…Se despertó súbitamente al oír su nombre una y otra vez.
– ¡Edith…, Edith…, Edith!
Abrió los ojos despacio, los alzó hacia la dominante roca y no pudo recordar dónde estaba.
– ¡Edith…, Edith!
Sentóse y se sacudió la arena del pelo. Tenía los pies húmedos, en el agua. Y era la voz de Jared la que le Llamaba. Bajaba corriendo las escaleras.
– ¡La marea ha vuelto, querida estúpida! No podía verte hasta que te has movido. ¡Cómo has podido hacer una cosa así! ¿Cómo has llegado sola hasta aquí? ¿Dónde tienes el auto?
Se enrollaba los pantalones preparándose para vadear hasta ella.
– Quítate medias y zapatos. El agua Llega sólo como hasta las rodillas, pero unos pocos minutos más y… ¡gracias a que el día está tranquilo! Pero la marea está subiendo, la cueva se hubiera llenado…
Ella se quitó las medias y luego, con los zapatos en la mano, fue cruzando el agua hasta él. Antes de llegar a mitad de camino Jared había llegado hasta ella y, rodeándola con sus brazos, la condujo a los escalones.
– Sube lo más de prisa que puedas -riñó-. No, esperaré a que hayas llegado arriba. Esta escalera no soportaría el peso de los dos y no tengo ganas de escalar el acantilado.
Esperó, en tanto que la marea se arremolinaba a su alrededor hasta que ella subió y llegó a tierra firme. Luego subió a su vez con el calzado en la mano y se colocó ante Edith. Estaba pálido y furioso.
– Podías haberte quedado ahí copada -gritó.
– Sé nadar -respondió con humildad y sentándose en una roca se fue poniendo las medias mientras él la contemplaba, siempre enfadado.
– He ido a tu casa. Weston me ha dicho dónde estabas. ¿Dónde está el condenado de tu chofer?
– Probablemente preguntándose dónde estoy y habrá ido a decir que he desaparecido, o algo por el estilo.
– Tienes unas piernas y unos pies muy bonitos -dijo él de pronto como si no le hubiera oído.
– Ya me lo han dicho. -Una vez vestida se atusó el pelo-. He perdido el sombrero.
– Qué importa un sombrero -gruñó Jared.
– Nada, dadas las circunstancias, sobre todo cuando no hay nada que hacer. La marea se lo ha llevado. Les interrumpió el regreso del coche acompañado de otro de la policía.
– Ha vuelto -gritó el chofer al agente. Los dos autos se detuvieron y el policía salió y se les acercó.
– Lo siento -dijo ella con su mejor sonrisa-. He sido muy tonta y me he quedado dormida en la playa. Mi amigo, el señor Barnow, ha aparecido a tiempo de rescatarme.
– Antes de que se ahogara -intervino él.
– Antes de que me ahogara.
– ¡Ya podía usted haberse asomado al acantilado! -reprochó el agente al chofer.
– Ni se me ha ocurrido.
De súbito, Jared perdió la paciencia.
– En tanto que ustedes dos deciden qué hacer, yo llevaré a la señora Chardman a casa en mi auto. Venga, señora Chardman.
Edith se levantó sintiendo una extraña paz, le acompañó y juntos se alejaron.
– …¿Por qué no me preguntas a qué he venido? -dijo Jared.
Habían guardado un largo silencio durante la temprana cena en un hotelito del camino, silencio que ella no deseaba quebrantar. La verdad es que nada tenía que decir. El calor del sol, ya casi oculto ahora, el aire suave que entraba por la ventana abierta, la brisa del mar, fragante y húmeda, la dicha de hallarse con él, cualquiera que fuera la razón, le hacían sentirse de un humor lleno de gozo.
– ¿A qué has venido? -preguntó casi con pereza.
– No lo sé. Tenía que hacerlo…, no podía hacer nada más…, quiero decir, bien. Me has alterado. No puedo trabajar…, desde anoche. No hago sino pensar en ti, en tu aspecto, el sonido de tu voz, la forma en que andas. Bailas mejor que nadie que haya conocido jamás…, con gracia. No sé explicártelo…, es una especie de gracia que se pliega. No puedo olvidarlo. Jamás me he sentido así antes. ¿No vas a decir nada?
– ¿Qué puedo decirte? Sólo que me siento feliz, maravillosamente feliz. No…, no creo que he sido nunca tan feliz…, no de este modo. -La voz se apagó en un susurro.
– ¿De qué modo?
– Si supiera te lo diría -dijo con sencillez.
Volvieron a callar. Ya en el auto iban dejando millas atrás. Edith no sabía en qué pensaría él, con su serio y bello perfil, fijos los ojos en el camino. Pero tampoco sabía en qué pensaba ella. Quizá no fuera siquiera pensamiento, sólo sentimiento.
Mucho después del ocaso, con la creciente oscuridad, él detuvo por fin el auto ante la casa de Edith. Weston, que andaba cerca de la puerta, la abrió al oír el coche.
– No he sabido qué hacer de la cena, señora, al no tener sus instrucciones.
– Ya hemos cenado y el señor Barnow se quedará a pasar la noche…, por lo menos, ¿es así? -dijo volviéndose a Jared que asintió.
– Si no te importa.
– Por supuesto que no. -Y de nuevo a Weston-. Tráiganos café y licores a la biblioteca. Yo subiré a cambiarme.
