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– Es una estancia para perderse -le dijo una velada en que el fuego proyectaba sombras hacia los rincones distantes. Y de pronto ahora, aunque el sol brillaba por las ventanas, se sintió perdida.

Acabó de recoger los platos y luego fue al cuarto que perteneciera a Arnold pero que ahora era para los huéspedes. La cama estaba hecha y todo en orden. ¿Pensaría volver? De otro modo hubiese dejado la cama sin hacer. O, aunque la hubiera hecho, habría dejado fuera las sábanas. ¿Por qué seguía pensando en él? Llamaría a Edwin y le contaría lo del huésped y así se libraría a sí misma, quizás. Aquello era algo que había aprendido estando sola, que podía ponerse a darle vueltas a una cosa y preocuparse por ella hasta ser incapaz de nada más.

– Aunque no debería emplear a Edwin sólo para tranquilizarme -musitó para sí. Pero fue al teléfono y marcó el número. ¿Las diez? Estaría ante su escritorio, escribiendo sus memorias, la historia de una vida larga y distinguida, transcurrida entre famosos hombres de letras y ciencias.

A su oído sonó la voz:

– ¿Si? ¿Quién llama?

– Soy yo.

– ¡Oh, querida mía, qué maravilloso oírte al comienzo del día!

– No debería estar interrumpiendo tu trabajo, pero necesitaba oír tu voz. La casa parece vacía.

– Que me necesites me hace muy feliz.

«No, no hago bien en aprovecharme de él sólo porque echo a alguien de menos -pensaba-, y además a alguien a quien sólo conocí ayer, y que es lo bastante joven como para ser mi hijo. Sólo es que no consigo acostumbrarme a vivir sola… aún no.»

– ¿Cuándo vienes a verme? -preguntó la voz.

Hacia tiempo habían convenido sin palabras que, cuando se reunieran, ella sería quien acudiría donde él. Los incidentes de un viaje ahora le resultaban a él excesivos, pero aparte de ello estaba la propia inclinación de ella a mantener la casa celosamente para él. Ni siquiera le gustaba recibir en ella a sus hijos, y prefería acomodarles en la hospedería cercana. Esta casa era suya, inviolada, ahora que Arnold se había ido. Había habido veces, que no había querido reconocer, en que hasta él le había parecido un intruso. Pero nunca se había conocido a sí misma tal y como era hasta no verse sola.

Antes de quedarse viuda había sido hija y hermana, esposa y madre, dividiéndose a la fuerza, aunque de buena gana, pues había gozado de cada una de aquellas relaciones y atesoraba los recuerdos. Ahora vivía sola y consigo misma, como si fuera una extraña, descubriendo nuevos placeres y cosas que le desagradaban, nuevas habilidades. Por ejemplo, libros…, los libros le habían parecido algo para distraerse o divertirse. Pero ahora sabía que eran un medio de comunicación entre mentes, la suya y las de otros, vivos o muertos. Tal comunicación era la fuente del saber y ella sentía sed de saber, sed que revivía al cabo de años atareados como mujer casada.

– Tengo un huésped -dijo.

– ¿Quién es?

Notó el eco de los celos en la voz de Edwin y se sintió divertida.

– ¡Estás celoso!

– ¡Por supuesto que lo estoy!

– Pero es absurdo.

– No, sólo natural. Estoy enamorado de ti.

– Es una bobada.

– No, sólo realidad. Déjame que te explique una sorprendente verdad acerca del ser humano. Eres demasiado joven para saberla, pero yo la conozco. El secreto de la vida está en la capacidad de amar. Mientras uno ama, ama de verdad, a otro ser humano, la muerte se mantiene aparte. Es sólo cuando la capacidad de amar deja de existir cuando la muerte viene rápidamente. Gracias, amor mío, por permitirme amarte. Alejas a la muerte de mi puerta.

Le escuchaba como lo hacía siempre, aceptando y creyéndole. El era aún el profesor y ella la alumna.

– Me ensalzas demasiado y es tan agradable.

– Bien, y ¿quién es tu invitado?

Se lo explicó brevemente, casi con indiferencia, terminando:

– Y seguramente no volverá. La aglomeración de los fines de semana termina hoy y habrá encontrado otro sitio donde estar.

– Así lo espero. No me gusta que estés sola en casa con un desconocido. En estos tiempos nunca se sabe… y eres muy bella.

Arnold no había sido dado a ensalzar su aspecto, así que nunca se había sentido muy segura de su hermosura. Había sido celoso, sí, pero sin motivo, y como había sido posesivo, ahora se le ocurría que quizá siempre hubiera sido bella y él no había osado decírselo.

– Sólo te lo parece a ti, Edwin, pero me gusta oírtelo decir. En el secreto de mi corazón soy muy vana.

– Nunca has pensado en ti misma. Yo siempre he sabido que eras bella. Recuerdo la primera vez que te vi. Era un día de septiembre y tu cabeza, de un dorado rojizo oscuro, brillaba entre otras morenas, rubias y castañas de las estudiantes de primer año. Ya entonces me fijé en ti, sin pensar, por supuesto, que un día te convertirías en mi vida. Vi tus ojos, claros de inteligencia. Esa va a ser mi mejor alumna, pensé… y así lo fuiste. Y empecé a planear sobre cómo tenerte en mi departamento y fracasé, porque aquel bribón de Arnold Chardman se casó contigo demasiado pronto. El día que viniste a decírmelo casi lloré. ¿Lo recuerdas?

