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Se despertó antes de que sonara el despertador. Contempló a la muchacha dormida, cuya ilimitada buena voluntad era realmente hermosa. Desconectó el timbre sin dejar que sonara, pues no quería turbar el sueño de Angie. Después de ducharse y afeitarse, examinó las magulladuras de su cuerpo: el moratón en la espinilla producido por el golpe con la superficie de vidrio de la mesa en casa de Mary, la quemadura por el contacto con el grifo del agua caliente en la ducha. Las uñas de Angie le habían arañado la espalda, y en el hombro izquierdo tenía una ampolla de sangre de tamaño considerable, un hematoma violáceo y algunos desgarros en la piel causados por el mordisco espontáneo de la muchacha.

Patrick Wallingford no parecía estar en condiciones de hacer una proposición matrimonial, ni en Wisconsin ni en ningún otro lugar. Preparó café y llevó a la muchacha dormida un vaso de zumo de naranja. Ella no tardó en despertarse.

– Mira todo esto… -le dijo, deambulando desnuda por el piso-. ¡Está claro que has hecho el amor! -Quitó de la cama las sábanas y las fundas de las almohadas, y empezó a recoger las toallas-. Tienes lavadora, ¿no? Ya sé que has de tomar el avión… limpiaré esto. ¿Y si esa mujer te acepta? ¿Y si viene aquí contigo?

– Eso no es probable. Quiero decir que no es probable que venga aquí conmigo, aunque me acepte.

– No me vengas con eso de que «no es probable». Lo cierto es que podría venir. Eso es lo único que has de saber. Vete a tomar el avión y yo arreglaré el piso. Borraré los mensajes del contestador antes de marcharme. Te lo prometo.

– No tienes por qué hacerlo -le dijo Patrick.

– ¡Quiero ayudarte! -exclamó Angie-. Sé lo que es llevar una vida liada. Vamos… ¡será mejor que te largues! No te arriesgues a perder el avión.

– Gracias, Angie.

Le dio un beso de despedida. Sabía tan bien que le entraron deseos de quedarse. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo la anarquía sexual?

El teléfono sonó cuando Patrick estaba a punto de salir. Oyó la voz de Vito en el contestador automático.

– Eh, oiga, señor manco… señor sin polla -decía Vittorio. Se oía un zumbido mecánico, un sonido aterrador.

– No es más que una estúpida licuadora -le dijo Angie-. ¡Vete… no pierdas el avión! -Wallingford estaba cerrando la puerta cuando ella se puso al aparato-: Eh, Vito -oyó que decía-. Escúchame, gilipollas. -Patrick se detuvo en el descansillo, hubo una pausa de silencio, breve pero significativa-. Ése es el sonido que haría tu polla en la licuadora, Vito… ¡ningún sonido, porque ahí no tienes nada!

El vecino de al lado estaba en el descansillo, un hombre de aspecto insomne, que se disponía a pasear a su perro. Incluso el perro parecía insomne mientras aguardaba, temblando ligeramente, en lo alto de la escalera.

– Me voy a Wisconsin -le dijo Patrick, en un tono de optimismo.

El hombre, que tenía una perilla gris plateada, parecía aturdido, lleno de indiferencia hacia todo y odio hacia sí mismo.

– ¿Por qué no te compras una lupa para poder cascártela? -gritaba Angie. El perro irguió las orejas-. ¿Sabes qué puedes hacer con una polla tan pequeña como la tuya, Vito? -Wallingford y su vecino miraban al perro-. Te vas a una tienda de animales domésticos, compras un ratón y le ruegas que te la chupe.

El perro, con una expresión de absoluta seriedad, parecía reflexionar en todo esto. Era una especie de schnauzer en miniatura, con una barba gris plateada como la de su amo.

– Le deseo un buen viaje -le dijo a Wallingford su vecino.

– Muchas gracias.

Empezaron a bajar juntos la escalera. El schnauzer estornudó dos veces y el vecino expresó su parecer de que el perro había atrapado «un resfriado debido al aire acondicionado».

Habían llegado al descansillo entre dos pisos cuando Angie gritó algo que, afortunadamente, fue ininteligible. La heroica lealtad de la muchacha bastaba para que Wallingford deseara volver a su lado. Sin duda sería más juicioso decantarse por ella.

Pero la mañana de un sábado veraniego acababa de empezar y el día rebosaba de esperanza. (Tal vez no en Boston, donde una mujer que no se llamaba Sarah Williams tal vez esperaba que le practicaran el aborto, o tal vez no.)

Apenas había tráfico camino del aeropuerto. Patrick llegó a la terminal antes de que los viajeros empezaran a subir a bordo del avión. Puesto que había hecho el equipaje en la oscuridad mientras Angie dormía, consideró prudente revisar el contenido de la bolsa: una camiseta de media manga, un polo, una sudadera, dos bañadores, dos mudas de ropa interior, dos pares de calcetines deportivos blancos y un estuche con los utensilios para el afeitado, el cepillo de dientes, el dentífrico y varios preservativos, por si acaso. También llevaba una edición de bolsillo de Stuart Little , un libro recomendado para niños de edades comprendidas entre ocho y doce años.

No había incluido La telaraña de Charlotte porque dudaba de que la atención de Doris pudiera abarcar dos libros en un fin de semana. Al fin y al cabo, Otto hijo, aunque aún no andaba, probablemente ya gatearía. No habría mucho tiempo para leer en voz alta.