Subió las escaleras exultante y temerosa. Lo que fuera a suceder sucedería. No alejaría lo inevitable, aunque no sabía qué iba a ser. Se plegaría, se sometería. Aceptaría cualquier cosa que él le ofreciera; cualquiera que fuera el costo lo pagaría. Luego, siguiendo un impulso que no lograba comprender, no se esforzó por parecer más joven de lo que era. Se retorció el pelo con descuido sobre la cabeza, no se maquilló, sino que dejó que su piel pareciera natural y quemada por el sol y el aire del mar. Escogió un viejo vestido verde, se lo metió por la cabeza y no se detuvo a mirarse al espejo. Así era ella, una mujer quemada del sol, ruborizada, de aire descuidado y pies desnudos metidos en sandalias plateadas. Tenía cuarenta y tres años y él tenía que verla así. Si se echaba hacia atrás, sería su destino. Pero ¿y si no lo hacía? Se negó a considerar la posibilidad. ¿Para qué hacer planes sobre algo imponderable? Un instinto perverso, que sólo duró un instante, le hizo desear verse rechazada, para así librarla de la necesidad de tomar una decisión. Vaciló ya en la puerta, luego la abrió y bajó.
…Jared la esperaba en la biblioteca. Volvió a vacilar antes de entrar, ansiosa y, sin embargo, con temor. Por fin abrió despacio y sólo un poco, pero él estaba pendiente. Cruzó rápido la estancia, cerró la puerta y de espaldas a ella la tomó en sus brazos, besándole impetuoso una y otra vez.
– Cuando pienso en lo que podía haber sucedido -musitó.
Ella se dejó abrazar, sometiéndose, aceptando, respondiendo con todo el cuerpo. Luego, al cabo de un momento, se apartó.
– Al parecer no estaba escrito que muriera.
– No, si es que yo podía hacer por evitarlo.
Cogidos de la mano se dirigieron al sofá ante el cual Weston había colocado en una mesita los licores y el café. Ella lo sirvió, con manos que le temblaban un tanto, cosa que Jared observó.
– Estás temblando.
– Supongo que ha sido un pequeño susto.
– Yo desde luego me siento estremecido. -Sin tocar el café ni la copa siguió hablando-. Tengo que decírtelo. Me siento totalmente confuso. Me hallo ante una situación completamente nueva. Estoy en deuda contigo. Ya no soy un hombre libre. Nunca en mi vida me he sentido comprometido con nadie hasta ahora. Jamás me han poseído. Pero ahora sí. Ni siquiera estoy seguro de que me guste. ¿Qué hace un hombre que se siente poseído por una mujer? Sólo sé que me casaría contigo esta noche… ¡si pudiera!
Ella le escuchaba, clavados los ojos en él. Jared no pensaba en ella, de eso Edith se daba cuenta. Pensaba en sí mismo, preso en la maraña de su deseo hacia ella, resentido porque empezaba a darse cuenta de cuánto la amaba. La deseaba físicamente y se horrorizaba de ello. Y, sin embargo, con sólo extender su mano, con sólo tocarle, sería suyo. Si le acariciaba la nuca, si le ponía la mano en la curva del brazo, si le miraba siquiera la esbeltez de su cintura o su muslo, sería suyo. Por eso mantenía los ojos bajos, se negaba a su propio deseo y, por razones que no llegaba a entender, pero que no tenía que ver con ella, sino sólo con él, se puso a hablar casi incoherente de una parte íntima de sí que, aunque no la comprendía, quería que él conociera.
– ¡Ayer fue un día maravilloso, Jared! Te vi como nunca te había visto antes. ¡Y yo creía que te conocía! La verdad es que hemos pasado mucho tiempo juntos, ¿verdad? Y, sin embargo, fue necesario que te viera ayer, que te viera con aquel inválido, para hacerme ver lo que eres en realidad… un científico, sí, y mucho más…, un hombre brillante pero compasivo, fuerte pero dulce. Te amo, claro que te amo…, ¿cómo puedo evitarlo? Pero tan sólo ayer me di cuenta de ello. Siempre te amaré. Y me siento tan agradecida por ello. Una vez, hace tiempo (o al menos lo parece), un anciano muy querido, un hombre muy grande, me amó. Y me hizo un gran honor. Me dijo que su amor por mi le mantenía vivo…, no sólo con vida, sino vivo, para que su cerebro retuviera la claridad y pudiera seguir trabajando. Aquél, me enseñó, era el gran servicio del amor…, que da vida al que ama igual que al amado. Jamás he olvidado lo que me enseñó… acerca del amor. -Guardó silencio un momento. Luego repitió en voz baja lo que había dicho-. El amor me hace no sólo vivir, sino tener vida.
El se levantó dirigiéndose a las altas ventanas y se quedó mirando pensativo el jardín en sombras. La luna joven asomaba por las puntiagudas coníferas del fondo.
Edith siguió, como si hablara para sí.
– Soy lo bastante mayor para darme cuenta que el que me ames es… un milagro. No lo entiendo…, sólo puedo aceptarlo y sentirme agradecida. Hace que mi vida sea hermosa. Me hace desear serte útil de alguna forma. Quiero verte mi vida en la tuya, para que seas cuanto sueñas ser…, para que hagas cuanto sueñas hacer, cosa que serías y harías sin mí, por supuesto, pero quizás, al amarte como te amo, te haga creer más en ti de lo que creerías solo… Quiero decir, sin mí en este momento de tu vida, ya que por supuesto habrá muchas otras personas, sobre todo una por encima de las demás…
Se interrumpió para no romper en llanto. Le sonrió. Alzó la copita de «Bénédictine», tomó un sorbito y la dejó. Le habían brotado las palabras de una fuente interior desconocida; tampoco sabía por qué había pensado en Edwin. Pero volvía a ser ella misma, su auténtica personalidad y tenía que esperar a comprender aquello también. Tenía que contentarse con esperar.
El se le acercó despacio, deteniéndose a mirar un libro en la estantería, a contemplar un cuadro de la pared. Por fin llegó junto a ella.