Литмир - Электронная Библиотека

Ambos evocaron al mismo tiempo la canción, con la que estaban familiarizados. Era una canción popular, en la que alguien echaba de menos a un ser querido, y era evidente que la señora Clausen añoraba a su difunto marido. En cuanto a Patrick, Patrick echaba en falta el contacto íntimo que tuvo con ella, aunque en realidad sólo habían estado realmente juntos en su imaginación.

Ella subió primero la escala. Mientras lo hacía, él permaneció en el agua, pedaleando y contemplando su silueta, pues el haz luminoso de la linterna estaba a espaldas de Doris. Esta se apresuró a ponerse el albornoz mientras él subía con dificultad la escala. Doris iluminó el embarcadero para que él localizara la toalla y, mientras la recogía y se la ataba a la cintura, ella aguardó con la luz de la linterna dirigida a sus pies. Entonces le asió la única mano y él volvió a seguirla.

Echaron un vistazo al pequeño Otto, que estaba dormido. La reacción de la mujer le tomó desprevenido; no sabía que, para algunas madres, contemplar a su hijo dormido es como ver una película. Cuando la señora Clausen se sentó en una de las camas gemelas, mirando al pequeño, Patrick tomó asiento a su lado. Tuvo que hacerlo, pues ella no le soltaba la mano. Era como si el niño fuese un drama en desarrollo.

– La hora del cuento -susurró Doris, en un tono de voz que Wallingford no le había oído nunca hasta entonces, como si estuviera avergonzada.

Le apretó un poco la única mano, por si estaba confundido y la interpretaba mal. El cuento era para él, no para el pequeño Otto.

– He tratado de ver a alguien -le dijo-, quiero decir a otro hombre. He intentado salir con él.

¿Significaba «salir» lo que Wallingford creía que significaba, incluso en Wisconsin?

– Me he acostado con un hombre, alguien con quien no debería haberlo hecho -le explicó ella.

– ¡Ah…! -dijo Patrick, sin poder evitarlo.

Había sido una reacción involuntaria. Aguzó el oído para percibir la respiración del niño dormido, pero no la oyó por encima del ronroneo que producía la lámpara de gas, que era como una especie de respiración.

– Le conozco desde hace mucho, pero en otra vida -siguió diciéndole Doris-. Es algo más joven que yo -añadió. Seguía asiendo la única mano de Wallingford, aunque había dejado de apretársela. Él quería apretarle la suya, para demostrarle que era solidario con ella, que la apoyaba, pero era como si tuviera la mano anestesiada, una sensación con la que estaba muy familiarizado-. Estuvo casado con una amiga mía -prosiguió la señora Clausen-. Salíamos juntos cuando Otto vivía, los cuatro siempre íbamos aquí y allá, como hacen las parejas.

Patrick logró apretarle un poco la mano.

– Pero él rompió con su mujer… después de que yo hubiera perdido a Otto -le explicó la señora Clausen-. Y cuando me llamó para pedirme que saliéramos, no le dije que lo haría… al principio no. Llamé a mi amiga, sólo para asegurarme de que estaban divorciados y de que a ella no le importaba que saliéramos. Mi amiga me dijo que no tenía inconveniente, pero no era cierto. La verdad era que le molestaba, y yo no debí hacerlo. Al fin y al cabo, no me sentía atraída hacia él.

Wallingford tuvo que esforzarse para no gritar: «¡Estupendo!».

– Así pues, le dije que no saldríamos más. El se lo tomó bien, seguimos siendo amigos, pero ella ha dejado de hablarme. Y fue la dama de honor en mi boda, imagínate. -Wallingford podía imaginarlo, aunque sólo fuese a partir de una sola fotografía-. Bueno, eso es todo -concluyó la señora Clausen-. Sólo quería decírtelo.

– Me alegro de que me lo hayas dicho -logró decir Patrick, aunque «alegría» no era precisamente lo que sentía, sino unos celos tremendos al mismo tiempo que un alivio abrumador.

Ella se había acostado con un viejo amigo… ¡eso era todo! Se sentía eufórico y, al mismo tiempo, ingenuo. Sin ser bella, la señora Clausen era una de las mujeres sexualmente más atractivas que había conocido jamás. Era natural que los hombres la llamaran e invitasen a «salir». ¿Por qué él no lo había previsto?

No sabía por dónde empezar. Era posible que le estimulara demasiado el hecho de que ahora la señora Clausen le apretaba la mano con más fuerza que antes. Él se había mostrado como un oyente comprensivo, solidario, y eso debía de haber sido un alivio para ella.

– Te quiero -le dijo, y le satisfizo que Doris no retirase la mano, aunque notó que la presión se reducía-. Quiero vivir contigo y el pequeño Otto, quiero que nos casemos.

Ella tenía ahora una expresión indiferente, se limitaba a escuchar. Patrick no sabía en qué podría estar pensando.

Sus miradas no se encontraron. Ella seguía mirando fijamente al pequeño dormido. La boquita abierta del niño parecía solicitar un relato y, en consecuencia, Wallingford inició uno. Para empezar, era un relato erróneo, pero él era periodista, un hombre que se atenía a los hechos, no un narrador. Lo que descuidó fue lo mismo que deploraba de su profesión: ¡había dejado al margen el contexto! Debería haber empezado por Boston, por su viaje para ver al doctor Zajac debido a las sensaciones dolorosas y los insectos que se movían en el lugar al que había estado fijada la mano del difunto Otto. Debería haberle hablado a la señora Clausen del encuentro con aquella mujer en el hotel Charles, relatarle que se habían leído mutuamente la obra de E.B. White, desnudos pero sin hacer el amor, y que ni un solo momento había dejado de pensar en la señora Clausen. ¡De veras, ni un solo momento!

