de Pacientes a cuenta de un papel que dice que se graduó en la universidad. Lo tiene enmarcado sobre su mesita de noche junto al retrato de una mujer en traje de baño que también parece salida de una película; tiene unos pechos muy grandes y se los cubre sujetando con los dedos la parte de arriba del bañador, mientras mira de reojo a la cámara. Detrás de ella, puede verse a Harding sentado sobre una toalla, muy flacucho, en bañador, como si esperara que en cualquier momento un tipo más fuerte fuese a tirarle arena con el pie. Harding fanfarronea mucho de tener por esposa una mujer como ésa, dice que es la mujer más sensual del mundo y que le agotaba por las noches.

Cuando Billy le señala, Harding se echa hacia atrás en su silla y adopta un aire de importancia; habla mirando hacia el techo, sin prestar atención a Billy ni a McMurphy.

– ¿El… caballero tiene una cita, señor Bibbit?

– ¿Tiene una cita, señor Mcm-m-murphy? El señor Harding es un hombre ocupado y no recibe a nadie sin una ci-ci-cita.

– ¿Este ocupado señor Harding es el gran lunático?

Mira a Billy de reojo y Billy mueve a toda prisa la cabeza en señal de asentimiento; le halaga estar llamando tanto la atención.

– Entonces dígale al Gran Lunático Harding que R. P. McMurphy desea verle y que en este hospital no hay lugar para los dos. Estoy acostumbrado a ser el jefe. Fui el mejor conductor de caballos en todas las desastradas operaciones madereras al Noroeste y el mejor tahúr desde Corea hasta aquí, incluso fui el mejor recolector de guisantes en esa granja de Pendleton y supongo que si tengo que ser un lunático también voy a ser uno de los mejores. Dígale a ese Harding que si no se enfrenta conmigo de hombre a hombre sólo es un bravucón y que más le vale largarse de esta ciudad antes de la puesta del sol.

Harding se recuesta aún más, se mete los pulgares en las solapas.

– Bibbit, dile a ese exaltado McMurphy que le veré este mediodía en el salón principal y que resolveremos definitivamente este asunto.

Harding intenta arrastrar las palabras como McMurphy; resulta gracioso con su voz chillona y temblorosa.

– También puede decirle, para que esté advertido, que he sido el gran lunático de esta galería durante dos años y que estoy más loco que nadie.

– Señor Bibbit, dígale a ese señor Harding que estoy tan loco que reconozco haber votado por Eisenhower.

– ¡Bibbit! ¡Dígale al señor McMurphy que estoy tan loco que voté por Eisenhower dos veces!

– Y ya puede contestarle al señor Harding -apoya las dos manos sobre la mesa y se inclina, al tiempo que baja el tono de voz- que estoy tan loco que pienso votar otra vez por Eisenhower el próximo noviembre.

– Me quito el sombrero -dice Harding, inclina la cabeza y le estrecha la mano a McMurphy. No me cabe la menor duda de que McMurphy ha ganado, pero no sé muy bien qué.

Todos los demás Agudos dejan lo que estaban haciendo y se acercan a ver qué clase de tipo es el recién llegado. Nunca había habido nadie como él en la galería. Le preguntan de dónde es y a qué se dedica en un tono que yo nunca les había visto emplear antes. Dice que es un hombre con vocación. Dice que era un simple vagabundo y maderero hasta que el Ejército lo reclutó y le mostró su verdadero camino; dice que al igual que otros aprendieron a hacer el mínimo esfuerzo o a escurrir el bulto, él aprendió a jugar al póquer. Desde entonces sentó cabeza y se dedicó a jugar a troche y moche. Dice que si le dejaran se limitaría a jugar al póquer y no se casaría y viviría donde y como le diera la gana.

– Pero ya saben cómo persigue la sociedad a las personas con vocación. Desde que descubrí mi vocación he cumplido condenas en tantas cárceles de pueblo que podría editar un folleto. Dicen que soy un matón habitual. Porque peleo de vez en cuando. Mierda. Cuando era un estúpido leñador y me metía en una riña no le daban tanta importancia; es comprensible, dicen, es un tipo que trabaja duro y tiene que desahogarse un poco, dicen. Pero cuando uno es un jugador, si saben que de vez en cuando se echa una partidita algo fuerte en la trastienda, basta que escupa con la boca torcida para que le motejen de criminal. Uuuy, ya empezaba a desequilibrarles el presupuesto tanto llevarme y traerme de chirona en chirona.

