– Dime. ¿Por qué fue ayer tan importante?
– Porque vi el hombre que debes llegar a ser. Y no haré nada por impedir que lo seas.
…Sola de nuevo, arriba, en su cuarto, se sintió agotada y, sin embargo, descansada. No sabía cómo le habían surgido las palabras, pero habían brotado de lo más íntimo de su ser. Pero ahora, al recordar aquellos momentos, se daba cuenta de que por un breve instante, como en una visión, había visto uno al lado del otro al hombre que había conocido el día anterior, el hombre seguro de sí, absorto en su tarea, experto en su trabajo y sabedor de que la hacía bien y satisfecho por ello, y al hombre que había visto hoy, alterado, confuso, abrumado por su descubrimiento de que la amaba. Los dos hombres, que eran el mismo, habían hecho que pronunciara palabras que no había sabido tenía dentro de sí, pero que esperaban a ser dichas, y al decirlas habían delineado la decisión que no había sabido hacer. Entre ambos hombres tenía que escoger y había escogido.
Se habían separado casi inmediatamente, conscientes de estar exhaustos, y aunque ya en la puerta de su cuarto él la había tomado en sus brazos para besarle, beso al que había correspondido, lo habían hecho con suavidad tanto al darlo como al recibirlo, y Edith supo que ninguno de los dos abriría aquella noche la puerta. Lo que ahora tendría que hacer sería decidir qué papel iba a desempeñar en su vida. Porque le amaría siempre. De ello estaba segura. Así, sabiéndolo, ¿cuál era la plenitud del supremo amor? ¿Qué podía ser sino la plenitud del ser amado?
Descargada de su tensión interior durmió bien y despertó tranquila y descansada. Permaneció en cama un rato, mirando los rayos de sol que cruzaban el suelo desde las ventanas que daban al oriente. No sentía prisa, había desaparecido su sentido de urgencia, y cuando al fin se levantó y se preparó para enfrentarse al día, no se sorprendió al ver a Weston al pie de la escalera.
– El señor Barnow se ha marchado esta mañana temprano, señora. Le ha dejado esta nota.
– Espero que le haya servido el desayuno -le dijo con una serenidad que le sorprendió a sí misma.
– Sólo ha querido café, señora -respondió Weston acompañándole al comedor.
Ella fue, pero no directamente, sino que salió unos momentos a la terraza a respirar profundamente el fragante aire matinal. Las robinias estaban en flor y su aroma atraía a las abejas. Años atrás, cuando era una niña, su padre había encargado que pusiera colmenas al fondo del jardín, con la teoría de que la miel era el dulce más sano para los niños, y luego había plantado robinias, que ahora eran gigantes de arrugados y negros troncos bajo las ramas cargadas de flores blancas. Había conservado las colmenas como tierno recuerdo y cada otoño el jardinero sacaba cajas de clara miel blanca, todavía fragante con olor a robinias.
Siguió contemplando unos minutos la avenida de árboles al fondo de la cual había un estanque y en él la estatua de mármol blanco que representaba a una mujer de pie en una peña. La escena, tan familiar para ella que ya ni la veía, le pareció entonces tan nueva y bella como si hubiera estado ausente en algún lugar remoto y acabara de volver a la casa. La paz le inundaba, una paz interior que le permitía contemplar cuanto la rodeaba, sí, hasta su propia vida, con nueva apreciación. Había elegido, era la elección correcta, se sentía en paz consigo misma.
Sola a la mesa del desayuno, frente a los ventanales del sur, vio las parras cubiertas de hojas. El jardinero trabajaba en ellas y podaba las plantas para que con nueva fuerza el fruto fuera más rico. Sola, y, sin embargo, se preguntaba por qué no se sentía solitaria. Tantas veces se había sentido inquieta sin Jared. Cuando no estaba con ella, estaba pendiente del teléfono, escuchaba las puertas que se abrían, el sonido de una voz. Su costumbre de aparecer sin anunciarse era exasperante, pero excitante y la mantenía tensa. Pero aún así, ella nunca le había dicho «avísame», pues apreciaba mucho el que él le necesitara de pronto y que se sintiera impulsado a ir al punto a verle. Cuando en su laboratorio surgía una dificultad, un problema técnico, una diferencia de opinión con su superior, su recurso era ir a charlar con ella hasta que en la Conversación encontraba la solución, su propia solución, pues lo que ella le decía le parecía a ella misma carecer de importancia. Su mente lúcida podía procurarle sus propias soluciones. Y todo aquello lo pensaba mientras sostenía en la mano el sobre que Weston le entregara de su parte. Lo abrió y sacó la hoja.
Queridísima:
De ahora en adelante es lo que eres para mí. No importa quien venga (o vaya), esa palabra es lo que eres y siempre serás para mi. No es posible cambiar. No te pregunto por qué dijiste lo que dijiste ayer, por qué hiciste lo que hiciste, porque, sea por la razón que fuere, tenías razón. Lo sé.
Tuyo siempre,
JARED.
Dobló la carta y la metió en el sobre. Cuando fuera a su salita la guardaría con llave para releerla una y otra vez. El amor que se tenían había quedado establecido en la única forma en que podía establecerse. Nunca más tendría que esperar o escuchar que venía. Le había devuelto la libertad, hasta del amor, por eso la amaría siempre. Así pensando y sonriendo para sí, desayunó y pensó en él con paz. Mientras continuaba con sus tareas a lo largo del día, sólo en él pensaba. Sin hacer planes para el futuro pensaba en él, se sentía viva, fuerte, bien.
