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Al final Wallingford recibió instrucciones de ceñirse a las entrevistas individuales con las mujeres que participaban en el congreso. Patrick comprendió que Dick no compartía su interés.

– A ver si una o dos de esas fulanas se sincera contigo -concluyó Dick.

Por supuesto, Wallingford trató de entrevistar a Barbara Frei, la reportera de televisión alemana, a la que abordó en el bar del hotel. Parecía estar sola, y la idea de que podría estar esperando a alguien no pasó por la mente de Patrick. La presentadora de la ZDF era tan bella como lo parecía en la pequeña pantalla, pero rechazó cortésmente la entrevista.

– Conozco su cadena, desde luego -empezó a decirle la señora o señorita Frei, con tacto-. No creo probable que cubran informativamente este congreso con seriedad. ¿Y usted? -Caso cerrado-. Siento lo de su mano, señor Wallingford. Fue terrible, lo siento de veras.

– Gracias -replicó Patrick.

La mujer era sincera y, al mismo tiempo, tenía clase. El canal de noticias internacionales de Wallingford no respondía a la idea que la señora o señorita Frei, o cualquier otra persona, tenía del periodismo televisivo serio. Comparado con Barbara Frei, Patrick Wallingford tampoco era serio, y ambos lo sabían. El bar del hotel estaba lleno de hombres de negocios, como suele ocurrir en esos locales.

– ¡Mirad, es el hombre del león! -oyó Wallingford decir a uno de ellos.

– ¡El hombre de los desastres! -exclamó otro hombre de negocios.

Barbara Frei se apiadó de él.

– ¿No quiere usted tomar nada? -le preguntó.

– Sí… de acuerdo. -La sensación de tener los ánimos por el suelo era nueva para él.

En cuanto le sirvieron la cerveza que había pedido, llegó el hombre al que la señora Frei había estado esperando, su marido.

Wallingford le conocía. Era Peter Frei, periodista de la ZDF, también muy conocido y respetado. Peter Frei se ocupaba de programas culturales y su mujer lo hacía de las llamadas noticias duras.

– Peter está un poco cansado -comentó la señora Frei, restregando cariñosamente los hombros y la nuca de su esposo-. Se ha estado entrenando para viajar al monte Everest.

– Supongo que es para un reportaje que está usted haciendo -dijo Patrick con envidia.

– Sí, pero he de subir a cierta altura de la montaña para hacer el reportaje como es debido.

– ¿Va a subir al monte Everest? -preguntó Wallingford a Peter Frei.

Aquel hombre parecía en una forma extraordinaria. Su mujer y él formaban una pareja muy atractiva.

– Bueno, hoy en día todo el mundo sube al Everest -replicó con modestia el señor Frei-. Eso es lo malo… ¡la montaña más alta del mundo ha sido invadida por aficionados como yo!

Su bella esposa se echó a reír afectuosamente, y siguió restregándole el cuello y los hombros. Wallingford, apenas capaz de tomarse la cerveza, se decía que era una pareja tan agradable como la que más entre todas las que había conocido.

Cuando se despidieron, Barbara Frei tocó el brazo izquierdo de Patrick en el lugar habitual.

– ¿Por qué no intenta entrevistar a esa mujer de Ghana? -le sugirió amablemente-. Es muy simpática e inteligente, y le dirá mucho más de lo que le diría yo. Quiero decir que es una persona con una causa en mucho mayor grado que yo.

(Wallingford sabía lo que eso significaba: la mujer de Ghana hablaría con cualquiera.)

– Es una buena idea, gracias

– Lamento lo de la mano -le dijo Peter Frei a Patrick-. Es terrible. Creo que la mitad de la población mundial recuerda dónde estaba y qué hacía cuando lo vieron.

– Sí -respondió Wallingford.