Menea la cabeza e hincha las mejillas.

– Pero eso sólo duró una temporada. Aprendí los trucos. A decir verdad, la condena que estaba cumpliendo en Pendleton era la primera en casi un año. Por eso me cogieron. Estaba desentrenado; aquel tipo pudo levantarse y correr a la policía antes de que yo lograra salir de la ciudad. Un personaje muy resistente…

Vuelve a reír y estrecha manos y se sienta a echarse un pulso cada vez que ese negro se le acerca demasiado con el termómetro, hasta que ha saludado a todos los del lado de los Agudos. Y cuando termina con los Agudos continúa directamente con los Crónicos, como si no hubiera ninguna diferencia. Imposible saber si realmente es tan cordial o si sigue alguna táctica de juego al intentar hacer amistad con tipos tan idos que muchos de ellos ni siquiera saben cómo se llaman.

Ahora le aparta a Ellis la mano de la pared y se la estrecha como si fuese un candidato a unas elecciones de algo y el voto de Ellis tuviera tanto valor como cualquier otro.

– Amigo -le dice a Ellis en tono solemne-, me llamo R. P. McMurphy y no me gusta ver a un hombre ya crecido chapoteando en su propia meada. ¿Por qué no vas a secarte?

Ellis mira muy sorprendido el charco que hay a sus pies.

– Claro, gracias -dice e incluso avanza un par de pasos en dirección al retrete hasta que los clavos tiran de él hacia la pared.

McMurphy avanza a lo largo de la hilera de Crónicos, estrecha la mano al Coronel Matterson y a Ruckly y al Viejo Pete. Saluda a los Rodantes y a los Ambulantes y a los Vegetales, estrecha manos que tiene que coger de los regazos como si fueran aves muertas, aves mecánicas, artilugios de diminutos huesecillos y alambre que se han desgastado y desprendido. Estrecha la mano a todo el mundo, excepto al Gran George, el maniático del agua, que hace una mueca y rehuye esa mano poco aséptica, de modo que McMurphy se limita a saludarle y, mientras se aleja, le dice a su propia mano derecha: -Mano, ¿cómo crees que ese tipo ha podido descubrir todo el mal que has hecho?

Nadie logra adivinar qué se propone o por qué arma tanto alboroto y saluda a todo el mundo, pero más vale eso que montar rompecabezas. Sigue repitiendo que es preciso moverse y conocer a la gente con quien tendrá que habérselas, forma parte de su tarea de jugador. Pero debe saber que no va a tener ninguna relación con un orgánico de ochenta años que lo único que podría hacer con una carta es ponérsela en la boca y masticarla un rato. Parece pasarlo bien, como si fuera uno de esos tipos que se divierten a costa de la gente.

Soy el último. Sigo atado a la silla en el rincón. Cuando llega a mi lado, McMurphy se detiene y vuelve a meterse los pulgares en los bolsillos y se echa hacia atrás con una carcajada, como si hubiera visto en mí algo más gracioso que en todos los demás. De pronto me asustó la idea de que su risa respondiera a que sabía que esa forma de sentarme, con los brazos en torno a las rodillas levantadas y con la mirada fija, como si no pudiera oír nada, era pura comedia.

– Eh -dijo-, mirad lo que tenemos aquí.

Recuerdo con toda claridad esta parte. Recuerdo cómo cerró un ojo y echó la cabeza hacia atrás y miró por encima de la cicatriz color vino que tenía en la nariz, mientras se reía de mí. Primero pensé que se reía porque resultaba divertido ver un rostro de indio y de negro y un untuoso pelo de indio en una persona como yo. Pensé que tal vez se reía de mi débil apariencia. Pero entonces recuerdo haber pensado que se reía porque mi comedia del sordomudo no había logrado engañarle ni un minuto; no importaba cuan astuta fuera la comedia, me había descubierto y se estaba riendo y guiñándome el ojo para hacérmelo saber.

– ¿Y a ti qué te pasa, Gran Jefe? Pareces Toro Sentado en huelga de brazos caídos.

Miró hacia los Agudos para comprobar si se reían de su broma; cuando éstos se limitaron a soltar una risita tonta, volvió a mirarme y me hizo otro guiño.

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