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– ¿Acaso crees que puedas hacer tal cosa, June? -rió.

– ¡Lo intentaré, si es que debo!

– En otras palabras, ¿estás decidida… a casarte con él?

– Si puedo.

– ¿Crees que puedes?

– Sí.

La voz de la joven era totalmente controlada, bien firme.

– Entonces no hay más que decir, ¿verdad, June?

– Sí, porque primero quiero que me ame.

– ¿Y crees que le puedes enseñar a amarte?

– Le enseñaré, en cuanto sepa cómo. Por eso he venido donde usted. Usted lo ha hecho. Le ama. Pero claro, no pueden casarse. Usted es demasiado mayor. No obstante, con alguien tendrá que casarse. Por eso estoy aquí.

Edith se sentía sorprendida, divertida, herida, hasta un tanto irritada. Un instinto de autodefensa y perversidad la impulsaban casi a desafiar a la jovencita, a decir como al descuido, con una risa si es que conseguía reír, que tal vez fuera ella quien se casara con Jared. ¡Ya lo habían tratado!

– ¿Ha dicho Jared que soy demasiado mayor para él?

– A mí jamás me ha hablado de matrimonio. No creo que piense en casarse con nadie. Yo seré la primera.

Lo dijo con tal confianza en sí que de nuevo Edith sintió gana de reír y no pudo. Por supuesto, la chica tenia razón. Ella era demasiado vieja para casarse con Jared. Claro que muchas mujeres se casaban con hombres más jóvenes, pero la idea era un tanto repulsiva. Amor… ¡pero matrimonio no! No se puede evitar amar a un ser humano determinado, pero puede no tener nada que ver con matrimonio. Edwin se lo enseñó.

– Por favor, enséñeme.

– ¿Amas a Jared?

– Pues claro. Si no, ¿por qué iba a preocuparme por él?

– ¿Qué amas de él?

– Todo.

– ¡Defíneme ese todo, por favor!

– Pues… todo. Su forma de andar, su forma de hablar, su aspecto…, es una especie de magia.

– Eso no es todo. Sólo es su exterior.

– Bueno, para mi es bastante.

– Ah, pero ¿y para él?

La chica le miró con terquedad, sin apartar un instante sus verdes ojos.

– Es suficiente para empezar.

– Quizá lo sea -respondió devolviéndole la mirada, y luego añadió-: ¿Cómo voy a saber por qué me ama Jared?

¿Por qué no se lo preguntas? Desde luego no es por mi forma de andar… o hablar…, ni por una especie de magia… que no poseo, estoy segura. No puedo ayudarte, June. No sé cómo.

De pronto quería librarse de la chica. Estaba furiosa con ella…, qué visita tan absurda, qué intrusión tan insolente. Los jóvenes hoy día sólo pensaban en si mismos. Sí, era demasiado vieja, demasiado mayor para Jared, para la chica.

Levantóse para dirigirse a la puerta.

– Temo no poder ayudarte, querida. La verdad es que no sé de qué hablas. Tú y Jared tenéis que solucionar vuestra relación. Ahora ven a tomar el té conmigo. ¿O prefieres quizás una copa?

Anochecía cuando la joven se fue. Habían transcurrido horas y ella las había dejado transcurrir, había colaborado a que pasaran, porque a su pesar la joven había empezado a gustarle. Su historia no era nueva, y se la había contado sin que le hiciera preguntas. Padres divorciados, hija única, a punto de graduarse de un centro superior femenino.

– Trato de ser ecuánime con mis padres, señora Chardman, pero vivo en casa de mi padre porque mi madre ha vuelto a casarse y mi padrastro no me gusta. Es más joven que mamá y a veces…, bueno, no me gusta estar donde está él, porque no querría herir a mamá…, por mi causa no y mucho menos por la de él, porque está enamoradísima de él. Lamentable, ¿no le parece?

– ¿Dónde conociste a Jared?

– Cuando estábamos esquiando, hace tres años. Me entusiasma esquiar. Por lo general paso las vacaciones de Navidad esquiando. Ahora jugamos al tenis. Fue una sorpresa saber que vivía en Nueva York y yo en Scarsdale, sabe. A veces viene a casa los sábados, a no ser que llame diciendo que tiene que trabajar. Mi padre y él son buenos amigos. Papá dice que es el joven más brillante que ha conocido jamás.

– ¿A qué se dedica tu padre?

– Es un banquero de Nueva York. Allí tiene un piso y si quiero puedo estar con él, pero mantenemos la casa de Scarsdale porque nos gusta el tenis, la piscina y lo demás.

– ¿No ha vuelto a casarse?

– Oh, sí, con una chica no mucho mayor que yo…, bueno, Louise tiene veintiséis años.

– ¿Son felices?

– Oh, sí. Louise es tan bella que me alegro de que no conociera a Jared antes de casarse con papá. Pero todos estos matrimonios me han enseñado mucho, señora Chardman. No quiero divorciarme nunca. Quiero casarme con alguien a quien amaré siempre…, como Jared.

– Pero tú también tienes que ser alguien a quien él ame siempre.

– Oh, claro, por eso he venido donde usted. El dice que la amará siempre.

– …Tu chiquilla ha pasado la tarde conmigo -dijo a Jared a medianoche.

– No tengo ninguna chiquilla.

– Bueno, ¡la chiquilla, entonces! -rió.

– Supongo que te refieres a June Blaine.

– ¡Sí!

– Sí, bueno, es aquélla de quien te hablé una vez.

Hemos andado más o menos juntos durante un par de años. Ahora es menos que más.

– Ella no lo cree así.

– Es fuerte…, tengo que admitirlo. Pero hoy todas las chicas son fuertes.

– ¿Y no te gusta?