…A primeros de marzo, cuando los blancos y rosados cornejos florecían, pues la primavera andaba un tanto atrasada, recibió una llamada telefónica de una joven. Supo al momento que se trataba de una jovencita, pues la voz que llegaba cantando por el alambre era la más fresca y juvenil que jamás escuchara y supo que no la había oído antes.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– Sí, verá, no sé cómo empezar, pero me llamo June Blaine. Usted no me conoce, pero yo conozco a Jared Barnow. Soy su amiga… ¡algo así!
– ¿Si?
– ¡Sí! Y deseo muchísimo hablar con usted.
– ¿Acerca de él?
– Sí, acerca de él.
– ¿Lo sabe él?
– Le he dicho que la llamaría boy.
– ¿Y?
– Ha dicho que usted comprendería su punto de vista y que estaría bien. Dice que usted es la única persona que le conoce de verdad. ¡Eso se cree él! Pero yo también le conozco.
Al cesar la voz, Edith permaneció callada unos segundos. Luego dijo con voz reposada.
– Muy bien. ¿Cuándo?
– ¿Esta tarde? -preguntó la bonita voz.
– A las cuatro.
– ¡Oh, gracias!
Clic, hizo el teléfono. La voz desapareció. Después de pensarlo un instante, llamó al laboratorio. Eran las once de la mañana y.Jared estaría en él. Su voz le contestó casi al punto.
– Jared Barnow.
– Soy yo. Acaba de llamarme una chica. Quiere verme. Esta tarde.
– Es June -explicó rápidamente-. La semana pasada estábamos jugando al tenis en su casa y me preguntó si podría verte. Le dije que por qué no. No le tomes en serio, cariño. Quiere casarse conmigo, pero no tiene la más remota probabilidad. ¡Estoy demasiado ocupado!
– ¡Entonces, vuelve al trabajo! -rió ella-. Por cierto, he estado leyendo un artículo fascinante sobre injertos de silicona para reconstruir articulaciones destruidas o enfermas de artritis en las manos humanas.
– Ya lo he visto. Calor…, injertos moldeados…, maravilloso.
– Sí. Bueno, no quiero entretenerte.
– Te llamaré esta noche.
Ahora la llamaba cada noche a las doce, al terminar su día de trabajo. Si le despertaba, cosa que hacía a veces, ella nunca se lo hacía saber. Si le llamaba era que le necesitaba.
– Llámame -le dijo, y colgó.
…Mientras esperaba que dieran las cuatro se sentía impaciente, pero guardaba un pétreo silencio. No trató de ocuparse en algo. En lugar de ello se echó en la tumbona de la terraza, sometiéndose, cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo. Las nubes se deslizaban por el cielo azul como grandes vaharadas blancas y al pasar sobre ella sentía el frío de la sombra cuando se situaban ante el sol. Un airecillo fresco y suave rizaba las copas de los árboles y se alejaba dejando tras sí quietud. Cuando Weston le preguntó dónde comería dijo:
– Tráigamelo aquí, por favor.
Pero apenas tocó los platos.
Un par de veces, tal vez más, se levantó a pasear por el césped. La espesa vegetación primaveral la ocultaba a todos, hasta de Amelia, a quien no había visto hacía semanas. Pero siempre volvía a la tumbona y se echaba, esperando, mientras el sol ascendía a su cenit y pasaba, rumbo a poniente.
Y a las cuatro en punto oyó el ruido de un coche que se acercaba a la entrada al otro lado de la casa, el timbre de la puerta, y supo que todo el día había estado esperando aquel momento. No se movió, sino que siguió echada, aguardando, todavía cerrados los ojos, esperando oír los pasos, el suave arrastrar de pies de Weston y el taconeo de la joven.
– La señorita Blaine ha llegado, señora.
Abrió los ojos. Allí estaba la joven, una criatura alta y delgada con un vestido blanco muy corto, una joven de ojos verdes y pelo rojizo que colgaba reluciente y liso hasta los hombros, una chica de aspecto limpio
y cuidado, pero de boca decidida, sin sonreír. Se quitó los breves guantes blancos, tendió la mano derecha y dijo con voz levemente aguda y agradable:
– Por favor, no se levante, señora Chardman.
– No iba a hacerlo, June, ¿verdad? Hoy me siento perezosa.
– Si, soy June. Por la obvia razón de que nací en junio. El mes que viene cumpliré veintiún años.
– Acerca una silla y siéntate, June.
– Gracias.
Así lo hizo, de espaldas al jardín, frente a la delicada mujer echada en la tumbona.
– Es usted más joven de lo que creía, señora Chardman.
– Oh, no… soy tan mayor como tú creías. ¿No te ha dicho nunca Jared cuál es mi edad?
– No. Siempre habla de usted como si fueran de la misma edad.
– Es muy amable.
Pausa. Los ojos de la joven seguían clavados en ella; podía sentir su mirada en tanto que ella recorría con la vista los jardines. Por fin, haciendo un esfuerzo, se enfrento a aquella mirada.
– Cuéntame todo cuanto a ti se refiera, June…, por qué querías verme, todo lo que quieras, dímelo.
La voz de la chica era firme, deliberada, clara.
– Iré derecha al asunto. Quiero ver la clase de mujer que le gusta a Jared. Quiero ver si usted se parece algo a mí. O si yo tengo que… como… condicionarle para que le atraiga otra mujer… como yo.