– Mansfield. Raymond Mansfield.
– No, él …
– Sí.
– ¡Caramba! -dejó caer la servilleta-. ¡Qué suerte tan increíble! ¡Doy con una casa y resulta que encuentro a la hija de Raymond Mansfield!
– Pero usted es demasiado joven para haberle conocido.
– He estudiado sus libros. ¡Dios, ojalá siguiera vivo! El sabría lo que quiero hacer.
– ¿Qué?
– ¿Cómo sé que me va a entender? -dijo mirándole con timidez y astucia a un tiempo.
– Tal vez le entienda.
– Verá, soy ingeniero, una especie de superingeniero, supongo. Pero…, mi verdadero trabajo es inventar. Tengo cosas que he inventado.
– ¿Qué clase de cosas?
– Pues… -la miró y se detuvo con brusquedad-. No le interesaría. No interesaría a ninguna mujer.
– Quizá yo sea diferente.
– Sí, supongo…
Levantándose se acercó a la chimenea y se quedó contemplando la caverna ardiente.
– ¿Le importaría echar un leño? -le llamó ella-. El cajón está en ese rincón.
– ¿Eso es un cajón para madera? Creía que era una especie de armario.
– Se burla de mí. Bueno, lo admito, tengo manía de grandezas.
El buscó un tronco, el más largo y pesado y lo echó al fuego.
Se alzó una fuente de chispas.
– Pues usted no es muy grande. ¿Quién toca el piano?
– Yo.
– Y yo.
Ocupó el asiento y sin esfuerzo ejecutó un movimiento de una sonata de Beethoven. A medio camino entre la mesa y la fregadera, con las manos llenas de platos, la mujer escuchó sorprendida. ¡Un músico, un músico de verdad, que tocaba como no había oído tocar a ningún hombre desde que muriera su padre, con precisión, elegancia y profundidad! Nadie comprendía de verdad la música como no fuera un científico, había declarado su padre, y no cualquier científico, oh, no, sólo los auténticos, los teóricos cuyo lenguaje eran las matemáticas. Ella no había comprendido las matemáticas hasta que su padre le había explicado que eran el lenguaje simbólico de las relaciones.
– Y las relaciones contienen el sentido esencial de la vida.
Con cuidado dejó los platos y de puntillas se dirigió a una silla. El joven tocó hasta el último movimiento antes del final. Luego se detuvo en seco y se volvió a ella.
– No toco el final. No encaja. Beethoven jamás sabía cómo terminar la gran música y o bien se repite hasta desaparecer o concluye con un súbito estallido. De alguna forma tenía que terminar.
– Es usted un blasfemo -rió-, pero tiene razón. Es lo que yo había pensado muchas veces sin atreverme a decirlo.
El se había puesto a dar vueltas por la estancia inquieto y ahora se acercó a la ventana. El borde de la luna relucía en el horizonte.
– ¿Vive usted aquí todo el año?
– No… sólo desde la muerte de mi marido.
– ¿Sola?
– Sí.
– ¿Y los hijos?
– Ambos casados y viviendo su propia vida…, ¡gracias a Dios!
– ¿No le gustan sus hijos?
– Les quiero mucho, pero cualquier mujer que se respete quiere ver a sus hijos ya independientes. Así sabe que ha ejecutado un buen trabajo.
– No tiene aspecto… maternal.
– ¿Vive su madre? -preguntó evadiendo el comentario anterior.
– No, ni mi padre. No les recuerdo. A decir verdad, jamás les conocí. -Se paró junto al piano y repitió algunos compases de la sonata, volvió a detenerse, se acercó al fuego y se quedó mirando las altas llamas que lamían la chimenea-. Me he criado con un tío, un viejo solterón que siempre parece sorprendido de verme en su casa, por mucho tiempo que lleve allí.
– ¿Qué hace?
– Está retirado…, desde que yo recuerdo. Amable y confuso…, escribe libros sobre poesía clásica francesa que nadie publica, pero no parece importarle. Ha sido buenísimo conmigo, sobre todo puesto que jamás ha tenido la menor idea de lo que me interesa. Mi madre era su hermana.
Musitaba distraído, como si hablara de algún otro.
– ¿Está usted casado?
– No, pero pienso en ello…, de vez en cuando.
– ¿Ya ha elegido a una chica?
– Bueno, más bien diría que ella me ha elegido a mí. Ella volvió a reír. Como vivía sola, reír era lo que más deseaba.
– ¿Eso es lo que hacen ahora?
– Y es cosa buena -añadió él sin sonreír-. Dudo de que yo tuviera tiempo de elegir por mí mismo. La clase de trabajo que hago me ocupa todos los pensamientos.
– Y el corazón…
El miró el reloj.
– Oiga, ¿le importaría que me fuera a la cama? Voy a levantarme temprano para salir pronto hacia el monte…, ¿no altera sus planes? Me prepararé mi propio desayuno. ¿Echo otro tronco?
– No, y también yo madrugo.
Se separaron con una inclinación de cabeza y una sonrisa y una vez que ella hubo levantado la mesa y lavado los platos, se sentó ante el piano y tocó bajo hasta que el fuego se consumió en cenizas.
… Y más tarde, una vez acabado su ritual del baño y cepillado del largo cabello rubio, echada ya en la amplia cama de su dormitorio, mientras el fuego ardía en la chimenea de piedra, cumplió con la misión final del día, tomó el teléfono y marcó siete números y luego esperó hasta escuchar la suave voz del anciano.
– ¿Eres tú, querida mía? -preguntó la voz.
– Yo soy.
