De pronto se levanta bruscamente y dice que es hora de marcharse. Estrecha la mano de McMurphy, dice que espera volverle a ver algún día y sale de la biblioteca. McMurphy se queda mudo. Todos levantan la cabeza al oír su taconeo por el pasillo y la ven alejarse hasta que se pierde de vista.
– ¿Qué te parece? -dice Harding.
McMurphy farfulla: -Tiene un estupendo par de parachoques -es lo único que se le ocurre decir-. Tan grandes como los de la Ratched.
– No me refería a su físico, amigo. Quiero decir qué…
– ¡Cielo santo, Harding! -grita bruscamente McMurphy-. ¡No sé qué pensar! ¿Qué esperas de mí? ¿Que haga de consejero matrimonial? Sólo sé una cosa: en el fondo nadie es demasiado fantástico y tengo la impresión de que todos dedican la mayor parte de su vida a fastidiar a los demás. Ya sé qué es lo que quieres que piense; te gustaría que me compadeciese de ti, que pensase que es una verdadera arpía. Bueno, tú tampoco fuiste muy gentil. Vete al cuerno tú y tus «¿qué te parece?», ya tengo bastantes problemas sin necesidad de ocuparme de los tuyos. Así que, ¡largo!
Lanza una intimidante mirada a los demás pacientes que hay en la biblioteca.
– Sí, ¡largo todos! ¡Dejadme en paz, maldita sea!
Y vuelve a encasquetarse la gorra y se instala otra vez en su asiento al otro lado de la habitación, con su revista en la mano. Todos los Agudos se miran con la boca abierta. ¿Por qué les estará gritando? Nadie le ha molestado. Nadie le ha dicho nada desde que se dieron cuenta de que quería portarse bien para que no prolongasen su período de internamiento. Ahora les ha sorprendido que explotase de ese modo con Harding y no comprenden sus ademanes al coger la silla y hundirse en ella con la revista pegada a la cara, como si quisiera impedir que le mirasen o bien como si no quisiera mirar a los demás.
Por la noche, a la hora de la cena, le pide disculpas a Harding y dice que no sabe qué mosca le picó en la biblioteca. Harding dice que a lo mejor fue a causa de su mujer; suele enervar a la gente. McMurphy se queda con la mirada fija en su café:
– No sé, chico. Acabo de conocerla esta tarde. Por tanto, seguro que no puede ser ella la que me ha provocado las terribles pesadillas de esta última semana.
– Pero, señor McMurphy -chilla Harding, procurando imitar al joven interno que viene a las reuniones-, tiene que contarnos esas pesadillas. Espere un momento que coja papel y lápiz. -Harding intenta hacerse el gracioso para quitarle importancia al hecho de que el otro le haya pedido disculpas. Coge una servilleta y una cuchara y finge que se dispone a tomar notas-. Veamos. Con-créete, ¿qué vio exactamente en esas – ah- pesadillas?
McMurphy ni siquiera esboza una sonrisa.
– No sé, chico. Sólo caras, creo que… sólo eso, caras.
A la mañana siguiente, Martini se sitúa ante el panel de mandos de la sala de baños y finge ser un piloto. Los que juegan al póquer interrumpen la partida para sonreír ante el espectáculo.
– EeeeeeeaaaahHOOooomerrrrr. Base llama a nave, base llama a nave: se ha detectado un objeto a cuatro o seiscientos pies… parece un proyectil enemigo. ¡Alerta! EeeeeahhhOOOmmm.
