A Patrick le impresionó la cantidad de objetos infantiles que la señora Clausen había llevado para el fin de semana, así como la calma y la facilidad con que Doris parecía haberse adaptado al papel de madre. O tal vez era ése el efecto de la maternidad en las mujeres que habían deseado con tanto afán tener un hijo como le sucedió a la señora Clausen. Wallingford no lo sabía a ciencia cierta.
El agua del lago estaba fría, pero uno no tardaba en acostumbrarse. Más allá del extremo del embarcadero, el agua era de color azul grisáceo; cerca de la orilla tenía una tonalidad verdosa, debido al reflejo de los abetos y los pinos blancos. El fondo era más arenoso, con menos barro de lo que Patrick había previsto, y había una pequeña playa de áspera arena, sembrada de piedras, donde Wallingford llevó al pequeño Otto para bañarlo en el lago. Al principio al niño le sorprendió la frialdad del agua, pero no lloró en ningún momento y dejó que Wallingford vadeara con él en brazos mientras la señora Clausen les hacía una foto. (Parecía serla fotógrafa experta de la familia.)
Los adultos, término que Patrick empezó a utilizar para referirse a él y Doris, se turnaron para bañarse junto al embarcadero. La señora Clausen era buena nadadora, Wallingford le explicó que, dada la falta de una mano, se sentía más cómodo flotando o pedaleando en el agua. Juntos secaron al pequeño, y Doris le permitió vestirlo… su primer intento. Ella tuvo que mostrarle cómo se ponía el pañal.
La señora Clausen se quitó hábilmente el bañador debajo del albornoz. Wallingford, a causa de su manquedad, no fue tan diestro al quitarse el bañador mientras estaba envuelto en una toalla. Finalmente Doris se echó a reír y le dijo que miraría a otro lado mientras él se desnudaba al aire libre. (No le habló del mirón con un telescopio que estaba en la otra orilla del lago… todavía no.)
Juntos llevaron al bebé y su equipo a la cabaña principal. Había ya una sillita alta en su lugar, y Wallingford, todavía envuelto en la toalla, se tomó una cerveza mientras la señora Clausen daba de comer al niño. Ella le dijo que debían alimentar al pequeño, cenar ellos mismos y terminar todo lo que debían hacer en la cabaña principal antes de que oscureciera, porque en cuanto desapareciese la luz llegarían los mosquitos. Para entonces deberían hallarse en el piso situado en el cobertizo de los botes.
En el piso no había baño. Doris recordó a Wallingford que debía usar el lavabo de la cabaña principal y cepillarse los dientes en la pila del baño que había allí. Si tenía que levantarse para orinar en plena noche, podía hacerlo en el exterior, rápidamente, ayudándose con una linterna. «Pero has de estar de vuelta antes de que los mosquitos te descubran», le advirtió.
Con la cámara de Doris, Patrick hizo una foto de ella y el pequeño Otto en la terraza de la cabaña principal.
Los adultos prepararon carne a la barbacoa, con guarnición de guisantes y arroz. La señora Clausen había traído dos botellas de vino tinto, pero sólo se bebieron una. Mientras Doris fregaba los platos, Patrick fue con la cámara al embarcadero e hizo dos fotos de sus bañadores tendidos uno al lado del otro.
Ella cenó enfundada en su viejo albornoz y él sin más que la toalla de baño alrededor de la cintura. Él tuvo la sensación de hallarse en el apogeo de la intimidad y la tranquilidad doméstica. Jamás había vivido así con ninguna mujer.
Patrick sacó otra cerveza de la nevera y se encaminaron al cobertizo. Mientras recorrían el sendero cubierto de pinaza, observaron que el viento del oeste había dejado de soplar y las aguas del lago estaban completamente inmóviles. El sol poniente iluminaba todavía las copas de los árboles en la orilla oriental. En la noche sin viento los mosquitos no habían esperado a que oscureciera y ya estaban en acción. Patrick y Doris sacudían las manos para ahuyentarlos mientras se dirigían con el pequeño Otto y sus cosas al piso del cobertizo.
Wallingford contempló la invasión de la oscuridad desde la ventana del dormitorio, mientras escuchaba a la señora Clausen en la habitación contigua. Estaba acostando al pequeño Otto y le cantaba una nana. Con las ventanas del dormitorio abiertas, Patrick podía oír el zumbido de los mosquitos contra la mosquitera. Sólo había otros dos sonidos, el de los somorgujos y el de un fueraborda en el lago, cuyo motor mezclaba su ruido con el de unas voces. Tal vez eran pescadores que regresaban a casa, tal vez adolescentes. Entonces el fueraborda atracó a lo lejos y la señora Clausen dejó de canturrearle a Otto. La habitación contigua permanecía en silencio. Ahora no había más ruidos que los gritos de los somorgujos y, de vez en cuando, el parpar de un pato, aparte del zumbido de los mosquitos.
Wallingford experimentaba una sensación de aislamiento nueva para él, y aún no era noche cerrada. Todavía envuelto en la toalla, yacía sobre la cama, dejando que la habitación se fuese oscureciendo. Intentaba imaginar las fotografías que Doris clavó cierta vez en la pared, en su lado de la cama.
Estaba completamente dormido cuando entró la señora Clausen y le despertó con la linterna. Vestida con el viejo albornoz blanco, permaneció al pie de la cama como un fantasma, dirigiendo hacia sí misma la luz de la linterna. La encendía y apagaba una y otra vez, como si intentara convencerle de lo oscuro que estaba, a pesar de que había luna llena.