– No tengo tiempo de pensar en ello. ¿Qué vas a hacer este fin de semana?

Vaciló, buscando una excusa, aunque fuera una pequeña mentira.

– He prometido estar con una antigua amistad.

– ¿Hombre?

– No…, mujer.

– Podría llamar a Amelia para acudir juntas al teatro.

– Bueno…

– Se le notaba decepcionado.

– Tal vez June… -sugirió.

– Oye -le cortó con brusquedad-, ¡no quieras tú emparejarnos!

– Claro que no, no es más que lealtad por el mismo sexo.

– ¡Yo soy tuyo!

– Ya lo sé, cariño, pero…

– ¡Nada de peros!

– Muy bien. ¿Nos despedimos ahora que estamos de acuerdo?

– No sé. Pareces distinta, como si sólo estuvieses de acuerdo por fuera.

– ¡Ah, no, Jared! Muy por dentro. Estoy de tu parte…, siempre, siempre. No hay acuerdo más completo. Le oyó contener el aliento.

– Eso quería oír. Ahora puedo decir buenas noches.

– Buenas noches, queridísimo.

Como un eco la voz de él repitió:

– ¡Queridísima!

– …He oído que Edmond Hartley estuvo en tu casa -decía Amelia.

Estaban sentadas a mitad de camino del techo en forma de tienda de un teatro en las afueras de la ciudad. Amelia había escogido la obra, modernización de una antigua revista musical.

– ¿Cómo te has enterado?

– Oh, nuestro teléfono interior privado. Tu chofer al mío y de allí a la doncella que me trae el desayuno a la cama cuando me siento demasiado perezosa para levantarme.

– ¿Te interesa a ti Edmond Hartley?

– En un tiempo sí…, hace mucho…, hasta que me di cuenta de que yo no le interesaba. Ninguna mujer le interesa. Pero era encantador pese a ello… ¡y rico!

– Sigue siendo encantador.

– ¿No se ha casado?

– No.

Hablaban durante el intermedio. Amelia había declarado que era absurdo bajar la escalera para tener que volver a subir con tanto gentío. Además, no había dónde ir. Siguió hablando.

– Sabes, Edith, a veces me pregunto si el casarse con un hombre así, a nuestra edad, por lo menos, no seria algo bastante agradable. Una tendría compañía, alguien con quien viajar, un amigo siempre presente… ¡y ninguna exigencia!

– Yo no lo soportaría -repuso su amiga con vehemencia.

– ¿Por qué no?

– Yo quiero todo del matrimonio… o nada.

– Te estás confesando, Edith, te estás confesando -soltó la carcajada Amelia.

– Nada tengo que confesar sino un profundo respeto por el amor.

– Bueno, pues yo me conformaría con la distracción.

El público volvía ya por los pasillos y en escena se oían ruidos ajetreados. Pero aquella conversación resultó el telón de fondo para la semana siguiente, la última de junio. Una carta, escrita en grueso papel crema con el nombre y la dirección en relieve, anunciaba que el remitente era Edmond Hartley, que preguntaba si podría visitar a Edith «para presentarle mis respetos» el martes siguiente, camino de Washington a donde acudía como juez de un concurso de murales que iban a colocarse en un museo de aquella ciudad. Le hubiera contestado que tenía otro compromiso, pero pensó en Amelia. Y como postdata a su carta de contestación añadió:

«Una antigua amiga mía estará también aquí para saludarle. Creo que se conocieron ustedes hace mucho. ¡Venga!»

Llegó el martes por la tarde, en un pequeño «Daimler» conducido por un chofer inglés de cierta edad. Le vio llegar y detenerse para dar instrucciones al hombre y luego encaminarse con su paso ágil, un tanto delicado, hacia la puerta. Weston la abrió y le anunció en el salón de música. Edith se levantó del piano, donde había estado practicando un estudio de Chopin, y le tendió las manos que él asió en las suyas frías y secas.

– ¡Qué hermosa sonaba la música! Ese es mi estudio favorito. Tengo que oírlo completo.

Sus ojos eran de un azul tan brillante como siempre por encima del bigote y la barba bien recortados. Un hombre guapo, se dijo ella, de una forma precisa, delicada. Sintió por él una especie de afecto combinado con un auténtico respeto. ¡Una personalidad complicada, la de aquel hombre! Pero bajo las complejidades, resultado de desconocidas experiencias, era un hombre digno que había sido riguroso consigo mismo.

– Querida mía. Estoy polvoriento del viaje. Deje que me ponga digno de sus bellos ojos.

– Y luego tomaremos unos combinados en la terraza del este. Y mi vieja amiga Amelia Darwent se nos unirá. ¿La recuerda? Ella a usted muy bien.

– No me suena -repuso el hombre sin dar señal de reconocimiento.

– Bueno, ella le hará recordar. Ahora suba, la misma habitación con salita.

El subió y Edith retornó a su estudio, el tercero. Lo había empezado a raíz de la muerte de Arnold, cuando estaba aprendiendo el significado de la pena, no sólo de la pena por la muerte, sino el dolor más profundo de saber que lo que había habido no era cuanto pudiera haber habido de haber existido más comprensión y por tanto más comunicación entre Arnold y ella. Ambos habían hecho lo mejor posible entre sí. Si ella se daba cuenta de que podía haber habido una felicidad más profunda, también él. Estaba segura de ello, pues a veces había visto que los ojos de su marido se fijaban en ella y había sorprendido tristeza en la mirada, respetando en silencio tal tristeza, comprendiendo en su propia reserva la distancia inexorable que entre los dos existía. Ni ella ni Arnold habían vencido tal reserva, pero el saberlo, el aceptarlo, resultaban dolorosos.

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