Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Lo comprendo, Bruce, los dos tienen el mismo problema, ¿pero no cree que cualquier cosa es preferible a eso?

Fredrickson mira en la dirección que ella indica. Sefelt ha recuperado a medias su forma normal, se hincha y se deshincha al compás de su fuerte respiración, húmeda y rasposa. En el lugar donde su cabeza golpeó el suelo comienza a aparecer un chichón, la madera del negro está rodeada de una espuma rojiza en el punto donde se hunde en su boca y sus ojos comienzan a recuperar su posición normal en las órbitas. Tiene los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo, con las manos abiertas y los dedos se cierran y se abren desacompasadamente, igual que he visto sacudirse a los hombres atados a la mesa en forma de cruz de la Sala de Chocs, mientras de sus palmas se desprendía una voluta de humo, producto de la corriente. Sefelt y Fredrickson no han estado nunca en la Sala de Chocs. Están preparados para generar su propio voltaje y lo acumulan en la espina dorsal donde puede ser accionado por control remoto desde la Casilla de las Enfermeras, en cuanto se pasan de raya: cuando están en lo mejor de un chiste verde, de pronto se tensan como si les hubieran dado en el espinazo. Así se ahorran la molestia de llevarlos a esa sala.

La enfermera sacude ligeramente el brazo de Fredrickson, como si se hubiera dormido, y repite:

– Aun teniendo en cuenta los efectos perjudiciales de la medicina, ¿no cree que es preferible a eso!

Fredrickson mira al suelo y arquea las rubias cejas como si viera por primera vez la facha que él presenta al menos una vez al mes. La enfermera sonríe y le palmea el brazo y comienza a caminar hacia la puerta, lanza una penetrante mirada a los Agudos para indicarles que deberían avergonzarse de quedarse contemplando semejante espectáculo; cuando ya ha salido, Fredrickson se estremece y procura sonreír.

– No sé por qué me puse furioso con la vieja… quiero decir que no hizo nada que justificase tamaño estallido de rabia, ¿verdad?

No es que desee una respuesta; más bien es una comprobación de que no es capaz de identificar un motivo claro. Vuelve a estremecerse y se aparta lentamente del grupo. McMurphy se le acerca y le pregunta en voz baja qué es eso que les dan.

– Dilantin, McMurphy, un anticonvulsivo, por si te interesa saberlo.

– ¿No es eficaz o qué?

– Bueno, supongo que es bastante eficaz… si uno se lo toma.

– Entonces, ¿cuál es el problema de tomarlo o no?

– ¡Mira, si tanto te interesa! Éste es el cochino problema de tomarlo.

Fredrickson levanta la mano, se aprieta el labio inferior entre el índice y el pulgar y lo aparta dejando al descubierto unas encías carcomidas, rosadas y desvaídas de las que brotan unos largos dientes brillantes.

– Las encías -dice, apretándose aún el labio-. El Dilantin pudre las encías. Y los ataques hacen polvo los dientes. Y uno…

Se oye un ruido en el suelo. Los dos miran hacia Sefelt que gimotea y solloza, mientras el negro le arranca dos dientes que se han quedado adheridos a su trocito de madera recubierto de esparadrapo.

Scanlon coge su bandeja y se aparta del grupo, mientras comenta:

– Cochina vida. Te fastidias si lo haces y te fastidias si no lo haces. Es como para desconcertar a cualquiera, diría yo.

McMurphy añade: -Sí, ya veo- y baja los ojos para contemplar la cara de Sefelt que se va recomponiendo. El rostro de McMurphy ha comenzado a adquirir la misma mirada desolada y sorprendida, como ole persona acorralada, que se ve en la cara que yace en el suelo.

Cualquiera que fuera el fallo del mecanismo, ya lo tienen casi arreglado. Empieza a restablecerse el impecable, calculado ritmo: a las seis treinta, levantarse, a las siete, al comedor, a las ocho, sacan los rompecabezas para los Crónicos y las cartas para los Agudos… puedo ver las blancas manos de la Gran Enfermera que revolotean sobre los mandos en la Casilla.

A veces me llevan con los Agudos y otras no. Un día me llevan con ellos a la biblioteca y me dirijo a la sección de libros técnicos y me quedo mirando los títulos de los manuales de electrónica, textos que conozco de cuando fui al Instituto; recuerdo que las páginas de los libros están llenas de diagramas, ecuaciones y teorías: cosas rígidas, infalibles, seguras.

Quiero mirar uno de esos libros, pero me da miedo hacerlo. Me asusta hacer cualquier cosa. Siento como si flotase a media altura en el polvoriento aire amarillo de la biblioteca. Las filas de libros se balancean sobre mi cabeza, enloquecidas, zigzagueantes, forman infinidad de ángulos distintos entre sí. Un estante se ladea un poco hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Uno se inclina sobre mi cabeza y no comprendo cómo no se caen los libros. Y en esta posición se extiende muy, muy arriba, hasta perderse de vista; por todas partes me rodean desvencijadas filas de libros apuntaladas con listones y tarugos para que no se caigan, sostenidas por largas varas, apoyadas contra escaleras. Si cogiese un libro, sabe Dios qué terrible desastre podría desencadenar.

Oigo entrar a alguien; es uno de los negros de nuestra galería y le acompaña la mujer de Harding. Cuando entran en la biblioteca, están charlando y sonríen.