Gira un mando, levanta una palanca y se inclina con la nave. Gira hasta «máximo» la aguja del dial situado junto al panel, pero de los grifos que rodean la cuadrada casilla embaldosada frente a él no sale ni una gota de agua. Ya no se usa la hidroterapia y nadie se ha preocupado de conectar el agua. Los relucientes aparatos cromados y el panel de acero no se han usado nunca. A excepción de los cromados, el panel y la ducha son idénticos a los aparatos de hidroterapia que usaban en el antiguo hospital hace quince años: grifos situados estratégicamente para lanzar chorros de agua sobre el cuerpo del paciente desde todos los ángulos, un técnico con un delantal de goma manipula los mandos de ese panel, de pie en el otro extremo de la habitación, determina qué grifos deben emitir un chorro y hacia dónde, con qué intensidad y a qué temperatura -el chorro se abre suave y relajante, luego se concentra, penetrante como una aguja- uno está ahí colgado entre los grifos, sujeto con tiras de lona y se bambolea, empapado e inerte, mientras el técnico se divierte con su juguete.
– EeeaaaooOOOoommm… Nave llama a base, nave llama a base: proyectil a la vista; lo tengo situado…
Martini se inclina y apunta por encima del panel entre el círculo de grifos. Cierra un ojo y con el otro otea entre los grifos.
– ¡Apunten! ¡Listos… Fu…!
Aparta bruscamente las manos del panel y se levanta de un salto, con los cabellos de punta y los ojos muy desorbitados, fijos en la cabina de la ducha, tan enloquecidos y aterrados que todos los que están jugando a las cartas se giran por si también consiguen verlo. Pero no ven nada, excepto las anillas que cuelgan entre los grifos, pendientes de las rígidas tiras de lona aún nuevas.
Martini da media vuelta y mira fijamente a McMurphy. No tiene ojos para nadie más.
– ¿Los has visto? ¿Los has visto?
– ¿A quién, Mart? No he visto nada.
– ¿Ahí colgados de esos tirantes? ¿No los has visto? McMurphy se vuelve e inspecciona la ducha. -No. Ni rastro.
– Un momento. Es preciso que los veas, lo necesitan -dice Martini.
– ¡Maldita sea, Martini, te he dicho que no los veo! ¿Comprendes? ¡No veo absolutamente nada!
– Oh -dice Martini. Asiente con la cabeza y se aparta de la ducha-. Bueno, yo tampoco los vi. Sólo era una broma.
McMurphy corta y baraja las cartas con hábil gesto de jugador habitual.
– Pues… no me gustan esas bromas, Mart.
Corta para barajar otra vez y las cartas salen despedidas en todas direcciones como si le hubiese explotado la baraja entre las temblorosas manos.
Recuerdo que volvía a ser viernes -habían pasado tres semanas desde la votación sobre el asunto de la TV- y todos aquellos capaces de caminar fuimos conducidos al Edificio Número Uno para lo que intentan hacer pasar como examen radiológico para detectar posibles indicios de TB y que yo sé que está destinado a comprobar el funcionamiento de la maquinaria que cada cual lleva incorporada.
Nos sentamos en una larga fila en el banco adosado a la pared de un vestíbulo que conduce hasta una puerta con el rótulo rayos X. Junto a ésta hay otra puerta con el rótulo ORL (Otorrinolaringología), que es donde nos revisan la garganta en invierno. Al otro lado del vestíbulo hay otro banco que conduce hasta una puerta metálica, cubierta de remaches. Y sin ningún rótulo. En el banco hay dos tipos, medio dormidos, sentados entre dos negros y una tercera víctima está sufriendo su tratamiento tras la puerta; puedo oír sus gritos. La puerta se abre hacia el interior con un runrún y diviso los centelleantes tubos luminosos de la sala. Sacan a la víctima aún humeante sobre ruedas y yo me agarro al banco donde estoy sentado para no ser succionado hacia la puerta. Un chico negro y otro blanco levantan a otro de los tipos que están sentados en el banco, y él se tambalea y avanza a trompicones, bajo el efecto de las drogas que lleva en el cuerpo. Por lo general, suelen administrar cápsulas rojas antes del Choc. Le empujan por la puerta y los técnicos lo sostienen por los sobacos. Por un instante, observo que el tipo ha comprendido dónde lo llevan y clava ambos (alones en el piso de cemento para impedir que le arrastren hasta la mesa; luego se cierra la puerta, plum, con un sonido como de metal contra un colchón, y el tipo desaparece de mi vista.