¿Por qué Stuart Little en lugar de La telaraña de Charlotte ? Tan sólo porque Patrick Wallingford consideraba que el final del primer relato coincidía más con su manera de vivir, siempre en marcha. Y tal vez la melancolía de ese cuento persuadiría a la señora Clausen. Desde luego, era más romántico que el nacimiento de todas aquellas arañitas.

En la sala de espera, los demás pasajeros observaban cómo Wallingford sacaba el contenido de la bolsa y volvía a meterlo. Aquella mañana se había vestido con unos tejanos, unas zapatillas deportivas y una camisa hawaiana, y llevaba una chaqueta ligera, una especie de cazadora que, doblada sobre el antebrazo izquierdo, ocultaba el muñón. Pero un manco que extrae el contenido de su bolsa y vuelve a meterlo llamaría la atención de cualquiera. Cuando Patrick dejó de examinar lo que se llevaba a Wisconsin, todos los presentes en la sala de espera sabían quién era.

Observaron que el hombre del león sostenía el teléfono móvil en su regazo y lo sujetaba contra el muslo con el muñón del antebrazo izquierdo mientras marcaba el número con su única mano. Entonces tomó el teléfono y se lo aplicó a la oreja. La cazadora se deslizó del asiento vacío a su lado y él extendió el antebrazo izquierdo para recogerla, pero se lo pensó mejor y puso de nuevo el inútil muñón en el regazo.

Los demás pasajeros debían de estar sorprendidos. ¡Al cabo de varios años sin mano, su brazo izquierdo todavía cree que la tiene! Pero nadie se aventuró a recoger la cazadora caída hasta que una pareja solidaria con un niño pequeño susurró algo a su hijo. El chico, de siete u ocho años, se aproximó cautamente a la chaqueta de Patrick, la recogió y la depositó con cuidado junto a la bolsa de Wallingford. Patrick sonrió e hizo un gesto de asentimiento al niño, quien, abrumado por la timidez, se apresuró a regresar al lado de sus padres.

El móvil sonaba una y otra vez en el oído de Wallingford. Quería llamar a su piso y hablar con Angie o dejar un mensaje, confiando en que ella lo escuchara. Quería decirle lo estupenda y natural que era, y había pensado iniciar la frase con unas palabras como: «En otra vida…», o algo por el estilo. Pero no había hecho esa llamada. Había algo en la misma bondad de la muchacha que no le dejaba arriesgarse a escuchar su voz. (Y qué estúpido era llamar «natural» a una mujer con la que habías pasado una sola noche.)

Cambió de propósito y llamó a Mary Shanahan. El teléfono sonó tantas veces que Wallingford estaba componiendo un mensaje para dejarlo en el contestador cuando Mary respondió.

– Sólo podías ser tú, gilipollas -le dijo.

– No estamos casados, Mary, ni siquiera salimos. Y no voy a cambiar mi piso por el tuyo.

– ¿No te lo pasaste bien conmigo, Pat?

– Había muchas cosas que no me contaste -señaló Wallingford.

– Eso obedece tan sólo a la naturaleza del negocio.

– Comprendo -le dijo él. Se oía aquel sonido lejano y resonante, la clase de sonido reverberante que se asocia a las llamadas transoceánicas-. Supongo que ésta es una buena ocasión para preguntarte por el nuevo contrato -añadió-. Me dijiste que pidiera cinco años…

– Deberíamos hablar de ello después de tu fin de semana en Wisconsin -replicó Mary-. Creo que tres años sería más realista que cinco.

– Y debería… bueno, ¿cómo lo dirías tú? ¿Debería retirarme por etapas del puesto de presentador? ¿Es eso lo que me sugieres?

– Si quieres un contrato nuevo y ampliado… sí, ésa sería una manera -le dijo Mary.

– No sé nada de presentadoras embarazadas -admitió Wallingford-. ¿Se ha dado alguna vez el caso? En fin, supongo que podría funcionar. ¿Es ésa la idea? Podríamos verte cada vez más gorda. Por supuesto, habría algún que otro comentario hogareño, y te harían una o dos tomas de perfil. Sería mejor que te dieran un breve permiso de maternidad, a fin de demostrar que tener un hijo en el mundo laboral de hoy, sensible a las necesidades familiares, no supone ningún obstáculo. Y entonces, tras una temporada que no parecerá más larga que unas vacaciones corrientes, volverás a sentarte ante la cámara, casi tan esbelta como antes.

Siguió aquel silencio transoceánico, el sonido resonante de la distancia entre ellos. Era como su matrimonio, tal como Wallingford lo recordaba.

– ¿Qué, todavía no comprendo «la naturaleza del negocio»? -le preguntó Patrick-. ¿O la comprendo bien?

– Yo te quería -le recordó Mary, antes de colgar.

A Wallingford le complacía haber superado por lo menos una fase de la política empresarial en la que ambos eran protagonistas. Ya encontraría por sí mismo la manera de obtener el despido, cuando le pareciera, y si decidía hacerlo a la manera de Mary, ella sería la última en saber cuándo. Si Mary estaba embarazada, él sería tan responsable del bebé como ella le permitiera ser, pero no iba a tolerar que le manejara a su antojo.

¿A quién estaba engañando? Si has tenido un hijo con una mujer, ¡claro que te va a manejar! Y él había subestimado antes a Mary Shanahan. Ella podría encontrar cien formas de manejarle.

Sin embargo, Wallingford reconoció lo que había cambiado en él: ya no accedía a todo. A lo mejor sí que era el nuevo, o por lo menos seminuevo, Patrick Wallingford. Además, la frialdad del tono de voz de Mary Shanahan había sido alentadora. A él no se le ocultaba que sus perspectivas de conseguir el despido habían mejorado.

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