Lo recordaba. Era cierto que se había casado demasiado joven, pero se había sentido tan dichosa que no se había fijado en los ojos del profesor, sólo en su silencio.

«-¿No me participa sus buenos deseos? -había preguntado, y recordaba la larga pausa antes de que le contestara:

– Le deseo que sea feliz. Hallará usted la felicidad de muchas formas distintas. Ahora usted cree que está en el matrimonio. Bien, puede que así sea. Pero llegará el día en que estará en otra cosa.

– Con tal de que no sea en otro -había replicado alegre.

– No limite la felicidad -le había contestado con gravedad-. Hay que tomarla allá donde se la encuentra.»

No habían vuelto a verse en años y ella le había olvidado. Pero un día, poco después de la muerte de Arnold, entre las muchas cartas de pésame, había encontrado la suya. Le escribía como si sólo se hubiesen separado la víspera.

«¿Recuerda lo que le dije sobre la felicidad? Una felicidad ha pasado, pero manténgase preparada para la siguiente, sea la que sea. Si no la ve en el horizonte, entonces debe crearla donde esté. Mientras viva puede encontrar felicidad si la busca o crearla usted misma. Tal vez la misma búsqueda sea felicidad.»

Había sido una carta larga en la que sólo le hablaba de ella y del futuro, de vida, no de muerte. Pero también él había conocido la muerte, le recordaba, pues Eloísa, su esposa, había muerto muchos años atrás. Ahora vivía solo en su casa de campo, donde habían pasado veranos, y se dedicaba a escribir libros.

Ella le había enviado una breve misiva limitándose a decirle que sus palabras habían sido las más consoladoras de cuantas recibiera. «Pero no hay felicidad en el horizonte -había añadido- y no hallo la chispa creadora dentro de mí.»

Entonces él le había mandado un telegrama invitándole a visitarle y ella había acudido, encontrándose con que el anciano era el centro de una casa llena de hijos mayores y de nietos que pasaban allí unos días, y entre los cuales se había sentado como invitada, vagamente bien venida, pero poco importante. El era quien le había dado importancia, destacándola como acompañante suya y haciendo que se quedara con él cuando los demás salían juntos de excursión. Solos en la gran mansión familiar, él había hablado mientras ella escuchaba. Estaba escribiendo un libro sobre la inmortalidad y le hablaba de lo que escribía. Ella le había escuchado con concentrado interés, pues Arnold no había creído en la vida después de la muerte. En medio de su angustia al verle morir, le había admirado por su firme valor.

– Ya estoy muy cerca del fin -le había dicho Arnold-. Y es el fin, querida mía. Sólo queda mi gratitud hacia ti. Por tu infinita variedad…, ¡gracias!

Aquéllas habían sido sus últimas palabras coherentes, pues el dolor le había invadido y había muerto horas más tarde casi atontado por la agonía. Durante la primera noche que había pasado sola en la gran casona de Filadelfia, que ahora le pertenecía sólo a ella, había considerado sus palabras. ¿Era cierto, podría ser cierto, que nada quedaba de él sino el cuerpo enterrado en el cementerio de la iglesia donde yacían sus antepasados? Había ponderado confusa sus pensamientos, incapaz de llegar a una conclusión, sin querer creer que él tuviera razón pero casi obligada a temer que la tenía. Ella no tenía prueba alguna sobre la inmortalidad, pero tampoco él la había tenido en contra. Debido a su actitud mental, se había sentido bien dispuesta, hasta ansiosa, de oír lo que Edwin tenía que decirle.

– Los humanos somos las únicas criaturas capaces de pensar en nuestro propio final, sin duda ni fe.

Había afirmado aquello aquel día de su primera visita. Estaban sentados en la terraza que daba a las distantes montañas y el ama de llaves les había traído té y pastelillos y, después de dejar la bandeja en la mesita que había entre ambos, se había retirado. A solas con él se había atrevido a refutarle. Con la taza de té en la mano, había negado con la cabeza.

– ¿No está de acuerdo? -le había preguntado, sorprendido.

– Hasta los animales conocen su fin y lo temen. ¡Fíjese lo alocados que se ponen al tratar de escapar a la muerte! Tal vez no razonen ni piensen, pero luchan contra la muerte. ¿Ha visto alguna vez un conejo en las fauces de un perro? Lucha contra la muerte hasta su último aliento. Un pez sacado del agua lucha por vivir. Los animales temen la muerte, y si la temen, es que la conocen.

El escuchaba, sorprendido y complacido.

– Bien razonado, pero no confunda el instinto con la consciencia.

Ella había considerado un momento aquello, para preguntar a continuación:

– ¿Cuál es la diferencia entre el animal y el ser humano?

– La consciencia en sí misma. El ser humano se declara a sí mismo porque se conoce. ¿Los animales? No. No se separan a sí mismos del cosmos.

Ya en aquella primera visita se habían sentido extrañamente unidos y, con el transcurso del tiempo, habían llegado a depender cada vez más el uno del otro, si bien ella reconocía que lo que sentía por él no era amor, sólo unión. Por parte de él era decididamente amor, el amor de un anciano, cuya naturaleza le resultaba a ella poco clara. Fuera lo que fuese, el amor era algo dulce, y ella se asía a su persistencia.

El era más sabio que ella, y también aquello era agradable. Jamás se había apoyado antes en nadie, pues Arnold, pronto se había dado cuenta, jamás la llegaría a conocer del todo. Eran compatibles, pero ella era quien tenía más sabiduría.

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