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Le comenté lo del polvillo. Entornó los ojos y bajó la boca para reírse tapándola con una mano cuando le dije que era como si le estuviera viendo la cara entre la niebla matutina que inunda las cañadas donde se va a cazar patos. Y ella dijo: -¿Y por qué diablos me ibas a llevar a cazar patos?-. Le dije que podría ocuparse de mi escopeta y todas las chicas se echaron a reír a hurtadillas. Yo también me reí un poco, complacido por mi agudeza. Seguimos hablando y riendo, cuando de pronto me agarró las muñecas y se aferró a mí. Las facciones de su rostro se dibujaban claramente; advertí que algo la aterraba.

– Llévame -me dijo en un susurro-, llévame contigo, muchachote. Sácame de esta fábrica, de esta ciudad, de esta vida. Llévame a cazar patos a alguna parte. A otra parte. ¿Eh, muchachote, eh?

Su oscuro y lindo rostro brillaba frente a mí. Me quedé parado, con la boca abierta, intentando encontrar una respuesta. Es posible que estuviéramos un par de segundos agarrados así; luego el sonido de la fábrica aumentó de tono y algo comenzó a apartarla de mí. En algún lugar había una cuerda que yo no veía que había enganchado su roja falda floreada y la arrastraba y la alejaba de mí. Sus uñas me arañaron las manos y, en cuanto dejó de tocarme, su rostro volvió a aparecer desenfocado, las facciones se ablandaron y comenzaron a diluirse como chocolate fundido tras esa bruma de algodón. Se rió, rió y me dejó ver la pierna al agitar la falda. Me guiñó el ojo por encima del hombro y volvió a su máquina donde una pila de fibras comenzaba a desbordar la mesa y a caer al suelo; la recogió y corrió con paso ligero al otro extremo de la nave para depositar la fibra en un gran recipiente; se perdió de vista tras una esquina.

Todo ese rodar y girar de los husos y el vaivén de las lanzaderas y las bobinas que retorcían las cuerdas en el aire, las paredes encaladas y las máquinas de un gris acerado y las chicas que corrían arriba y abajo con sus faldas floreadas y todo el lugar surcado de blancas líneas flotantes que conectaban todos los puntos de la fábrica, todo se me quedó grabado y de vez en cuando algo de la galería me lo trae a la memoria.

Sí. Esto es lo que sé. La galería es una fábrica del Tinglado. Su función es rectificar los errores que se han cometido en los barrios y en las escuelas y en las iglesias, eso es el hospital. Cuando un producto terminado vuelve a nuestra sociedad, perfectamente reparado como si fuera nuevo, a veces mejor que nuevo, el corazón de la Gran Enfermera se llena de alegría; algo que llegó desajustado del todo ahora funciona, es una pieza bien adaptada, un orgullo para todo el equipo y una maravilla que despierta admiración. Miradle cómo cruza el terreno con una sonrisa soldada, cómo se adapta a un simpático vecindario donde comienzan a cavar las zanjas para colocar las conducciones de agua potable. Está contento. Por fin se ha adaptado al ambiente…

– Bueno, nunca he visto nada parecido a la transformación de Maxwell Taber desde que volvió del hospital; los ojos algo morados, un poco más delgado y, nadie lo diría, es un hombre nuevo. Dios mío, lo que puede hacer la ciencia moderna…

Y cada noche la luz de la ventana de su sótano permanece encendida hasta mucho después de medianoche mientras los Elementos de Reacción Retardada que le instalaron los técnicos prestan una artificiosa habilidad a sus dedos y él se inclina sobre la figura adormecida de su esposa, sobre sus hijas que acaban de cumplir los cuatro y los seis, sobre el vecino con quien va a jugar a los bolos todos los lunes; los adapta como le adaptaron a él. Así operan ellos.

Cuando por fin, transcurrido un número predeterminado de años, deja de funcionar, la gente del lugar le adora y el periódico publica un retrato suyo con los Boy Scouts el año pasado en el Día de los Cementerios, y su esposa recibe una carta del director del colegio en que le dice que Maxwell Wilson Taber fue un magnífico ejemplo para la juventud de nuestra estupenda comunidad.

Hasta los embalsamadores, que suelen ser un par de terribles tacaños, se enternecen.

– Fíjate, el pobre Max Taber, era un buen tipo. Qué te parece si usamos el producto especial sin hacerle ningún recargo a su mujer. No, por una vez, pagará la casa.

Un Alta lograda como ésta es un producto que llena de alegría el corazón de la Gran Enfermera y dice mucho en favor de su habilidad y la de toda la industria en general. Un Alta es algo que satisface a todo el mundo.

Pero los Ingresos son otra cosa. Incluso el Ingreso más disciplinado requiere de modo inevitable algún trabajo de adaptación a la rutina y, además, nunca se sabe con certeza cuándo puede aparecer aquél que sea lo bastante independiente como para enredarlo todo, armar un verdadero zipizape y poner en peligro todo el buen funcionamiento del equipo. Y, como he dicho, la Gran Enfermera se altera francamente si cualquier cosa impide el buen funcionamiento de su equipo.

Antes de mediodía le dan otra vez a la máquina de hacer niebla, pero no la ponen a toda marcha; no es tan densa, por lo que, si me empeño de verdad, puedo ver. Un día de éstos dejaré de esforzarme y me abandonaré por completo, me hundiré en la niebla como han hecho otros Crónicos, pero de momento me interesa este recién llegado: quiero saber cómo reaccionará ante la Reunión de Grupo que se avecina.