– Ven aquí, Dale -dice el negro y llama a Harding que está leyendo un libro-, mira quién ha venido a visitarte. Le he dicho que no es hora de visita, pero no ha parado hasta convencerme de que la acompañara hasta aquí. -La deja de pie frente a Harding y se marcha con estas misteriosas palabras-: ahora no lo olvide, ¿entendido?

Ella le envía un beso con la punta de los dedos, luego se vuelve hacia Harding con un provocador meneo de caderas.

– Hola, Dale.

– Cariño -dice él, pero no hace ningún gesto de acercarse a ella. Lanza una mirada a todos los que están a su alrededor.

Ella es tan alta como él. Lleva zapatos de tacón alto y un bolso negro, que no cuelga de una correa, sino que lo sostiene como si fuera un libro. Sus uñas destacan rojas como gotas de sangre contra el reluciente cuero negro del bolso.

– Eh, Mac -Harding llama a McMurphy que está sentado al otro lado de la sala y mira un libro de historietas-. Si no te molesta interrumpir tus tareas literarias un momento, te presentaré a mi complemento, mi Némesis; también podría emplear la gastada expresión de «media naranja», pero me parece que indica una especie de división básicamente equitativa, ¿no te parece?

Intenta reír y sus finos dedos de marfil se introducen en el bolsillo de su camisa en busca de un cigarrillo, se agita un poco hasta conseguir extraer el último que queda en la cajetilla. El cigarrillo tiembla cuando lo coloca entre sus labios. Ni él ni su mujer han hecho aún ningún gesto de aproximación.

McMurphy se levanta de la silla y se quita la gorra mientras se acerca a ellos. La mujer de Harding le mira y le sonríe, arqueando una ceja.

– Buenas tardes, señora Harding -dice McMurphy.

Ella le lanza una sonrisa aún más amplia que la anterior y responde:

– No puedo soportar eso de señora Harding, Mac; llámeme Vera.

Los tres se acomodan en el sofá donde Harding estaba sentado antes y él comienza a hablar de McMurphy a su mujer y le cuenta cómo puso a raya a la Gran Enfermera y ella sonríe y dice que no le extraña en absoluto. Harding se va entusiasmando con el relato y se olvida de sus manos que se agitan en el aire frente a él y van trazando un cuadro que no cuesta adivinar, representan todos los hechos en pasos de baile al compás de su voz, cual dos hermosas bailarinas vestidas de blanco. Sus manos pueden convertirse en cualquier cosa. Pero en cuanto acaba de contar lo sucedido, advierte que McMurphy y su mujer están mirando las manos y las esconde entre las rodillas. Se ríe de este gesto y su mujer le dice:

– Dale, ¿cuándo aprenderás a reír en vez de soltar ese chillido de rata?

Es lo mismo que comentó McMurphy refiriéndose a la risa de Harding el día que llegó, pero, según cómo, suena distinto; cuando McMurphy lo dijo, Harding se tranquilizó, en cambio al oírselo decir a ella se ha inquietado aún más.

Ella pide un cigarrillo y Harding vuelve a hurgar con los dedos en el bolsillo pero está vacío.

– Nos los racionan -dice y hace un gesto como si quisiera ocultar el cigarrillo a medio fumar que tiene en la mano-, sólo una cajetilla al día. Con esa cantidad no caben galanterías, mi querida Vera.

– Oh, Dale, siempre te quedas corto, ¿verdad?

Sus ojos adquieren una mirada febril y huidiza cuando levanta la vista hacia ella y le sonríe.

– ¿Hablas en términos simbólicos o te refieres al detalle concreto de los cigarrillos? Bueno, no importa; sabes cuál es la respuesta, cualquiera que sea la intención de la pregunta.

– No pretendía decir ninguna cosa más de lo que dije, Dale…

– No pretendías decir nada, cariño; «ninguna cosa» no es muy correcto. McMurphy, el lenguaje de Vera puede parangonarse al tuyo en cuanto a incultura. Escucha, cariño, debes comprender que «ninguna cosa» significa…

– ¡Muy bien! ¡Basta ya! Lo dije en los dos sentidos. Tómalo como quieras. Quería decir que no tienes bastante de ninguna cosa ¡y punto!

– Bastante de nada, tontuela. Ella se lo queda mirando un segundo, luego se vuelve hacia McMurphy que está sentado a su lado.

– ¿Y usted, Mac? ¿Es capaz de hacer algo tan sencillo como ofrecerle un cigarrillo a una chica?

Él ya tiene la cajetilla en el regazo. La mira como si deseara que no estuviese allí, luego responde:

– Cómo no, siempre tengo cigarrillos. La verdad es que soy un gorrón. Fumo de gorra siempre que puedo, por eso la cajetilla me dura más que a Harding. Él sólo fuma los suyos y es más fácil que se le terminen que…

– No tienes por qué intentar excusar mis defectos, amigo. No va con tu carácter ni tampoco mejora el mío.

– No, no lo mejora -dice la chica-. Lo único que tienes que hacer es encenderme el cigarrillo.

Y se inclina tanto para que le dé fuego que puedo verle hasta el fondo del escote desde el otro extremo de la habitación.

Continúa hablando un rato de los amigos de Harding que ella quisiera que no fueran por su casa a ver si está.

– Ya sabe a quiénes me refiero, ¿verdad, Mac? -dice-. Esos chicos con un hermoso pelo largo perfectamente peinado y unas finas muñecas que se mueven con tanta elegancia.

Harding le pregunta si sólo iban a verle a él y ella dice que los hombres que van a verla a ella agitan algo más que sus finas muñecas.

37
{"b":"94238","o":1}