Todo eso formaba parte del contexto que rodeaba a su aceptación del deseo que tuvo Mary Shanahan de concebir un hijo suyo. Y aunque las cosas le habrían ido mejor con Doris Clausen de haber empezado por Boston, habría sido más conveniente que empezara por Japón, por su petición a Mary, entonces una joven casada y embarazada, para que le acompañase a Tokyo, lo culpable que eso le hizo sentirse y cómo se resistió a los deseos de ella durante tanto tiempo, lo mucho que se empeñó en ser «sólo un amigo».

Porque, ¿no formaba también parte del contexto el hecho de que al final se hubiera acostado con Mary Shanahan sin condiciones de ninguna clase? Es decir, ¿no era propio de «sólo un amigo» proporcionarle aquello que ella decía querer? Un bebé, ni más ni menos. Que Mary también quería su piso, o tal vez quería mudarse a vivir con él; que también quería su empleo y había sabido desde el principio que estaba a punto de convertirse en su jefa… ¡bueno, qué diablos, eso había sido una sorpresa! Pero ¿cómo podría haberlo predicho Patrick?

Ciertamente, si alguna mujer podía simpatizar con otra mujer que quería tener un hijo de Patrick Wallingford, ¿no era razonable pensar que Doris Clausen sería esa mujer? ¡No, no era razonable! ¿Y cómo iba a simpatizar ella, dada la manera inconexa e incompleta en que Wallingford contaba lo ocurrido? Se había precipitado. Era desmañado en grado superlativo, zafio y falto de tino. Empezó por decirle algo que equivalía a una confesión:

– Mira, no creo que esto pudiera servir para ilustrar por qué me resulta difícil mantener una relación monógama, pero es un poco preocupante.

¡Vaya manera de comenzar una proposición matrimonial! ¿Era de extrañar que Doris retirase la mano de la suya y se volviera a mirarle? Wallingford, a quien este descaminado prólogo hizo percibir que comenzaba a tener problemas, no pudo mirarla mientras le hablaba. Miraba sin cesar a su hijo dormido, como si la inocencia del pequeño Otto pudiera servir para proteger a la señora Clausen de todo lo que era incorregible en el aspecto sexual y reprensible en el moral en su relación con Mary Shanahan.

La señora Clausen estaba consternada. Por una vez, ni siquiera miraba a su hijo; no podía apartar la vista del apuesto perfil de Wallingford, mientras éste le contaba los detalles de su vergonzosa conducta. Ahora balbuceaba, en parte porque estaba nervioso, pero también porque temía que la impresión que estaba causando en Doris era la contraria de la que él se había propuesto.

¿En qué había estado pensando? ¡Qué completo desastre habría sido que Mary Shanahan estuviera embarazada de un hijo suyo!

Todavía en vena confesional, alzó la toalla para mostrarle a la señora Clausen el cardenal debido al choque con la superficie de vidrio de la mesa baja en el piso de Mary, y también le mostró la quemadura por el contacto con el grifo de agua caliente en la ducha de aquella mujer. La señora Clausen le informó de que ya había observado los arañazos en su espalda, así como la señal del mordisco, sin duda producida en un arrebato de pasión amorosa, que tenía en el hombro izquierdo.

– Ah, eso no me lo hizo Mary -confesó Wallingford. No era lo mejor que podría haber dicho.

– ¿A quién más has estado viendo? -le preguntó Doris. Las cosas no estaban saliendo como él había esperado, pero ¿iban a aumentar sus problemas si le hablaba de Angie a la señora Clausen? Sin duda esa historia era más sencilla.

– Fue con la maquilladora, pero una sola noche -le dijo Wallingford-. Cedí en un momento en que estaba cachondo, no fue más que eso.

¡Qué manera de expresarse! (¡Para que hablen de descuidar el contexto!)

Le habló a Doris de las llamadas telefónicas que hicieron diversos miembros de la perturbada familia de Angie, pero la señora Clausen sufrió una confusión y creyó que él se refería a que Angie era menor de edad. (Tanta afición a mascar chicle hacía aún más plausible la idea.)

– Angie es una buena chica -siguió diciendo Patrick, lo cual dio a Doris la impresión de que la maquilladora podría estar mentalmente incapacitada-. ¡No, no! -protestó él-. Angie ni es menor de edad ni está mentalmente incapacitada. Es sólo… bueno…

– ¿Una jovencita? -le preguntó la señora Clausen.

– ¡No, no! -protestó lealmente Patrick-. No se trata de eso.

– Tal vez pensabas que ella podría ser la última mujer con la que te acostarías… es decir, si yo te aceptaba -especuló Doris-. Y como no sabías si te aceptaría o no, no había ningún motivo para no acostarte con ella.

– Sí, es posible -replicó Wallingford débilmente.

– Mira, eso no es tan grave -le dijo la señora Clausen-. Lo comprendo… quiero decir que comprendo a Angie. -Se atrevió a mirarla por primera vez, pero ella volvió la cabeza y con templó al pequeño Otto, que dormía profundamente-. Me cuesta mucho más comprender a Mary -añadió Doris-. No sé cómo has pensado en vivir conmigo y Otto al mismo tiempo que tratabas de dejar preñada a esa mujer. ¿No crees que, si está embarazada y el hijo es tuyo, eso nos complica las cosas? A ti, a mí y al pequeño Otto.

53
{"b":"94171","o":1}