Nunca había tenido un aspecto demasiado imponente; era bajito y demasiado gordo y tenía una señal de calvicie en la nuca, como una sonrosada moneda de un dólar, pero al verle allí solo, de pie, en medio de la sala de estar, me pareció diminuto. Miró a McMurphy y éste no le devolvió la mirada; entonces comenzó a recorrer toda la fila de Agudos con los ojos, como pidiendo ayuda. El pánico que se reflejaba en su rostro iba en aumento con cada hombre que apartaba la vista y se negaba a apoyarle. Por fin posó la mirada en la Gran Enfermera. Volvió a dar una patada.
– ¡Quiero hacer algo! ¿Me oye? ¡Quiero hacer algo! ¡Algo! ¡Algo! ¡Al…!
Los dos negros más altos le agarraron los brazos por la espalda y el más bajito le rodeó el cuerpo con una correa. Se dobló como si le hubiesen pinchado y los dos grandotes se lo llevaron a rastras a la sala de Perturbados; se oía el sonido ahogado de su cuerpo al re botar contra los peldaños mientras le arrastraban escaleras arriba. Cuando regresaron y se sentaron, la (irán Enfermera se volvió hacia la hilera de Agudos al otro lado de la habitación y les lanzó una mirada. Nadie había dicho ni una palabra desde que saliera Cheswick.
– ¿Alguien desea añadir algo respecto al racionamiento de los cigarrillos? -dijo.
Recorrí con los ojos la derrotada fila de caras que se extendía al otro lado de la sala y finalmente posé la mirada sobre McMurphy, sentado en su silla del rincón, concentrado en el juego de manos que estaba practicando con las cartas… y los blancos tubos del techo vuelven a inundarnos con su luz glacial… la siento en mi cuerpo, me penetra hasta el estómago.
Desde que McMurphy dejó de levantar la voz para defendernos, algunos Agudos empiezan a hacer comentarios y dicen que todavía le lleva ventaja a la Gran Enfermera, dicen que se enteró de que pensaba enviarle con los Perturbados y decidió aflojar un poco, para dejarla sin motivos que justificasen tal medida. Otros creen que tal vez le esté dando un respiro, para luego hacerle una nueva treta, algo mucho más terrible y perverso. Los oigo hablar en pequeños corros, desconcertados.
Pero yo sé la razón. Le oí hablar con el socorrista. Ha decidido obrar con un poco de cautela, eso es todo. Como acabó haciendo Papá cuando comprendió que jamás conseguiría derrotar al grupo de la ciudad que quería que el gobierno construyese la presa a causa del dinero y el trabajo que hacerlo supondría, y porque era una manera de librarse del poblado: ¡Que esa tribu de indios se largue a otra parte con sus hediondos trastos y los doscientos dólares que les dará el gobierno! Papá obró sabiamente al firmar los papeles; de nada hubiera servido negarse. El gobierno se hubiera salido con la suya de todos modos, antes o después; así la tribu sacó algo. Era la actitud más prudente. McMurphy también estaba adoptando la actitud más prudente. Lo veía perfectamente. Estaba cediendo porque era lo más inteligente que podía hacer, no por ninguno de los motivos que imaginaban los Agudos. No dijo nada, pero yo lo comprendí y pensé que era lo más prudente. Lo pensé una y otra vez: es lo más seguro. Como esconderse. Es una actitud inteligente, nadie podría negarlo. Comprendo por qué lo hace.
De pronto, una mañana, todos los Agudos lo descubrieron también, descubrieron el verdadero motivo por el que se había echado atrás y que las razones que habían estado imaginando eran simples mentiras para engañarse a sí mismos. Nunca ha comentado su conversación con el socorrista, pero todos la saben. Supongo que la enfermera radió la noticia por la noche a través de todos los canales que surcan el suelo del dormitorio, porque todos lo han descubierto al unísono. Lo comprendo por las miradas que le lanzan a McMurphy esa mañana cuando entra en la sala de estar. No como si estuviesen enfadados con él, ni tan sólo decepcionados, pues comprenden tan bien como yo que la única manera de conseguir que la Gran Enfermera le dé de alta es hacer lo que ella quiere; pero sí con una mirada que indica que quisieran que las cosas fueran de otro modo.
Hasta Cheswick lo comprendió y no le guardó ningún rencor a McMurphy por no haberle apoyado y haber armado un gran alboroto con lo de los cigarrillos. Volvió de la sala de Perturbados el mismo día que la enfermera radió la información a todas las camas y le dijo personalmente a McMurphy que comprendía que actuara como lo hizo y que, sin duda, era lo más inteligente que podía hacer; si se le hubiese ocurrido pensar que Mac estaba internado no le hubiera dejado en la estacada como hizo el otro día. Le elijo todo esto a McMurphy mientras nos llevaban a la piscina. Pero cuando llegábamos al agua dijo que, a pesar de todo, hubiera deseado que fuese posible hacer algo, y se zambulló. Y no sé cómo, se le engancharon los dedos en la rejilla que cubre el desagüe, en el fondo de la piscina, y ni el corpulento socorrista, ni McMurphy, ni los dos negros, lograron librarlo de allí. Cuando por fin consiguieron un destornillador, retiraron la rejilla y sacaron a Cheswick del agua, con la rejilla aún adherida a sus gordezuelos dedos azul y rosa, se había ahogado.
