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Como no podía ser de otra manera, Patrick creyó oír «hacen la puñeta», pero captó la idea. ¡Unos perros filipinos se habían meado en sus ropas!

– ¿Por qué?

– No lo sabemos -respondió el empleado de la compañía aérea-. Son cosas que pasan. Supongo que los perros tienen que hacerlo.

Tras superar su estupor, Wallingford examinó las prendas de vestir en busca de una camisa y unos pantalones que estuvieran, por lo menos relativamente, libres de orina canina. Envió, no sin renuencia, el resto de las ropas al servicio de lavandería del hotel, advirtiendo por teléfono al encargado de que, por lo que más quisiera, no le perdiera también aquellas prendas, pues eran las únicas que tenía.

– ¡Las otoras no perudidas ! -exclamó el hombre-. ¡Sólo fuera de su lugar!

(Esta vez ni siquiera se molestó en decir «perudone ».)

A Patrick no se le ocultaba el aroma que despedía, y le incomodaba compartir un taxi para ir al local del congreso con Evelyn Arbuthnot, sobre todo porque, debido a la tortícolis, debía permanecer en su asiento con la cara groseramente desviada de su acompañante.

– Mire, no le culpo por estar enfadado conmigo, ¿pero no le parece un tanto infantil esa actitud de no mirarme? -le preguntó ella. Husmeaba continuamente, como si sospechara que había un perro en el vehículo.

Wallingford se lo contó todo: el masaje de las dos bananas («la paliza de las dos mujeres», lo llamaba él), la inmovilidad del cuello, el episodio del equipaje meado.

– Podría escuchar sus anécdotas durante horas -le dijo la señora Arbuthnot. Él no tenía necesidad de verla para saber que lo decía en broma.

Llegó el momento de pronunciar su discurso, y lo hizo colocándose de lado en el podio, mirándose el muñón en que terminaba su brazo izquierdo, para él más visible que las páginas difíciles de leer. Con el lado izquierdo hacia el público, su amputación era más evidente, y un periodista japonés guasón escribió que Wallingford «se ordeñaba la mano ausente». (En los medios de comunicación occidentales a menudo se referían a su «mano invisible».) Unos periodistas nipones más generosos, la mayoría de ellos sus anfitriones, consideraron el sistema de hablar mostrando el lado izquierdo al público «sugestivo» e «increíblemente imperturbable».

Las expertas mujeres que participaban en el congreso criticaron el discurso de Patrick con aspereza. No habían ido a Tokyo para hablar sobre «El futuro de las mujeres» y escuchar los chistes reciclados de maestro de ceremonias que les endilgaba un hombre

– ¿Eso era lo que usted escribió ayer en el avión, o quizá trató de escribir? -observó Evelyn Arbuthnot-. Dios mío, deberíamos haber cenado juntos en su habitación. Si hubiera salido a relucir el tema de su discurso, podría haberle ahorrado una situación tan delicada.

Como ya le había sucedido, Wallingford se quedó sin habla en compañía de aquella mujer.

La sala donde había hablado era de acero, con tonos de gris ultramoderno. Así era más o menos como veía Patrick a Evelyn Arbuthnot, «hecha de acero, con tonos de gris ultramoderno».

A partir de entonces, las demás mujeres le evitaron, y él sabía que el motivo no era tan sólo los orines de perro.

Ni siquiera su colega alemana en el mundo del periodismo televisivo, la hermosa Barbara Frei, le dirigía la palabra. La mayoría de los periodistas, al conocer a Wallingford en persona, por lo menos le expresaban su condolencia por el episodio con el león, pero la reservada señora Frei dejó bien claro que no quería conocerle.

Sólo la novelista danesa, Bodille o Bodile o Bodil Jensen, pareció mirar a Patrick con un destello de conmiseración en sus inquietos ojos verdes. Era bonita, con cierto aire de congoja o trastorno, como si recientemente hubiera habido un suicidio o un asesinato de alguien muy cercano a ella, tal vez su amante o su marido.

Wallingford trató de abordar a la señora o señorita Jensen, pero Evelyn Arbuthnot le paró los pies.

– Yo la he visto primero -le dijo a Patrick, y se dirigió en línea recta hacia Bodille o Bodile o Bodil Jensen.

Esto deterioró todavía más la débil confianza de Wallingford en sí mismo. ¿Qué había querido decir la señora Arbuthnot al confesarle que estaba decepcionada consigo misma por la atracción que sentía hacia él? ¿Acaso era lesbiana?

Como no tenía muchas ganas de encontrarse con alguien mientras despedía aquel lamentable olor a orines de perro, Wallingford regresó al hotel, para esperar el retorno de sus ropas limpias. Encargó a los dos hombres que formaban su equipo de televisión que filmaran todo cuanto les pareciera interesante de los restantes discursos que se pronunciarían durante aquella primera jornada, incluida una mesa redonda sobre el tema de la violación.

Al entrar en la habitación del hotel vio que la dirección le había enviado flores, subrayando así las disculpas por haberle puesto la ropa «fuera de su lugar», y que dos masajistas terapeutas, dos mujeres distintas a las de la víspera, le estaban esperando. El hotel también le obsequiaba con un masaje.

– Perudone por lo del cuello -le dijo una de las mujeres.

Aunque Wallingford oyó «cuero», comprendió lo que la masajista le decía. Estaba condenado a sufrir otra paliza.

