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Muy cerca del hotel, en una de las calles laterales, había un bistrot muy acogedor y con unos precios razonables, pero la tarde era lluviosa y oscura, y ellas querían acostarse temprano, pues notaban los efectos del desfase horario tras el largo vuelo. Decidieron cenar temprano en el hotel, dejando que el auténtico París comenzara para ellas al día siguiente, pero el restaurante del hotel era muy popular. No hubo una mesa disponible hasta pasadas las nueve de la noche, una hora en la que habían esperado estar profundamente dormidas.

Su viaje hasta allí era una recompensa por las ofensas que habían sufrido injustamente, o así lo creían ellas. En realidad, eran víctimas de las insatisfacciones de la carne, en las que su propia miríada de descontentos habían desempeñado un papel principal. Tanto si no se lo habían ganado como si era mecido, Le Bristol iba a ser su premio. Ahora se veían obligadas retirarse a su suite y conformarse con el servicio de habitaciones.

No es que hubiera nada poco elegante en el servicio de habitaciones de Le Bristol; sencillamente, no era aquélla una noche en París como la que ellas habían imaginado. Aunque no se caracterizaban por actuar así, madre e hija trataron de sacar mejor partido de la situación.

– ¡Nunca imaginé que pasaría mi primera noche en París en una habitación de hotel nada menos que con mi madre! -exclamó la hija, procurando reírse de la situación.

– Por lo menos yo no te dejaré preñada -observó la madre. Las dos intentaron reírse también de eso.

La antigua directora de tesis de Wallingford inició la letanía los hombres decepcionantes en su vida. La hija había oído algunos de los nombres con anterioridad, pero estaba creándose una lista propia, aunque de momento mucho más breve que la de su madre. Tomaron dos botellines de vino del minibar, antes de que les sirvieran el Burdeos tinto que habían pedido con la cena, que también se bebieron. Después, llamaron al servicio de habitaciones y pidieron una segunda botella.

El vino les soltó las lenguas, tal vez más de lo que era apropiado o decoroso en una conversación entre madre e hija. Que su descarriada hija hubiera podido quedar embarazada fácilmente con un montón de chicos descuidados antes de que topara con el patán que hizo la faena era una píldora amarga para que cualquier madre la engullera, incluso en París. Que la antigua directora de tesis de Patrick Wallingford era una inveterada agresora sexual resultaba cada vez más evidente, incluso para su hija; que los gustos sexuales de la madre la habían llevado a coquetear con hombres cada vez más jóvenes y que acabaría relacionándose con adolescentes, era posiblemente más de lo que cualquier hija deseaba saber.

Durante un grato respiro en las incesantes confesiones de su madre (una mujer de edad mediana, admiradora de los poetas metafísicos, estaba firmando el acuse de recibo de la segunda botella de Burdeos, mientras coqueteaba descaradamente con el camarero del servicio de habitaciones), la hija buscó cierto alivio de aquella intimidad no deseada encendiendo el televisor. Como era propio de un hotel sometido hacía poco a una elegante renovación, Le Bristol ofrecía una multitud de canales de televisión por satélite, en inglés, francés y otras lenguas, y quiso la suerte que, en cuanto la embriagada madre cerró la puerta tras la salida del camarero y se volvió de cara a la habitación, a su hija y al televisor, vio cómo un león le arrancaba una mano a su ex amante. ¡Sin más ni más!

Gritó, desde luego, lo cual hizo que su hija también gritara. La segunda botella de Burdeos se le habría deslizado de la mano de no haber aferrado con fuerza su cuello. (Tal vez imaginaba que la botella era una de sus propias manos y que desaparecía en las fauces de un león.)

El episodio del ataque entre los barrotes de la jaula había terminado antes de que la madre pudiera repetir el torturado relato de su relación con el periodista de televisión ahora mutilado. Pasaría una hora hasta que el canal de noticias internacionales volviese a transmitir el incidente, aunque cada cuarto e hora había un aviso de la noticia inminente, con imágenes que duraban de diez a quince segundos: los leones peleándose por una golosina indistinguible que permanecía en su jaula; el brazo sin mano colgando del hombro desencajado de Patrick; la expresión aturdida de Wallingford poco antes de que se desvaneciera; la visión apresurada de una mujer rubia sin sujetador con auriculares que parecía dormir sobre algo con aspecto de carne.

Madre e hija esperaron sentadas otra hora para ver de nuevo el episodio completo. Esta vez la madre, refiriéndose a la rubia sin sujetador, comentó: «Apuesto a que se la tiraba».

Siguieron así, mientras daban cuenta de la segunda botella de Burdeos. La tercera vez que miraron el suceso completo, prorrumpieron en gritos de júbilo lascivo, como si el castigo e Wallingford, como así lo consideraban, fuese lo que debería haberles sucedido a todos los hombres que ellas habían conocido.

– Pero no debería haber sido la mano -dijo la madre.

– Sí, tienes razón -replicó la hija.

Sin embargo, tras la tercera contemplación del horripilante suceso, guardaron un taciturno silencio mientras la fiera engullía los trozos de carne humana, y la madre desvió la mirada del rostro de Patrick cuando éste iba a perder el conocimiento.

– Pobre cabrón -dijo la hija entre dientes-. Me voy a la ama.

– Creo que lo voy a ver una vez más -respondió la madre.

La hija se tumbó en la cama sin poder dormir. Por debajo de la puerta se filtraba la luz parpadeante del televisor en la ala de la suite. La madre, que había bajado al máximo el volumen, estaba llorando.

La muchacha se levantó y fue a sentarse junto a su madre en el sofá. Mantuvieron el televisor sin sonido y, cogidas de la mano, volvieron a contemplar las terribles pero excitantes imágenes. Los leones hambrientos eran lo de menos; el objeto de la mutilación eran los hombres.

– ¿Por qué tenemos necesidad de ellos si los odiamos? -preguntó la hija en un tono de fatiga.

– Los odiamos precisamente porque los necesitamos -respondió la madre, la voz confusa.

Allí estaba el rostro afligido de Wallingford. Cayó de rodillas, la sangre saliendo a chorros del antebrazo. El dolor distorsionaba sus hermosas facciones, pero era tal el efecto que Wallingford causaba en las mujeres que una madre borracha y con las molestias del desfase horario, así como su hija apenas menos dañada, sentían dolor en sus brazos. Los tendían realmente hacia él mientras caía.

Patrick Wallingford no iniciaba nada, pero inspiraba una inquietud sexual y un anhelo antinatural… incluso cuando le sorprendían en el acto de alimentar a un león con su mano izquierda. Era un imán para las mujeres de todos los tipos y edades; incluso cuando yacía inconsciente, era un peligro para el sexo femenino.

Como sucede a menudo en las familias, la hija dijo en voz alta lo que la madre también había observado pero se guardaba de exteriorizar:

– Mira las leonas.

Ninguna leona había tocado la mano. Había cierto grado de anhelo en la tristeza de sus ojos. Incluso después de que Wallingford perdiera el sentido, las leonas siguieron mirándole. Casi parecía como si también estuvieran afligidas.

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