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La voz de Edwin la sacó de sus pensamientos.

– ¿Sigues ahí, Edith?

Si, oh, sí -repuso con rapidez.

– ¡Entonces no estabas escuchando!

– No del todo -confesó.

– ¡Estabas soñando!

– Sólo pensaba… en ti y en mí.

– Ah, entonces te perdono. ¡Y gracias! No es bueno para mí sufrir de celos, sabes… a ninguna edad.

– No tienes por qué. Y ahora vuelve a tu trabajo, cariño.

Dejó el aparato y se enfrentó al día, un día brillante de sol, en que zigzagueantes figuras vestidas de alegres colores bajaban como flechas por las blancas laderas, y ella estaba desperdiciándolo tontamente. Una multitud de pequeñas tareas le esperaba: un plato hondo de plata que tenía que limpiar para llenarlo de fruta, un viaje a la tienda del pueblo que iba retrasando para poder sentarse junto a la ventana a contemplar de nuevo el monte, tratando de imaginarse cuál de aquellos puntos de color que volaban sería el de Jared Barnow. Jamás había conocido antes a nadie llamado Jared y el extraño nombre aumentaba su atractivo. Algo nuevo, alguien nuevo había entrado en su casa la noche anterior.

Cuando el sol se hubo puesto y las sombras se deslizaron por la cumbre dejando sólo el pico rosa-rojizo recortado contra el cielo, se puso a preparar la cena. ¿Para dos? ¿O sólo para ella? No pondría la mesa hasta no saberlo. Mientras, prepararía comida suficiente… dos pequeñas chuletas, la más grande para él. Y de pronto oyó sus pasos, los pies que se sacudían la nieve y la puerta se abrió sin previa llamada.

– He vuelto.

Le esperaba.

Se le acercó y ante su propia sorpresa y casi horror sintió el impulso de echarle los brazos al cuello. Se contuvo. ¡A cuántos absurdos era capaz de reducirle su propia soledad! Tenía que tener cuidado. Aquel impulso era una experiencia nueva, pues hasta entonces sólo había tenido que cuidarse de los demás. Su propio sentido crítico (frialdad, lo Llamaba a veces Arnold cuando estaba irritado con ella) había sido hasta el momento su arma. Dentro de sí misma sabía que no era fría, tal vez reservada en un espacio que nunca había compartido con nadie, un espacio interior.

– Como ve, he vuelto -repitió el joven.

– ¿No ha tenido suerte de encontrar habitación?

– No lo he intentado -repuso soltándose las botas.

– Me alegro. Me hace sentirme parte de la vida en la montaña.

– ¿Nunca esquía?

– Oh, sí, cuando era joven me encantaba.

– Nunca es tarde, sabe.

– Me temo que sí.

– ¡Bobadas! Parece…, ¡yo diría que unos veinticinco!

– Añada diez años más y luego otros siete -rió. ¡Tengo cuarenta y dos!

– ¡No!

– ¡Si!

– No vuelva a mencionarlo jamás -ordenó y levantándose fue al cuarto de invitados-. Voy a lavarme un poco y a peinarme.

– Todo está listo.

Se detuvo sin entrar.

– ¿Me esperaba?

– Tenía la esperanza.

Se miraron; luego él entró al cuarto y cerró la puerta. Y ella quedó inmóvil, incierta. ¿Se cambiaría para ponerse el traje de lana oscuro? Pero si lo hacía, ¿pensaría él que era de una coquetería absurda? Decidió no cambiarse y luego se alegró, media hora más tarde, pues nada más sentarse a la mesa él se puso a comer sin ambages y con un silencio que a ella le pareció casi de ingrato. Pero al observarle decidió que estaba hambriento tan sólo…, hambriento y tan joven. Sería absurdo ponerse el vestido rojo largo… o el negro adornado de plata, sólo para un muchacho hambriento.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el monte? -preguntó al fin para quebrar el silencio. No estaba preparada a que él se fuera, dejándole con el orgullo herido al recordar el loco impulso que había resistido.

– Tengo que estar de vuelta mañana. Me espera un trabajo en un laboratorio. Bueno, es más que eso. Es una oportunidad… una ocasión de descubrir… de hacer quizás algo propio… en Brinstead Electronics.

– Buena compañía.

– ¿La conoce?

– Mi padre era una especie de agregado.

– ¡Ojalá le hubiese conocido!

Murió mucho antes de que tuviera usted edad de conocerle.

Las palabras le hicieron daño en el corazón. Cuando él nació ella ya había salido de su infancia y era una jovencita que discutía con su paciente madre por la largura, o brevedad, de las faldas y que defendía su derecho a volver a casa después de medianoche cuando salía con Arnold.

– Todo el mundo le conocía -siguió él.

– Así lo supongo.

¿Por qué era tan difícil hablar? Se sentía deprimida, aparte, casi hostil hacia él, porque era tan joven. Sin embargo la velada anterior la conversación había fluido entre ellos fácilmente, con comprensión mutua. Involuntariamente alzó la cabeza y se dio cuenta de que lo había hecho porque él la miraba con ojos muy oscuros bajo las cejas. Al cruzarse sus miradas, él dijo bruscamente:

– Me gusta usted. Y no sólo porque es bella. Ya estoy acostumbrado a eso. La chica con la que salgo es muy bonita. Pero usted tiene algo…

– ¡Años… eso es todo!

El no rió. Más bien dijo con irritación:

– ¡Me gustarla que no hablara de su edad! A mi me avergüenza ser estúpidamente joven. Siempre he sido demasiado joven para lo que he querido hacer… demasiado joven para ir a la universidad, demasiado joven para trabajar. A los quince años me escapé, sólo para pasar el tiempo hasta ser algo mayor. Terminé los estudios demasiado joven. Siempre he hecho todo demasiado joven.