Sólo había tomado una cerveza, pero apenas recordaría el momento en que abandonó el bar. Salió lleno de disgusto hacia sí mismo, en busca de la mujer africana como si fuese un barco salvavidas y él un hombre que se ahogaba. Lo era.

Por una cruel ironía del destino la experta en hambrunas de Ghana estaba muy gorda, y a Wallingford le preocupó que Dick explotara su obesidad de alguna manera impredecible. Debía de pesar ciento cincuenta kilos, y vestía un ropaje que parecía una tienda de campaña hecha con muestras de colchas de colores abigarrados. Sin embargo tenía una licenciatura por Oxford y otra por Yale, había recibido el premio Nobel por algo relacionado con la nutrición mundial, de la que ella decía que era «tan sólo cuestión de anticiparse de una manera inteligente a las crisis del Tercer Mundo… cualquier bobo con dos dedos de frente y la conciencia íntegra podría hacer lo que yo hago».

Pero por mucho que Wallingford admirase a la voluminosa mujer de Ghana, ésta no gustó en Nueva York.

– Demasiado gorda -le dijo Dick a Patrick-. Los negros creerán que nos burlamos de ella.

– ¡Pero nosotros no tenemos la culpa de que sea gorda! -protestó Patrick-. ¡Lo importante es que se trata de una persona inteligente, que tiene realmente algo que decir!

– Puedes encontrar a otra con algo que decir, ¿no es cierto? ¡Por Dios, encuentra a alguien inteligente que tenga un aspecto normal!

Pero como Wallingford descubriría en el congreso sobre «El futuro de las mujeres» de Tokyo, eso era difícil en extremo, dado que, por «aspecto normal», Dick entendía sin duda que no fuese ni gorda ni negra ni japonesa.

Patrick echó un vistazo a la china experta en genética, que tenía un lunar elevado y peludo en medio de la frente. No se molestaría en entrevistarla. Ya podía oír lo que aquel gilipollas de Dick diría al ver las imágenes en la sala de redacción: «¡Santo cielo! ¿No hemos quedado en que no debemos dar la impresión de que nos burlamos de la gente? ¿Es que quieres provocar una guerra con China? ¡En vez de esto podríamos bombardear una embajada china en algún país idiota y tratar de hacerlo pasar por un accidente o algo así!».

Así pues, Patrick intentó hablar con la doctora coreana especializada en enfermedades infecciosas y que a él le parecía bastante atractiva, pero resultó ser tímida ante la cámara y se quedaba mirándole fijamente el muñón del brazo izquierdo. Tampoco podía nombrar una sola de las enfermedades infecciosas que estudiaba sin tartamudear. La simple mención de una enfermedad parecía provocarle un terror que la atenazaba.

En cuanto a la directora de cine rusa («Nadie ha visto sus películas», le dijo a Wallingford el jefe de redacción desde Nueva York), Ludmilla (dejémoslo así) era fea como un sapo. Además, como Patrick descubriría a las dos de la madrugada, cuando regresara a su habitación del hotel, intentaba desertar, y no pretendía quedarse en Japón. Quería que Wallingford la introdujera de contrabando en Nueva York. ¿En qué?, se preguntaría él. ¿En la maleta de los trajes, que ahora hedía permanentemente a pipí canino?

¡Sin duda una desertora rusa sería noticia, incluso en Nueva York! ¿Qué importaba que nadie hubiera visto sus películas?

– Quiere ir a Sundance -le dijo Patrick a Dick-. ¡Diablos, Dick, quiere desertar! ¡Es una noticia!

(Ninguna cadena informativa sensata rechazaría la noticia de una desertora rusa.)

Pero Dick no estaba impresionado.

– Acabamos de dedicar cinco minutos a un desertor cubano, Pat.

– ¿Te refieres a ese jugador de béisbol malísimo? -le preguntó Wallingford.

– Juega muy bien entre la segunda y la tercera base, y posee un buen bateo -replicó Dick, y dio por zanjado el asunto.