En la cola del comedor, un poco más adelante, una bandeja salta por el aire, una nube de plástico verde que esparce una lluvia de leche y guisantes y potaje de verduras. Sefelt, muy excitado, se sale de la fila saltando a la pata coja con los dos brazos al aire, inclina la espalda hacia el suelo hasta que forma un rígido arco y sus ojos en blanco se cruzan con los míos mientras se precipita cabeza abajo. Su cabeza golpea las baldosas con un ruido parecido a un entrechocar de rocas bajo el agua, y continúa ahí arqueado, como un puente crispado y vibrante. Fredrickson y Scanlon acuden de un salto en su ayuda, pero el negro más alto los aparta de un manotazo, saca un trozo de madera del bolsillo del pantalón, envuelto en esparadrapo y con una mancha color marrón. Abre a la fuerza la boca de Sefelt, le introduce la madera entre los dientes y oigo cómo el mordisco de éste la hace astillas. Puedo sentir el sabor de las astillas en la boca. Los temblores de Sefelt se calman y luego reaparecen aún con mayor fuerza, poco a poco van convirtiéndose en potentes sacudidas rígidas que le hacen arquearse como un puente, para luego caer: sube y baja, cada vez más lentamente, hasta que entra la Gran Enfermera, se planta muy erguida frente a él y Sefelt se desmorona y comienza a esparcirse por el suelo formando un charquito.
Ella junta las manos, diríase que sostiene una vela, y mira al suelo para ver que lo que queda de él va derramándose por los bajos de sus pantalones y los puños de su camisa.
– ¿El señor Sefelt? -le pregunta al negro.
– Sí, así es… uuf -el negro se retuerce en un intento de recuperar su trocito de madera-. El señor Seefel.
– Y el señor Sefelt ha estado asegurándonos que ya no necesita medicarse. -Asiente con la cabeza y retrocede un paso para evitar que los restos de Sefelt fluyan hasta sus blancos zapatos. Levanta la cabeza y lanza una mirada al círculo de Agudos que se han acercado a ver qué pasa. Asiente otra vez y repite -… que ya no necesita medicarse. Su rostro tiene un aire sonriente, compasivo, paciente, y disgustado a la vez: una expresión muy bien preparada.
McMurphy no había visto nunca nada parecido.
– ¿Qué le pasa? -pregunta.
Ella mantiene los ojos fijos en el charquito, sin mirar a McMurphy.
– El señor Sefelt es epiléptico, señor McMurphy. Por eso corre el riesgo de sufrir ataques como éste en cualquier momento si no obedece las instrucciones del médico. Debería saberlo. Le habíamos advertido que ocurriría algo así si no tomaba sus medicamentos. Pero insistió en hacer el tonto.
Fredrickson sale de la fila con las cejas erizadas. Es un tipo pálido y delgado con el cabello rubio, unas fibrosas cejas castaño claro y una mandíbula prominente, y de vez en cuando se hace el duro como solía hacer Cheswick: gruñe, amenaza y maldice a alguna enfermera, dice que se marchará de este asqueroso lugar. Siempre le dejan gritar y blandir el puño hasta que se calma, luego le sugieren, si ha terminado, señor Fredrickson, iremos a redactar el parte; después se quedan en la Casilla de las Enfermeras apostándose cuánto tardará en golpear el cristal con expresión culpable, suplicando que le disculpen y ¿por qué no olvidan todas esas insensateces que dijo, por qué no esperan un par de días antes de enviar ese parte, eh?
Avanza hacia la enfermera y la amenaza con el puño.
– Oh, ¿así que es eso? ¿Es eso, eh? ¿Va a crucificar al viejo Sef corno si lo hubiera hecho para molestarla a usted o algo así, eh?
Ella apoya una mano apaciguadora en su hombro y el puño se abre.
– No se preocupe, Bruce. A su amigo no le pasará nada. Al parecer no ha estado tomando su Dilantin. Realmente no comprendo qué puede haber hecho con las pastillas.
Lo sabe tan bien como todos; Sefelt se guarda las cápsulas en la boca y luego se las entrega a Fredrickson. A Sefelt no le gusta tomarlas a causa de lo que denomina «desastrosos efectos secundarios» y Fredrickson prefiere tomar doble dosis porque le aterra la idea de sufrir un ataque. La enfermera lo sabe, se le nota en la voz, pero viéndola ahí, tan amable y compasiva, diríase que ignora cualquier detalle del trato entre Fredrickson y Sefelt.
– Claro -dice Fredrickson, pero no consigue reorganizar su ataque-. Claro, pero, bueno, no debería actuar como si todo se limitase a tomar o no tomar las cápsulas. Usted sabe cuánto le preocupa a Sefelt su aspecto físico y que las mujeres lo encuentren feo y todo eso, usted sabe que él cree que el Dilantin…
– Lo sé -dice ella y vuelve a tocarle el brazo-. También atribuye su principio de calvicie a la medicina. Pobre viejo.
– ¡No están viejo!
– Lo sé, Bruce. ¿Por qué se altera tanto? ¡Nunca he comprendido qué podía haber entre usted y su amigo para que se pusiera tan a la defensiva.
– ¡Bueno, qué demonios! -dice él y se mete los puños en los bolsillos.
La enfermera se agacha, despeja una pequeña zona del suelo en la que pone la rodilla y comienza a modelar a Sefelt hasta hacerle recuperar una cierta forma humana. Le indica al negro que permanezca junto al viejo y que ella ya le enviará una camilla; lo trasladarán al dormitorio y dejarán que duerma el resto del día. Al levantarse palmea el brazo de Fredrickson y éste musita:
– Sí, sí, yo también tengo que tomar Dilantin, ¿sabe? Por eso sé el dilema con que se enfrenta Sefelt. Quiero decir, por eso… bueno, qué demonios…