– ¿Adónde se escapó?

– Viajé, vagabundeé, sería mejor decir, por todo el mundo durante dos años.

– Así que ahora tiene…

– Veinticuatro.

Volvió a herirse a sí misma.

– Hábleme de su chica.

El frunció el ceño y volvió la cabeza a la ventana. Sobre el perfil de la montaña una fina luna nueva colgaba suspensa, como si fuera una decoración en el cielo.

– No es exactamente mi chica -dijo al fin con irritación.

– ¿Por qué no?

El joven apartó el plato, se levantó y fue a la ventana. Allí se quedó mirando el monte oscurecido y la luna colgante.

– Me encuentro en una situación extraña.

– ¿Si? -su voz invitaba a seguir.

– Siempre soy demasiado joven para lo que quiero hacer, pero soy demasiado viejo para… para chicas.

Entre los dos quedó suspenso un momento de silencio, tan tenue, tan estremecido como la luna nueva que brillaba entre las nubes que ahora se cernían sobre el monte.

– No comprendo del todo lo que quiere decir -comentó ella por fin con suave voz.

– Tampoco yo -cortó abrupto, y volviendo a la mesa se sentó-. Más café, por favor. Por cierto, ¿cómo se llama? Su nombre de pila, quiero decir.

– Edith.

– Edith. ¿Edith? Nunca he conocido a nadie con tal nombre. Mi madre tenía un nombre tonto… Ariadna. Sin embargo, es bonito. Como ya le dije, no la recuerdo, pero mi tío dice que era muy gentil.

– ¿Qué fue de ellos? -siguió en el mismo tono de voz.

– Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Si, creo recordar a alguien como mi madre, alguien dulce, bonita… pero seguramente no la recuerdo, en realidad, quizá sea sólo un sueño o tal vez pura imaginación.

– ¿Y no hubo nadie que le sustituyera?

– No. Mi tío no se ha casado nunca. ¿No se lo he dicho? Supongo que tiene alguna amante escondida en alguna parte. Nunca hablamos de esas cosas.

– ¿Nadie ha ocupado el lugar de su madre?

– Nunca he buscado a nadie. Las madres son insustituibles, ¿no?.

– Si -contestó con firmeza, y al cabo de un momento-. Pero ¿y la chica? ¿Es realmente más joven que usted?

– No tanto en años, pero lo demás… -Se encogió levemente de hombros-. Sí, es bastante lista, inteligente y todo eso. Pero yo soy viejo para ella. Soy una carga hasta para mí mismo.

– ¡Oh, vamos! -rió.

– Sí, lo soy -el no coreó su carcajada-. Me interesan muchas cosas, no la gente. ¡Hay tantas cosas que quiero hacer! No tengo tiempo para… para casarme y todo eso y esto es lo que esa chica desea.

– ¿Está enamorada de usted?

– Eso dice.

– ¿Y usted?

– ¿Yo? Cuando estoy con ella soy lo bastante normal para sentirme estremecido, ya sabe. Pero dentro de mí me conozco bien. «Te aburrirías de ella», eso es lo que me dice algo dentro. ¿Me considera loco?

– No. Sólo prudente.

– No me importaría serlo menos.

– No diga eso. Se le ha concedido como herramienta para lograrlo.

– ¿Qué?

– Lo que desee hacer.

– ¡Penetrar los secretos del universo!

Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa, los ojos relucientes, mirándole, y ella se sintió consolada, casi elevada, por alguna razón que no quería comprender.

– Tengo que irme mañana -dijo él de improviso y con igual brusquedad se sentó al piano y se puso a tocar.

La nieve caía sobre la nieve, fría y silenciosa. Empezó cuando él salió de casa a la mañana siguiente, con un cielo gris y el monte cubierto de niebla. El invierno se cernía sobre la costa oriental. También nevaba en Filadelfia, oyó ella por radio.

– Odio tenerme que ir de esta casa tan caliente -comentó Jared.

Estaba en el umbral, envuelto en su chaquetón con la capucha sin poner.

– Se deja los esquíes en la bodega. Eso quiere decir que volverá.

– Sí, pero ahora me refería a esta mañana.

– Esta mañana -repitió Edith.

No podía decirle lo que pensaba, lo que siempre pensaba cuando caía la nieve. ¡Arnold yacía bajo la nieve! Por supuesto, ya se había acostumbrado para entonces, si es que alguna vez lograba acostumbrarse, claro está. ¿Y por qué sería la nieve? En primavera podría contemplar la tumba sin agonía y en otoño las brillantes hojas que caían de un arce vecino sobre la fosa casi volvían alegre el cementerio de la ciudad. Pero ¿la nieve? La plena conciencia de su muerte, desolada y final, le había llegado con la primera nevada y estaba sola allí, en la casa. Había estado junto al amplio ventanal, golpeándose los nudillos de su apretado puño derecho mientras las lágrimas corrían por las mejillas. ¡Oh, Arnold, ahí solo bajo la nieve!

Y parte de la misma desolación le invadía ahora.

La casa habíase llenado de esta presencia joven y desconocida, aunque él ya no era para ella un desconocido, nunca lo había sido ni podría serlo. Había algo que compartían, algo más que la música, pero ¿qué? Se había mostrado muy contento por la mañana, casi como alegrándose de irse, hasta el momento en que se había detenido ante ella, tan alto, y ella había visto sorprendida e incrédula la mirada de sus ojos.

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