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Me alegro -dijo ella-. No soy capaz de bailar los ritmos modernos. No sé bailar sola.

– ¿Y quién quiere bailar solo? -replicó él.

El propietario acudió a saludar a Jared por su nombre.

– Es un amigo de mi tío -explicó el joven Edith.

– Me gusta tu tío.

Charla ligera, pero aquella noche Edith no tenía ánimo para hablar en serio. Ambos estaban demasiado al borde de algo desconocido, un paso más el uno hacia el otro, paso que ella no sabía si deseaba dar, ni siquiera si podría detenerse una vez iniciado.

– ¿Por qué me dices ahora que te gusta mi tío? -preguntó Jared al ocupar sus asientos.

– No sé, porque me he acordado de él. Tal vez porque le tengo lástima.

– Él es feliz.

Edith se daba cuenta de que Jared se sentía como inquieto, y no le dijo que se había acordado de su tío por que le compadecía, por no poder sentir la alegría que ella experimentaba.

– Bailemos -dijo Jared agitándose.

Se levantó y la condujo a la pista. Hacía mucho que no bailaba, pues a Arnold no le había gustado bailar y desde su muerte ella no había salido. Ahora, bajo la maestría de Jared, respondía con su propia delicia subrayada por el placer del nuevo amor.

– Bailas maravillosamente -le dijo él.

Apoyó con suavidad la mejilla en el cabello de la mujer y ella se plegó, en tanto que contenía las palabras de amor que esperaban, impacientes, a ser pronunciadas. A su alrededor empezaron a salir algunas parejas, pero a la tenue luz no reconoció a nadie más que a un hombre que les habló al pasar con una joven rubia en sus brazos.

– Hermosa pareja tienes, Jared.

– Gracias, Tim -repuso con frialdad, alejándose. Y añadió fingiendo fastidio-. Ojalá no hicieras que hombres mayores que yo me envidiaran.

– Pero sí está con una chica preciosa -rió ella.

– ¿Quién quiere una chica preciosa? Además, no me he fijado. Sólo te veo a ti.

El encantamiento de la velada continuaba. Volvieron a la mesa y guardaron silencio mientras comían, hasta que él volvió a levantarse para invitarle y juntos volvieron a la comunión del baile, él estrechándola hacia sí, ella plegándose a sus movimientos. Peligroso, se decía, peligroso, pero indescriptiblemente dulce. No tenían que hablar, sólo dejarse unir por la lánguida delicia de hallarse juntos, reunidos por el ritmo y el movimiento de la música.

Al final ella empezó a asustarse de sí misma y de él. Una prudencia interior le frenaba. Tenía que romper el hechizo ahora, antes de que fuera demasiado tarde, vencida por su propio deseo, antes de dejarse conducir a una soledad cuando, a solas con él, ya no pudiera controlar su anhelo. Era casi medianoche y la gente que venía del teatro empezó a llenar el comedor.

– Tengo que irme a casa -dijo al terminar la danza, en tanto que la orquesta efectuaba una pausa para descansar.

Jared se separó de ella de mala gana, reteniéndola aún por la mano.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque tengo que hacerlo.

Él se quedó callado, muy callado. Pagó la cuenta y la acompañó al auto de ella, que esperaba a la puerta. Estaba tan silencioso, con rostro tan grave al mirarla en la oscuridad de la calle que Edith se preguntó si le habría herido sin querer. Veía sus ojos turbados, o así le pareció, al esperar un momento mientras ella se ponía cómoda en el asiento.

– Buenas noches -dijo Edith-. Ha sido una velada maravillosa.

– ¿Estás segura? ¿No he sido egoísta al retenerte sólo para mí?

– Era como yo deseaba estar.

Sus ojos se unieron en un intercambio largo, sostenido, una comunicación. Más pronto o más tarde, se dijo para sí, tendrían que ponerlo en palabras.

…Al día siguiente se levantó con el ánimo decidido. El día transcurrido en Nueva York había sido una doble revelación. Había visto a Jared en su trabajo y se había vista a sí misma como una mujer enamorada. ¿Qué tenían que ver ambos aspectos entre sí, si es que había algo? Por supuesto que había algo entre ambos, se decía. Por supuesto que el amor tenía para ella un sentido, un significado. Pero para él… ¿qué? Incluso antes de levantarse de la cama, incluso en el mismo momento de despertarse por la alegría y los cantos de los pájaros que había en la hiedra inglesa que trepaba por las paredes junto a su ventana abierta, ya había empezado a hacerse preguntas. Permaneció tendida unos minutos, cerrados los ojos. Debía efectuar una pausa, se dijo, debía pensar en qué hacer de sí misma, incluso de Jared. El tiempo de guardar luto por Arnold, incluso por Edwin, había terminado. Otra primavera había llegado, otro amor, una nueva vida estaba a punto de empezar. Pero ¿cómo iría a ser aquella nueva vida? Aún estaba en su mano el decidir, aunque tan obsesionada estaba por Jared que quizá ya no estuviera más en su poder si volvía a verle, sin recibir más fuerzas de una decisión. Se sintió abrumada al darse cuenta de su propia debilidad. «Soy capaz de cualquier cosa», se dijo con atónita desazón. «Soy totalmente capaz de seducirle. ¡Y temo que eso es lo que haría! Si estuviéramos solos en algún sitio una tarde, hasta en esta misma casa, lo haría. Y él no se resistiría. Ya ha pasado más allá del punto de resistencia. Ya empieza a pensar en mí de esa forma.»