Entonces se produjo el rechazo de la novelista danesa de ojos verdes, la cual resultó ser una escritora quisquillosa que se negaba a que la entrevistara alguien que no había leído sus obras. ¿Al fin y al cabo, quién se creía ella que era?, Wallingford era un periodista muy ocupado, ¡no tenía tiempo para leer libros! Por lo menos había acertado al suponer cómo se pronunciaba su nombre: era bode eel , con el acento en la última sílaba, que sonaba en inglés como infortunio.

Las japonesas dedicadas a las artes eran demasiadas y además estaban deseosas de hablar con él; cuando lo hacían, les gustaba tocarle solidariamente el brazo izquierdo un poco por encima de su brusco final. Pero el jefe de redacción estaba «harto de las artes». Dick adujo, además, que las japonesas darían al público la falsa impresión de que las únicas participantes en el congreso eran niponas.

Patrick hizo acopio de valor para responder:

– ¿Desde cuándo nos preocupamos por dar a los telespectadores una falsa impresión?

– Escucha, Pat -le dijo Dick-, esa poeta diminuta con un tatuaje en la cara desanimaría incluso a otros poetas.

Wallingford ya llevaba demasiado tiempo en Japón, y estaba tan acostumbrado a lo mal que pronunciaban allí su lengua materna que también entendió mal a su jefe de redacción. No oyó «poeta diminuta», sino «poeta tan puta».

– No, Dick, escúchame tú -replicó Wallingford, mostrando una irritación que era totalmente impropia de él-: No soy mujer, pero incluso yo me ofendo al oír esa palabra.

– ¿Qué palabra? -inquirió Dick-. ¿Tatuaje?

– ¡Puta! -gritó Patrick-. Ya sabes qué palabra es.

– Has tomado la segunda mitad de «diminuta» por «puta», Pat -le informó el jefe de redacción-. Supongo que continuamente oyes aquello en lo que estás pensando.

A Patrick no le quedaba ningún recurso. Tenía que entrevistar a Jane Brown, la economista inglesa que había amenazado con desnudarse, o bien hablar con Evelyn Arbuthnot, la presunta lesbiana que le odiaba y se avergonzaba de haberse sentido atraída por él, aunque sólo hubiese sido momentáneamente. La economista inglesa era una estúpida de variedad claramente inglesa, pero esto último no importaba pues los norteamericanos se pirran por el acento inglés. Jane Brown silbaba como una tetera en pleno hervor de la que nadie se ocupara. No sólo se desgañitaba acerca de la marcha de la economía mundial, sino que insistía en la amenaza de desnudarse delante de los hombres.

– Sé por experiencia que los hombres jamás me permitirán que termine de desnudarme -dijo la señora Brown a Patrick Wallingford ante la cámara, recalcando las palabras a la manera de una característica de la escena inglesa, una actriz de cierta edad y educación-. Nunca llego a la ropa interior antes de que los hombres hayan huido de la sala… ¡ocurre siempre! Los hombres son muy dignos de confianza. ¡Con esto sólo quiero decir que puedo estar segura de que huirán de mí!

En Nueva York, Dick se mostró encantado. Dijo que la entrevista a Jane Brown «contrastaba estupendamente» con el metraje anterior de la economista en plena exhibición de su temperamento mientras hablaba de la violación, durante la primera jornada del congreso. El canal de noticias internacionales tenía ya lo que le interesaba. El congreso sobre «El futuro de las mujeres» que se celebraba en Tokyo había sido informativamente cubierto… o sería más exacto decir que había sido cubierto a la manera de la cadena televisiva especializada en noticias, que consistía no sólo en dejar al margen a Patrick Wallingford, sino también en dejar al margen las mismas noticias. El congreso sobre las mujeres en Japón había quedado reducido a una anécdota sobre una inglesa entrada en carnes e histriónica que amenazaba con desnudarse en una mesa redonda sobre la violación… y nada menos que en Tokyo.

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