El sol acababa de ponerse. Wallingford no había visto la puesta, pero percibía que el calor del sol seguía caldeando el embarcadero. Salvo la visión casi perfecta del lago oscuro y los árboles más oscuros todavía, el sueño era todo sensación.
También notaba el agua, pero nunca como si estuviera sumergido. Por el contrario, tenía la sensación de que acababa de salir del agua. Se estaba secando en el embarcadero, pero aún notaba el frío de la humedad
Entonces una voz femenina, como ninguna otra voz femenina que Wallingford hubiera oído jamás, como la voz más sensual del mundo, le dijo:
– Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?
A partir de ese momento, en el sueño, Patrick fue consciente de su erección, y oyó una voz que se parecía mucho a la suya y que decía: «Sí»… El también quería quitarse el bañador mojado.
Oía, además, el leve sonido del agua que lamía el embarcadero y goteaba desde los bañadores mojados entre las tablas, regresando al lago.
Ahora él y la mujer estaban desnudos. Al principio, la piel de la mujer estaba mojada y fría, y luego cálida contra la piel de Patrick; notaba la ardiente respiración de ella contra su garganta, y olía su cabello húmedo. Olía también la tersa piel de los hombros tostada por el sol, y había algo que sabía al lago en la lengua de Patrick, que recorría el contorno de la oreja femenina.
Por supuesto, Wallingford la había penetrado, y el acto sexual se prolongaba interminable sobre el embarcadero en el lago encantador y oscuro. Y cuando despertó, al cabo de ocho horas, descubrió que había tenido una polución nocturna, y sin embargo seguía con la mayor erección que había experimentado jamás.
El dolor de la mano perdida había desaparecido. Volvería a sentirlo unas diez horas después de que hubiera tomado la primera cápsula azul cobalto. Las dos horas que Patrick tuvo que esperar antes de que pudiera tomar una segunda cápsula fueron una eternidad para él. En ese desdichado intervalo, lo único que pudo hacer fue hablar con el doctor Chothia acerca de la píldora.
– ¿Qué contiene? -preguntó Wallingford al alegre parsi.
– Lo idearon como un remedio contra la impotencia -le dijo el doctor Chothia-, pero no surtió efecto.
– Funciona perfectamente -arguyó Wallingford.
– Bueno…, parece ser que no sirve para la impotencia -insistió el parsi-. Para el dolor, sí… pero eso ha sido un descubrimiento accidental. Por favor, señor Wallingford, recuerde lo que le he dicho. No tome nunca dos.
– Me gustaría tomar tres o cuatro -replicó Patrick, pero sobre este particular el parsi no mostraba su talante risueño.
– No, créame, no le gustaría en absoluto -le advirtió el doctor Chothia.
Wallingford sólo tomó una cápsula cada vez, y dejó también los intervalos apropiados de doce horas entre una toma y otra. De esta manera ingirió otros dos analgésicos azul cobalto mientras seguía en la India, y el doctor Chothia le dio uno más para que lo tomara en el avión. Patrick señaló al parsi que el viaje de regreso a Nueva York duraría más de doce horas, pero el doctor no le dio nada más fuerte que Tylenol con codeína para cuando se disiparan los efectos de la última píldora provocadora de polución nocturna.
Wallingford tuvo el mismo sueño cuatro veces, la última durante el vuelo desde Frankfurt a Nueva York. Había tomado el Tylenol con codeína en la primera parte del largo viaje, desde Bombay a Frankfurt, porque, a pesar del dolor, quería guardar lo mejor para el final.
La azafata guiñó un ojo a Wallingford cuando le despertó del sueño inducido por la cápsula azul, poco antes de que el avión aterrizara en Nueva York.
– Si era dolor lo que sentía, me gustaría sentirlo con usted -le susurró-. ¡Nadie me ha dicho «sí» tantas veces!
Aunque le dio a Patrick su número de teléfono, él no la llamó. Durante cinco años, el acto sexual verdadero no sería tan grato para Wallingford como el acto del sueño procurado por la cápsula azul. Y tardaría más tiempo en comprender que la cápsula azul cobalto que le había dado el doctor Chothia era algo más que un analgésico y un estimulante sexual. Más importante todavía era su efecto como píldora inductora de la presciencia.
No obstante, el principal beneficio de la píldora era que le evitaba soñar más de una vez al mes en la expresión de los ojos del león cuando la fiera se apoderó de su mano, la enorme y arrugada frente del león, las cejas atezadas y arqueadas, las moscas que zumbaban en su melena, el hocico rectangular y salpicado de sangre del felino, con los rasguños causados por los zarpazos de sus compañeros. Estos detalles no estaban tan profundamente grabados en la memoria de Wallingford, en la materia de sus sueños, como los ojos pardo amarillentos del león, en los que reconocía una especie de vacua tristeza. Jamás olvidaría aquellos ojos, su desapasionado escrutinio del rostro de Patrick, su objetividad, se diría que científica.
Al margen de lo que Wallingford recordara o soñara, lo que recordarían e incluso soñarían los telespectadores de la cadena apropiadamente denominada Desastre Internacional eran las imágenes del episodio, aquellos segundos en los que el león devoraba la mano y durante los que uno sentía que se le paralizaba el corazón.