Se daba cuenta de que en su razonamiento había una doble naturaleza. Una se deleitaba en la posibilidad de la seducción, oh, sí, una seducción tan hábilmente llevada a cabo que parecería como si él fuera el agresor y ella quien se doblegara. ¿Y la otra? En aquel momento le parecía tan vaga, tan tenue como un fantasma. El sol de la mañana brillaba con demasiado calor en el lujoso dormitorio, la cama era demasiado blanda, su cuerpo demasiado listo de sano deseo. Sólo era capaz de pensar en la noche anterior cuando, ceñida contra él, se habían movido como uno solo en los lentos pasos de la danza. Por un momento se sometió al deseo; luego, incapaz de soportar su soledad, echó a un lado la ropa de cama y se levantó.

¡Aquel ritual cotidiano de cuidar de la carne! Se situó ante el espejo, se retorció el largo cabello en lo alto de la cabeza, lo sujetó con horquillas, dispuesta para la ducha. Luego se inclinó hacia adelante para examinar su imagen. Aún resultaba bella por las mañanas, pero ¿seguiría siempre igual, la vería él siempre así? Sin maquillaje aún poseía color, sus labios eran de un rojo suave, las mejillas tenían cierto rubor, los ojos eran azules bajo las cejas levemente marcadas. Tenía hermosos ojos, la gente siempre se fijaba en ellos y al verse, le parecía contemplar a otra mujer que había despertado a una nueva clase de vida, cambiando el frío exterior, desaparecida la calma, una mujer trémula, interrogante, tímida, quizá confusa o no lo bastante osada. Era ella, y volviendo a mirarse sintió miedo. Se apartó de la imagen y se apresuró a volver a la rutina de bañarse y vestirse, de tomar el desayuno como de costumbre en la mesita preparada para ella sola en el ventanal del comedor, servida por Weston con grave silencio mientras bebía el zumo de naranja y comía su habitual huevo hervido con tocino y una rodaja de pan integral sin mantequilla.

– La cocinera me pregunta si desea mollejas para el almuerzo, señora -dijo Weston cuando ella hubo concluido.

– Muy bien -musitó sin importarle, y se dirigió a su escritorio en la biblioteca. De un cajoncito sacó los planos de la casa junto al mar, la casa que tal vez levantaría o no un día. ¿Cómo iba a saberlo? Todo dependería de la mujer que iba a vivir en ella, sola o no.

Pasó la mañana con los planos, rematándolos hasta el último detalle de puertas y ventanas. Luego, como el día seguía siendo hermoso, ordenó que la sirvieran la comida en la terraza y allí, resguardada por las altas coníferas que la ocultaban incluso a los agudos ojos de Amelia, se sentó a pensar mientras comía, deteniéndose de vez en cuando a echar un poco de pan a una ardilla que la miraba con penetrantes ojillos negros. Terminada la raja de melón de postre, se levantó, y decidida, dio las órdenes pertinentes.

– Weston, diga por favor al chofer que traiga el coche dentro de media hora. Voy a ir a Colinas Rojas, en Jersey.

– Si, señora.

…Junto al mar el aire fresco todavía. Dejó el coche y al chofer en la carretera y caminó por las dunas a lo alto del acantilado donde empezaban las rocas grises. Se sentó sobre un tronco curtido a todos los vientos, un pino retorcido que alguna tormenta había arrancado y abandonado. El mar se movía en breves olas con rizos de espuma blanca bajo el cielo azul. Allí en la orilla el mar era azul sobre las profundidades verdes, pero hacia el horizonte adquiría un tono púrpura más profundo. Edith estaba sola, quería saborear su soledad, sumirse en su hondura, en su profundidad sin límites. Porque aquél era el mal de amar a un hombre como ahora sabía que amaba a Jared. El amor hace que el que ama se sienta solo sin el ser amado, una soledad eterna que nada puede llenar hasta volver a estar con el amado. Se apartó de toda otra presencia. ¿Cuánto tiempo hacía desde que fuera al encuentro de sus antiguas amistades? Ni siquiera a Amelia había visto en varias semanas. Había rechazado todas las invitaciones, había contestado con impaciencia las llamadas telefónicas, se había emparedado con su propia obsesión del amor. Pero la noche anterior se había obligado a ver claro. Así no podía continuar. Pero ¿hacia dónde dirigirse para cambiar? ¡Pregunta sin respuesta!

Suspirando se puso en pie. De pronto deseó bajar de aquel alto. El lugar era demasiado solitario, así colgado entre mar y cielo. Bajaría. Descendería por la destartalada escalera a echarse en la blanca arena de la playita. Asomándose al borde del acantilado vio una pequeña cueva bajo la roca. La marea era baja, la arena estaría seca y caliente, sin duda del sol. Allí se ocultaría. Allí podría escapar. Miró al coche que estaba en la carretera. El conductor dormía tras el volante, la boca abierta, la gorra ladeada. Ni él siquiera sabría dónde había ido.

Bajó los escalones, asiéndose a la endeble barandilla y puso los pies en la suave arena blanca. La cueva quedaba a unos centímetros de altura sobre la playa y entró; era un lugar abrigado del viento. Se quitó el abrigo, lo dobló a guisa de almohada y se echó en la cálida arena. La roca que quedaba encima proyectaba suficiente sombra para protegerle cabeza y hombros, pero el aire era fresco, de modo que el calor del sol sobre el cuerpo resultaba aún más agradable. Suspiró, se relajó y se sintió calmada y oculta. Una hora de descanso le sentaría bien. Había dormido mal la noche anterior, despertando a menudo. Antes de darse cuenta se había evadido en un sueño profundo, mecida por el chapoteo de las olas.

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