– ¿Qué hacen ahí dentro? -le pregunta McMurphy a Harding.
– ¿Ahí? Pero… ah, claro. Nunca has estado ahí.
Es una lástima. Es una experiencia que no debería perderse ningún ser humano. – Harding entrelaza los dedos bajo la nuca y echa la cabeza hacia atrás para observar la puerta-. Es la Sala de Chocs de la que te hablaba hace unos cuantos días, amigo, Terapia de Electrochoc. Esas afortunadas criaturas que tienen ahí dentro están recibiendo una oportunidad de viajar gratis a la luna. Bueno, pensándolo bien, el viaje no es perfectamente gratuito. El servicio se paga con células nerviosas en vez de dinero y todos contamos con billones de células nerviosas. ¡Qué importa unas cuantas menos!
Frunce el entrecejo y mira en dirección al hombre solitario que queda en el banco.
– No hay mucha clientela hoy, por lo que parece, nada que pueda compararse con las aglomeraciones del año pasado. Pero, en fin, c'est la vie, las modas llegan y se van. Y tengo la impresión de que estamos ante el ocaso de los electrochocs. Nuestra querida enfermera jefe es de las pocas con la fuerza de espíritu suficiente para defender tan grande y antigua tradición faulkneriana en el campo del tratamiento de los desechos de la cordura: la Cauterización del Cerebro.
La puerta se abre. Una camilla sale chirriando, nadie la empuja, da la vuelta con dos ruedas en el aire y desaparece echando humo por el pasillo. McMurphy observa cómo entran al último paciente y luego cierran la puerta.
– ¿Lo que hacen… – McMurphy escucha un momento-…es meter a un tipo ahí dentro y bombardearle la cabeza con electricidad!
– En síntesis, es algo así.
– ¿Para qué demonios lo hacen?
– Pues, por el bien del paciente, como es lógico. Todo lo que hacen aquí es por el bien del paciente. Los que sólo han estado en nuestra galería a veces pueden llegar a tener la impresión equivocada de que el hospital es un enorme mecanismo, perfectamente eficiente, que funcionaría sin problemas si se concediese una cierta autonomía a los pacientes, pero no es así. El electrochoc no se emplea exclusivamente como un castigo, según tiene por costumbre nuestra enfermera, y tampoco es una pura muestra de sadismo por parte del personal. Algunos pacientes considerados irrecuperables consiguieron restablecer el contacto gracias al electrochoc, igual que hay algunos que han mejorado gracias a la lobotomía y la leucotomía. El tratamiento de choc ofrece algunas ventajas: es barato, rápido y completamente indoloro. No hace más que producir un ataque convulsivo.
– Vaya vida -gimotea Sefelt-. A unos nos dan pastillas para que no tengamos ataques, a los otros les someten a un choc para provocárselos.
Harding se inclina hacia delante para explicárselo a McMurphy.
– Te diré cómo lo descubrieron: dos psiquiatras visitaron un matadero, Dios sabe con qué malévolos propósitos, y estuvieron observando cómo mataban las reses de un golpe entre los ojos con un martillo. Advirtieron que no todas las reses morían y que algunas caían al suelo en un estado muy similar al de una convulsión epiléptica. «Aja», comentó uno de ellos. «Es exactamente lo que necesitamos para nuestros pacientes: ¡una convulsión inducida!» Su colega estuvo de acuerdo, como es lógico. Se había comprobado que después de sufrir una convulsión epiléptica, los pacientes mostraban tendencia a mostrarse más tranquilos y pacíficos durante algún tiempo, y que los casos violentos, que habían perdido todo contacto, conseguían sostener una conversación racional después de una convulsión. Nadie sabía por qué; siguen sin saberlo. Pero era evidente que de conseguir inducir un ataque convulsivo en pacientes no epilépticos podrían obtenerse resultados muy favorables. Y ahí, ante sus ojos, tenían a un hombre que iba induciendo convulsiones con considerable aplomo.