– He estado esperándote…, una velada larga, esperando.
– ¿Estás solo?
– Si. Henry tenía que hacer un recado en el pueblo. He vuelto a leer mi ensayo sobre el mito en la mente abarrotada. La frontera entre el mito y la realidad es muy delicada. El mito es el sueño, la esperanza, la fe, la visión de una posibilidad que crece con naturalidad hasta cuajar en un plan, por lo que la posibilidad está en verdad muy cerca de la realidad, hasta puede incluso convertirse en realidad en cualquier instante, y en eso consiste su inefable magia, su atrayente encanto. ¿Te aburro, amor mío? Me temo que ya sólo puedo ser compañía para mí mismo, y, sin embargo, nunca sabrás aquello que eres capaz de darme… El rey David y su Betsabé… ¡dudo mucho de que hablaran, sabes! Yo imagino que era sólo el calor del cuerpo joven de ella contra el de él…, no tenían necesidad de hablar. A falta de lo cual, yo hablo…
Se interrumpió para soltar una suave risa y ella rió con él.
– ¿Te ríes de mí? -preguntó el hombre-. No me importa, niña querida, con tal de hacerte reír.
– No me río de ti. Pensaba en lo que me va alegrar llegar a ser tan vieja que pueda también yo decir cuanto se me ocurra. ¿Has tomado tu medicina hoy?
– Oh, sí… Henry se cuida de ello.
– ¿Dónde estás en este momento?
– Si quieres saberlo, mujer curiosa, acabo de salir de la bañera y estoy envuelto en una gran toalla, mojando el suelo de gotas.
– Oh, Edwin, eres incorregible. ¡Sí, si que lo eres, hablándome mientras te enfrías! Ponte ahora mismo el pijama y vete a la cama. ¿Estás usando el de franela?
– Sí, querida. Henry ha guardado los de verano. Los guardó el primer día de octubre, como de costumbre, y luego empezó a hacer calor, el veranillo de San Martin, ya sabes, pero no quiso volver a sacarlos, así que me he estado asando hasta que ha empezado a nevar. Pero ya sabes todo eso. ¿No te habrás olvidado de que mañana es mi cumpleaños?
– ¡Se me ha olvidado tu edad, si eso es lo que te preocupa!
– Setenta y seis, amor mío, y todavía siento un estremecimiento en mis entrañas cuando oigo tu voz.
– ¡Edwin!
– ¿Me reprochas?
– Buenas noches, buenas noches, y repito…, ¡eres incorregible!
– ¡Que Dios te bendiga, adorada! ¿Cuándo vendrás a verme?
– Pronto…, muy pronto.
Dejó el auricular y se echó en la almohada, sonriendo. ¿Cómo poder explicar a nadie el consuelo de saber que era el centro del amable corazón de un anciano filósofo? Aquello era lo que más había echado de menos al morir Arnold. Había dejado de ser lo primordial para nadie, es decir lo primordial para un hombre, siendo como era heterosexual. Si bien Edwin Steadley no le hacía estremecerse en sus entrañas, le permitía que la amara, aunque no podía saber qué es lo que componía el amor a tal edad. Quizá no fuera sino una fórmula, palabras a las que se había acostumbrado tanto durante los treinta años de feliz matrimonio con Eloísa, su esposa, fallecida hacía veinticuatro, que las había convertido en un hábito. El tiempo podía medirlo contra su propia existencia, pues a la muerte de Eloísa ella era una jovencita de dieciocho años que suplicaba a su madre que le dejara cortarse el pelo. Aún entonces había considerado a Edwin como un anciano, aunque en realidad estaba en el cenit de su carrera de famoso filósofo y ella era una de sus alumnas en la escuela superior.
Le había encontrado guapo y viril, pese a su edad, lleno de un élan que no había asociado nunca con la filosofía hasta no conocerle. Sería difícil adivinar cuánto de ello se debía a Eloísa, pero sin duda era mucho, pues había sido una mujer de ideas y palabras claras, ardiente y locamente enamorada de su esposo, y que sin duda había desarrollado en él todos los elementos del sexo. Adivinaba que así habría sido, pues Arnold le había desarrollado a ella en la misma forma, sacándola de su virginal timidez y conduciéndola a la plenitud de su potencialidad como mujer, hasta que a su muerte había sentido que las corrientes de su sexualidad se detenían y protestaban. Pero seguía intacta la delicadeza original. Seguía siendo el ser a quien había que ir a buscar, no el que buscaba.
El fuego iba apagándose también en el dormitorio y se quedó dormida.
Jared Barnow se había ido y el tiempo había pasado con tal rapidez que no podía creer que el reloj marcara las ocho de la mañana. Habían charlado sentados a la mesa del desayuno hasta que de pronto el reloj dio la hora en el rincón y él se había levantado de un salto.
– ¡Dios mío, y yo que he venido a esquiar! Usted me hace olvidar. Hala, le ayudaré a recoger los cacharros.
– No, no…
– Pues claro que sí.
Pero al fin ella le había convencido y le había acompañado a la puerta, pero luego, al recordar algo, le había llamado para decirle:
– ¡Vuelva si no encuentra nada más cerca de las pistas!
– ¡Gracias! -había gritado el joven.
Le miró bajar la colina hasta la carretera del valle donde torcería para ascender a la zona donde se esquiaba en el monte que quedaba frente a su ventana. Ya fuera de la vista en el bosque que quedaba en medio, ella volvió a entrar en la habitación. Parecía extrañamente vacía, una estancia demasiado grande, como siempre le había dicho Arnold.