– Ven -le susurró-. Vamos a nadar. No necesitamos bañador para nadar de noche. Tráete sólo la toalla.
Doris salió al pasillo y le precedió escaleras abajo, tomándole de la mano y dirigiendo el haz luminoso de la linterna a sus pies descalzos. Con el muñón, él hizo un torpe esfuerzo por mantener la toalla alrededor de su cintura. El cobertizo de los botes estaba muy oscuro. Doris le llevó por la pasarela y salieron al estrecho embarcadero con las embarcaciones amarradas a cada lado. Dirigió el haz de la linterna al frente, iluminando la escala en el extremo del embarcadero.
Así pues, la escala era para bañarse por la noche. La señora Clausen le invitaba a participar en un ritual que ella había llevado a cabo con su difunto marido. Su avance cuidadoso, uno detrás del otro, por el estrecho y oscuro embarcadero parecía un tránsito sagrado.
A la luz de la linterna vieron una gran araña que se movía con rapidez a lo largo de un cabo de amarre. El arácnido sobresaltó a Wallingford, pero no a la señora Clausen. «No es más que una araña -le dijo-, y me gustan. Son tan laboriosas…»
De modo que le gusta la laboriosidad y las arañas, se dijo Patrick, y pensó que debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little . Tal vez ni siquiera debería mencionar a Doris que se había traído ese estúpido cuento, y no digamos su intención de leérselo primero a ella y luego al pequeño Otto.
En lo alto de la escala, la señora Clausen se quitó el albornoz. Era evidente que tenía cierta práctica en colocar la linterna sobre el albornoz de modo que el haz iluminase el lago. La luz serviría de faro para su regreso.
Wallingford se quitó la toalla y permaneció desnudo a su lado. Ella no le dio tiempo a pensar en tocarla; bajó con rapidez la escala y penetró en el lago, casi sin hacer ruido. Él la siguió hasta el agua, pero no con tanta elegancia ni en silencio como ella. (Bajar una escala con una sola mano no es tan fácil.) Lo único que Patrick podía hacer era asir la barandilla con el brazo izquierdo doblado; la mano y el brazo derechos hacían la mayor parte del trabajo.
Nadaron muy juntos. La señora Clausen procuraba no alejarse demasiado de él, pedaleaba en el agua o flotaba inmóvil hasta que él llegaba a su lado. Rebasaron el extremo del embarcadero, donde veían el oscuro contorno de la cabaña principal a oscuras y las construcciones más pequeñas. Los rudimentarios edificios parecían una colonia abandonada en territorio virgen. En la otra orilla del lago iluminado por la luna, las demás casas veraniegas también estaban a oscuras. Sus habitantes se acostaban temprano y se levantaban con el sol.
Además de la linterna que iluminaba el lago desde la parte del embarcadero que estaba en el cobertizo para los botes, había otra luz visible, en el dormitorio del pequeño Otto. Doris había dejado encendida la lámpara de gas, por si el niño se despertaba, pues no quería que la oscuridad lo asustara. Estaba segura de que, con las ventanas abiertas, oiría al pequeño si se despertaba y se echaba a llorar. La señora Clausen le explicó que de noche el sonido se transmite con mucha nitidez sobre el agua.
Ella podía hablar fácilmente mientras nadaban, y ni una sola vez pareció faltarle el aliento. Hablaba sin cesar, se lo explicaba todo, y le dijo a Patrick que, cuando vivía su marido, nunca habían podido bañarse de noche zambulléndose desde el embarcadero, donde sus familiares, que ocupaban las demás cabañas, podrían oírles, pero que, al penetrar en el lago desde el interior del cobertizo, se internaban en el agua sin que los detectaran.
Wallingford tenía la sensación de oír a los fantasmas de los Clausen, ruidosos y amantes de la diversión, haciendo continuos viajes a la nevera de la cerveza, el chirrido de una puerta de tela metálica al abrirse y alguien que gritaba: «¡No dejéis entrar a los mosquitos!». O una voz femenina: «¡Ese perro está completamente mojado!». Y la de un niño: «Lo ha hecho tío Donny».
Uno de los perros se acercaría a la orilla y ladraría estúpidamente a la pareja que nadaba desnuda e inadvertida… excepto por el perro. «¡Que alguien le pegue un tiro a ese maldito perro!», gritaría una voz airada. Y entonces otro diría: «A lo mejor es una nutria o un visón». Una tercera persona, al cerrar o abrir la puerta de la nevera, comentaría: «No, sólo es ese perro idiota. Ese chucho ladra a cualquier cosa, o a nada en particular».
Wallingford no estaba seguro de si realmente nadaba desnudo con Doris Clausen o de si ella revivía, como en un sueño, los baños nocturnos con su marido. A pesar de la inevitable melancolía de la situación, a Patrick le encantaba estar allí con ella. Cuando los mosquitos dieron con ellos, tuvieron que alejarse un corto trecho nadando por debajo del agua, pero la señora Clausen quiso volver al cobertizo de los botes. Si nadaban bajo el agua, aunque fuese brevemente, no oirían al pequeño si lloraba ni verían si oscilaba la llama de la lámpara de gas.
Al norte, en el cielo nocturno, brillaban las estrellas y la luna. Oyeron el grito de un somorgujo, y otra de esas aves se zambulló cerca de ellos. Por un instante, los bañistas creyeron haber oído retazos de una canción. Tal vez alguien de una de las casas a oscuras en la otra orilla tenía la radio puesta, pero a ellos no les parecía que fuese una radio.