Pero aquellas dos mujeres lograron eliminarle la tortícolis, y mientras aún se dedicaban a convertirlo en jalea, el servicio de lavandería le devolvió las ropas limpias, sin que faltara una sola prenda. Patrick se dijo que tal vez aquello señalaba un cambio a mejor en su experiencia japonesa.

Dada la pérdida de la mano izquierda en la India, aunque había sucedido cinco años atrás; dado que unos perros filipinos se habían meado en sus ropas y que había necesitado un segundo masaje para corregir los daños causados por el primero; dado que no había sabido que Evelyn Arbuthnot fuese lesbiana, y dado su discurso, caracterizado por una terrible insensibilidad; dado que no sabía nada de Japón y probablemente incluso menos sobre el futuro de las mujeres, en el que nunca, ni siquiera ahora, pensaba… Wallingford debería haber tenido la prudencia de no imaginar que su experiencia japonesa estaba a punto de cambiar hacia mejor.

Toda persona que hubiera conocido a Patrick Wallingford en Japón habría advertido al instante que era precisamente la clase de hombre con el cerebro en forma de pene que con toda tranquilidad acercaría demasiado la mano a la jaula de un león. (Y si el león hubiera tenido acento, Wallingford se habría burlado de él.) Cuando rememorase aquellos días pasados en Japón, los consideraría todavía más deplorables que el episodio de la mano perdida en las fauces de un león ocurrido en la India.

Para ser justos, debemos señalar que Wallingford no fue el único hombre ausente en la mesa redonda sobre la violación. La economista inglesa, cuyo nombre (Jane Brown) le había parecido a Patrick anodino, resultó no ser tal cosa en persona. La mujer hizo una exhibición de vehemencia en la mesa redonda e insistió en que ningún hombre debería estar presente durante el debate. Discutir abiertamente del asunto entre ellas equivalía a estar desnudas.

El cámara y el técnico de sonido del canal de noticias internacionales pudieron seguir filmando hasta que la economista inglesa, para ilustrar su punto de vista, empezó a desnudarse. Entonces el cámara, que era japonés, dejó respetuosamente de filmar.

Es discutible que contemplar a Jane Brown mientras se desnudaba hubiera agradado a la mayoría de los telespectadores. Decir de la señora Brown que tenía un aspecto de matrona habría sido una amabilidad. Lo cierto es que sólo tuvo que empezar a desnudarse para que los pocos hombres que estaban allí se apresuraran a marcharse. Un número muy escaso de hombres asistían al congreso sobre el «futuro de las mujeres», sólo los dos miembros del equipo de televisión de Patrick, los periodistas japoneses de aspecto inquieto que eran los organizadores del encuentro y, por supuesto, el propio Patrick.

Los organizadores se habrían ofendido si hubieran oído la petición efectuada por el jefe de redacción de la cadena de Patrick desde Nueva York: no quería más metraje de las sesiones; lo que Dick deseaba ahora era «algo para contrastarla», en otras palabras, algo para arruinarla.

Aquello era puro Dick, se dijo Wallingford. Cuando el jefe de redacción pedía «material relacionado», lo que en realidad quería decir era algo que no estuviera relacionado con el congreso y que se pudiera convertir en una burla de la misma idea del futuro de las mujeres.

– Tengo entendido que en Tokyo hay toda una industria de pornografía infantil -le dijo Dick-. También hay prostitutas infantiles. Me han informado de que todo esto es relativamente nuevo. Está emergiendo… digamos que está en ciernes.

– ¿Y qué? -replicó Wallingford.

Sabía que también aquello era puro Dick. El jefe de redacción nunca se había interesado por «El futuro de las mujeres». Los organizadores japoneses del congreso expusieron sus deseos de que acudiera Wallingford, el vídeo de cuyo accidente en la India había alcanzado un récord de ventas en Japón, y Dick aprovechó la invitación para que el llamado hombre de los desastres escarbara un poco de suciedad en Tokyo.

– Naturalmente, tendrás que actuar con cuidado -siguió diciéndole Dick, y le advirtió de que lanzarían «calumnias de racismo» contra la cadena de televisión si hacía algo que pareciera «sesgado contra los japoneses»-. ¿Comprendes? le preguntó Dick desde el otro extremo de la línea-. Sesgado o, como se trata de japoneses, podríamos decir rasgado…

Wallingford exhaló un suspiro, y entonces, como de costumbre, planteó la existencia de algo más profundo y complejo. El encuentro sobre «El futuro de las mujeres» duraba cuatro días, pero sólo en las horas diurnas. No había nada programado para las noches, ni siquiera cenas, y Patrick se preguntaba por qué.

Una joven japonesa, que había pedido a Wallingford que estampara su autógrafo en la camiseta de Mickey Mouse que llevaba, pareció sorprendida de que no hubiera adivinado la razón. Por la noche no había actividades relacionadas con las sesiones porque en Japón, un congreso sobre mujeres con sesiones nocturnas no habría podido contar con la presencia de muchas mujeres.

¿No era eso interesante?, le preguntó Wallingford a Dick, pero el jefe de redacción en Nueva York le dijo que lo olvidara. Aunque la joven japonesa tuviera un aspecto fantástico en la pantalla, las camisetas con Mickey Mouse no estaban permitidas en la cadena de noticias, debido a que cierta vez tuvieron una disputa con la compañía Walt Disney.

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