El Canal de las Calamidades, al que se ridiculizaba habitualmente por su tendencia a ocuparse de muertes excéntricas y accidentes estúpidos, había creado uno de tales accidentes mientras informaba precisamente de una de tales muertes, con lo cual aumentó su reputación de una manera sin precedentes. ¡Y esta vez el desastre le había ocurrido a un periodista! (No se crea que eso no formaba parte de la popularidad que había alcanzado la amputación en menos de treinta segundos.)
En general, los adultos se identificaban con la mano, ya que no con el desdichado reportero. Los niños tendían a simpatizar con el león. Por supuesto, se hicieron las oportunas advertencias con respecto a la población infantil. Al fin y al cabo, aulas enteras de parvulario se habían alborotado. Los alumnos de básica, que por fin aprendían a leer con fluidez y comprensión, retornaron a un estado mental prealfabetizado, estrictamente visual.
Los padres que entonces tenían hijos en la escuela elemental siempre recordarán los mensajes que les enviaron a casa, mensajes como: «Recomendamos encarecidamente que no permitan a sus hijos ver la televisión hasta que esa noticia del hombre atacado por un león deje de emitirse».
La ex directora de tesis de Patrick viajaba con su hija menor cuando el accidente que dejó manco a su ex amante se televisó por primera vez.
La hija se las había ingeniado para quedar embarazada en su último año en el pensionado. Aunque no podía decirse que eso fuese una hazaña original, de todos modos resultaba inesperado en una escuela exclusivamente femenina. El aborto consiguiente de la hija la había traumatizado, y obtuvo un permiso de ausencia temporal de la escuela. La afligida muchacha, cuyo nada encantador novio la abandonó antes de que ella supiera que estaba embarazada, tendría que repetir el último curso.
También su madre estaba pasando una mala época. Aún era treintañera cuando sedujo a Wallingford, diez años menor que ella pero el más guapo de sus estudiantes graduados. Ahora, cercana a la cincuentena, tramitaba su segundo divorcio, cuyo arbitraje se había vuelto más difícil a causa de la inoportuna revelación de que recientemente se había acostado con otro de sus estudiantes… y, por primera vez, con uno que ni siquiera se había graduado.
Era un chico guapo, lamentablemente el único chico de su desacertado curso sobre los poetas metafísicos, desacertado porque ella debería haber sabido que semejante «raza de escritores», como los llamó Samuel Johnson cuando les puso el sobrenombre de «poetas metafísicos», interesaría sobre todo a las jóvenes lectoras.
También anduvo desacertada al admitir al muchacho en aquella clase cuyos restantes alumnos eran todos chicas. Él no estaba preparado para hacer frente a tal situación. Pero se había presentado en su despacho para recitarle «A mi esquiva señora», de Andrew Marvell, estropeando tan sólo el pareado:«My vegetable love should grow / Vaster than empires, and more slow» [2] .
Dijo groan en vez de grow , y ella casi le oyó gemir mientras recitaba los versos siguientes:
An hundred years should go to praise
Thine eyes, and on thy forehead gaze.
Two hundred to adore each breast:
But thirty thousand to the rest.' [3]
«¡Caramba!», pensó ella, sabiendo que en lo que el chico estaba pensando era en sus senos y en el resto. Así pues, le permitió inscribirse en el curso.
Cuando las chicas de la clase coqueteaban con él, ella sentía necesidad de protegerlo. Al principio se dijo que sólo quería darle calor materno. Cuando lo abandonó, tan poco ceremoniosamente como el novio innominado de la hija preñada había abandonado a ésta, el chico dejó de asistir al curso y llamó a su madre.
La madre del muchacho, que pertenecía a la junta rectora de otra universidad, escribió al decano de la facultad: «¿Acostarse con los alumnos de una no es un caso de inmoralidad manifiesta?». Este interrogante tuvo como consecuencia que la en otro tiempo directora de tesis y amante de Patrick se tomara por su cuenta un semestre de permiso.
El semestre sabático no planeado, su segundo divorcio, la deshonra de la hija, similar a la suya… bueno, por favor, ¿qué iba a hacer la antigua directora de tesis de Patrick?
El que pronto seria su segundo ex marido accedió a regañadientes a retrasar por un mes la cancelación de sus tarjetas de crédito, algo que iba a lamentar profundamente. De improviso la mujer se fue a París con su hija desescolarizada, y las dos se instalaron en una suite del hotel Le Bristol. Era demasiado caro para ella, pero en una ocasión recibió una postal con la imagen del hotel y siempre había querido ir allí. La postal se la envió su primer ex marido, quien se había alojado en el hotel con su segunda esposa, y lo hizo por el puro placer de fastidiarla.
Le Bristol estaba en la rue du Faubourg Saint Honoré, rodeado de tiendas elegantes, en las que ni siquiera una aventurera podía permitirse comprar nada. Una vez allí, ella y su hija no se atrevían a ir a ninguna parte. La extravagancia del hotel era más de lo que podían encajar. Se sentían mal vestidas en el vestíbulo y el bar, donde se sentaban, hipnotizadas por la gente que claramente estaba más a sus anchas que ellas por el mero hecho de hallarse en Le Bristol. Sin embargo, no admitirían que había sido una mala idea alojarse allí, por lo menos la primera noche.