A la una menos diez, la niebla se ha disipado por completo y los negros les están diciendo a los Agudos que despejen la sala para la reunión. Retiran todas las mesas de estar y las llevan a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo; así tenemos una pista, dice McMurphy, como si fuéramos a celebrar un pequeño baile.

La Gran Enfermera lo observa todo desde su ventana. Lleva sus buenas tres horas sin moverse de su puesto frente a esa ventana, ni siquiera ha salido a comer. Retiran todas las mesas de la sala de estar y, a la una en punto, el doctor sale de su oficina, al fondo del pasillo, saluda con la cabeza a la enfermera al pasar junto a la ventana donde ésta se halla apostada y se sienta en su silla, justo a la izquierda de la puerta. Después toman asiento los pacientes, luego entran las enfermeras auxiliares y los internos. Cuando todo el mundo está instalado, la Gran Enfermera se aparta de su ventana, se dirige a la parte posterior de la Casilla de las Enfermeras, al panel lleno de indicadores y botones y conecta una especie de piloto automático que cuidará de todo durante su ausencia y pasa a la sala de estar, con el cuaderno de bitácora y el cesto lleno de papeles en la mano. Aunque ya lleva aquí media jornada, su uniforme sigue almidonado y tieso y no se le marca ni una curva; los pliegues crujen ásperamente con un chasquido que hace pensar en una lona helada al doblarla.

Se sienta justo a la derecha de la puerta.

En cuanto está sentada, el Viejo Pete Bancini se levanta de un salto y comienza a menear la cabeza y a murmurar:

– Estoy cansado. Huy. Dios mío. Oh, estoy terriblemente cansado… -como suele hacer siempre que en la galería hay un recién llegado que tal vez esté dispuesto a escucharle.

La Gran Enfermera no mira a Pete. Está repasando los papeles que lleva en el cesto.

– Que alguien se siente junto al señor Bancini -dice-. Tranquilícenlo para que podamos comenzar la reunión.

Lo hace Billy Bibbit. Pete se ha vuelto hacia McMurphy y va girando la cabeza de un lado a otro como si fuese la señal indicadora de un paso a nivel. Trabajó treinta años en los ferrocarriles; ahora está completamente destrozado pero sus recuerdos aún siguen vivos.

– Ca-a-ansado -dice, mientras agita la cabeza en dirección a McMurphy.

– Tranquilo, Pete -dice Billy, y le pone una mano pecosa sobre la rodilla.

– … Terriblemente cansado…

– Lo sé, Pete -palmea la huesuda rodilla y Pete cambia de expresión, comprende que nadie va a escuchar sus quejas hoy.

La enfermera se saca el reloj y mira el reloj de pared de la galería, le da cuerda al suyo y lo coloca en el cesto de modo que pueda verlo. Saca una carpeta del cesto.

– Y bien, ¿empezamos la reunión?

Mira a su alrededor para comprobar si hay alguno que parezca dispuesto a interrumpirla y no deja de sonreír mientras hace girar la cabeza dentro del cuello del uniforme. Los chicos rehuyen su mirada; todos se miran las uñas. Excepto McMurphy. Se ha agenciado un sillón en el rincón, se ha sentado en él como si fuese su propietario y vigila todos los gestos de la enfermera. Aún lleva puesta la gorra, muy encajada en la cabeza pelirroja como si fuese un corredor de motos. La baraja que tiene en el regazo se abre en abanico y luego se cierra con un chasquido que resuena en medio del silencio. Los ojos de la enfermera se detienen un segundo sobre su persona. Le ha estado observando jugar al póquer toda la mañana y, aunque no ha presenciado intercambio alguno de dinero, intuye que no es exactamente un tipo que se contente con apostar sólo cerillas, como es norma en la galería. La baraja susurra al abrirse, vuelve a cerrarse con un chasquido y luego desaparece en una de esas grandes palmas.

La enfermera lanza otra ojeada al reloj y, de la carpeta que tiene en la mano, saca una hoja de papel, la mira y vuelve a guardarla. Deja la carpeta y coge el cuaderno de bitácora. Ellis, en su sitio de la pared, tose; ella espera a que acabe.

– Bien. Al finalizar la reunión del viernes… estábamos discutiendo el problema del señor Harding… con respecto a su joven esposa. Había declarado que su esposa está dotada de abundante pecho y que ello le molestaba porque atraía las miradas de los hombres en la calle.

Comienza a abrir el cuaderno de bitácora por distintas páginas; del cuaderno sobresalen trocitos de papel que sirven de indicadores.

– Según las anotaciones que diversos pacientes han efectuado en el cuaderno, han oído decir al señor Harding que «es evidente que ella provocaba las miradas de esos cerdos». También le han oído decir que tal vez él le dio motivos para buscar otras atenciones sexuales. Se le ha oído decir, «Mi dulce aunque ignorante esposa considera que cualquier palabra o gesto que no huela a músculo y brutalidad es una muestra de débil afeminamiento».

Sigue leyendo el cuaderno en voz baja durante un rato, luego lo cierra.

– También ha afirmado que el pronunciado pecho de su esposa le causa a veces un sentimiento de inferioridad. Bien. ¿Alguien desea seguir tocando este tema?

Harding cierra los ojos y nadie dice nada. McMurphy mira a los tipos que le rodean, como esperando a ver si alguien le contesta a la enfermera, luego levanta la mano y hace chasquear los dedos, como los niños en la escuela; la enfermera le invita a hablar con un gesto.

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